La Nación, 18 DE NOVIEMBRE DE 2017
Abel Posse
El reciente discurso de Trump en las Naciones Unidas
sorprendió a los politólogos como la expresión de un orden mundial que explica
la actitud rupturista y polémica que va más allá de lo temperamental. En su
arenga pronunció más de una docena de veces la palabra "soberanía".
Presentó principios que sorprendieron y que confirmaron una ruptura con la estrategia
de la globalización.
Trump preconizó que cada pueblo debe "pensar
primero en sí mismo". Cada uno en su cultura y sus circunstancias, con sus
valores y en su camino soberano de prosperidad, seguridad y en sus creencias.
Trump repitió varias veces estos conceptos y los rubricó con una recomendación
del sentimiento de patria y de nación. A esto se suman sus declaraciones contra
el libre comercio y contra la globalización. Pero este discurso en la ONU
conlleva un diseño de estrategia mundial que coincide, en aspectos esenciales,
con el libro y las ideas recientes de Henry Kissinger, El orden mundial. La
idea central de un orden pacificador surge, para Kissinger, de los principios
de la Paz de Westfalia (1648). Tratados surgidos de representantes de los pueblos
europeos que se habían desangrado en guerras de exterminio entre cristianos
protestantes y católicos. Decenas de principados que al vencer la batalla
"religiosa" también se apoderaban de tierras y riquezas del vencido.
La única solución era controlar las aspiraciones estratégicas mutuas
recurriendo a la idea de soberanía. Se creaba un sistema en el que los
príncipes y sus pueblos convivirían con un mutuo reconocimiento riguroso entre
sus principados, respetando sus creencias religiosas y formas de vida y sus
riquezas, sin entrometerse. Europa estaba harta de la guerra infinita (30 años)
entre cristianos (olvidados de la esencia cristiana) y encontraron en las
autonomías soberanas el dique que necesita la paz.
En su libro, Kissinger señala que durante el siglo XX
los imperios terminaron en el "equilibrio del terror" de la Guerra
Fría y en bloques de naciones más o menos sometidas. Hoy vivimos una
multipolaridad desorganizada, peligrosa, tal como la denuncia el papa
Francisco. El universalismo, ahora globalismo, se impone desde lo externo y nos
modifica por dominación tecno-mercantilista, es origen de la actual
subculturización en un mundo occidental que perdió los códigos de su
espiritualidad y de su ética. Las cosas progresan y brillan, nuestro panorama
humano es decadente. La diversidad no puede seguir dando su aporte
imprescindible. El sentimiento y el amor de patria y terruño nos parece
prescindible hasta que no lo tenemos y encontramos la nada.
El jefe del imperio más poderoso, consciente tal vez
de los otros tres imperios capaces de sustituir la beligerancia por un nuevo
orden, recomendó la propia verdad de las naciones, como partes movidas por su
propia fuerza creadora desde sus culturas (invadidas) y sus gobiernos
irrelevantes ante la política mundial. ¡Nosotros primeros! Es el grito de
invitación casi revolucionario para tanto sometido.
El académico y profesor de la Universidad de San Pablo
Abraham Lowenthal publicó recientemente un artículo ligando el discurso de
Trump con la irrelevancia ante el mundo de América latina, incluyendo sus
países mayores: México, Brasil y la Argentina. Dependientes y cobardes para ser
y para conjugar sus soberanías en una tarea de volcarse hacia lo propio, a sus
culturas, riquezas, creencias y estilos. Como Mangabeira Unger, otro gran
politólogo brasileño, cree que los países de nuestra América deben aprovechar
esta circunstancia de reordenamiento mundial.
El presidente de Francia, Macron, inició también su
gobierno con un discurso cuyo centro estuvo en el fortalecimiento de la
soberanía y de conjugar la de Francia con la de Alemania, para un resurgimiento
de ese imperio debilitado, pero imprescindible y fundamental que es la Unión
Europea.
Pese a sus contradicciones, el discurso de Trump es un
llamado revitalizador de la parte dormida del mundo donde los argentinos
estamos, pese a nuestro pasado, tan alto que nos parece un futuro inalcanzable.
Transciende la política norteamericana y busca una
clave de paz mundial: no entre estados transculturizados y económica y
políticamente sometidos, sino entre naciones orgullosas de su ser y de su
destino. Pero lo que ocurre es que el factor de dominación y dependencia supera
hoy la realidad de los estados medios y menores. El esquema de Trump es
contradictorio, al menos por ahora, con el poder imperial de Estados Unidos.
Son muchos los países que parecen renunciar a su perfil nacional, a su calidad
de vida y su cultura como alimento de su particularidad. Pero cabría
preguntarse qué destino podrá tener el llamado a una política grande,
pronunciado por Trump en las Naciones Unidas. No fue un simple enunciado, sino
un llamado para un cambio civilizatorio.
El tema de la decadencia vital de Occidente, pese a
sus enormes dones culturales y su historia, parece llevar a Trump y su partido
a una estrategia de refortalecimiento de energías de las naciones soberanas,
como ocurrió a partir de los compromisos de Westfalia, cuyos reflejos
alcanzaron a las Tres Américas que resurgieron de este impulso con las
emblemáticas figuras de Washington, Miranda, Bolívar y San Martín.
Kissinger pensaría que ahora, como entonces,
correspondería liberar las fuerzas de autenticidad nacional de ese leviatán
fagocitador de la llamada "globalización" (cuyos dueños ocultan sus
rostros).
Por ahora, sin embargo, vemos proliferar soberanías
nominales absorbidas por un omnímodo poder financierista mundializado que
condiciona culturas, tradiciones de vida y orgullo existencial. Hasta China
después de Deng Tsiaoping parecería más feliz con su actual máscara capitalista
que con la del maoísmo duro y fundacional.