Autor: Antonio CAÑIZARES,
cardenal arzobispo de Valencia
Católicos-on-line, diciembre
2019
En una Instrucción pastoral
de la Conferencia Episcopal Española de 2002, siguiendo las enseñanzas de la
Iglesia sobre «valoración moral del terrorismo», se afirmaba que «España es
fruto de uno de esos complejos procesos históricos que han dado lugar a la
nación», que en el pensamiento de San Juan Pablo II «es la gran comunidad de
hombres que están unidos por diversos vínculos, pero sobre todo, precisamente,
por la cultura».
No hablo como político, como
tantas veces me veo obligado a aclarar y desmentir, sino como obispo que tiene
el deber y la obligación moral de enseñar a los fieles y decir a todos lo que
Dios nos señala, por ejemplo en los diez mandamientos. En concreto en el
cuarto: «Honrar padre y madre». Es enseñanza tradicional e ininterrumpida de la
Iglesia –así lo aprendimos desde niños y nos enseñaron nuestros padres–que
«este mandamiento se extiende a los deberes de los ciudadanos respecto a su patria»
(n. 2199), como indica el Catecismo de la Iglesia Católica, lo que conlleva que
«el amor y el servicio de la patria forman parte del deber de gratitud y del
orden de la caridad» (n. 2239).
Hablar de España, defender a
España, pedir el cumplimiento de los deberes que todos los ciudadanos de España
tenemos respecto a ella, y el que pida que respetemos a España, la nación y
patria que somos, no es salirme de mi deberes como obispo. La otra noche, en un
acto conmemorativo del aniversario del nacimiento de un medio de comunicación
valenciano, decía públicamente que a un medio de comunicación y a los políticos
les corresponde la defensa y protección del bien común -del que se habla poco,
por cierto, en el ámbito político-, y que ese bien común en estos momentos se
llama España, no cerrada en un nacionalismo excluyente, sino como le
corresponde, como patria abierta a todos y un proyecto común de sociedad.
España, como sociedad y
ámbito social y cultural, preexiste con anterioridad a la existencia de diversas
configuraciones territoriales u organizativas que se han dado con posteridad al
acontecimiento del III Concilio de Toledo, en el siglo VII, que da lugar a la
«Hispania» que somos. Lo que somos como proyecto de vida en común hace
referencia a aquel origen y a la tradición viva y dinámica que de él dimana,
origen de unidad y de tradición viva en unidad que debiera perdurar porque
amamos y perdura España. Esta es la historia en su verdad no distorsionada. No
me ruborizo en decirlo –no soy «patriotero»–, porque esto integra y no excluye
a nadie, une e integra a todos: amo, amamos y me importa o nos importa
muchísimo España. Apartarse de eso, de la unidad que somos o debilitarla ha
acarreado... lo podemos comprobar en la historia de siglos: división, enfrentamiento,
rupturas y debilidad. La última de nuestras rupturas fue la guerra civil del
36, durísima, que no queremos que reaparezca ni por asomo, que enfrentó, al
menos, dos Españas.
Gracias a Dios el sentido
genuino de la Transición logró restañar divisiones y heridas y alcanzar la
unidad y concordia de los españoles que selló la Constitución de 1978. ¿Qué
interés hay en borrar esta página que asombró al mundo entero y nos ha hecho
gozar de esta paz, de esta democracia y desarrollo que disfrutamos?: es fuerza
de progreso porque la unidad trae progreso, bien común que es inseparable del
bien de la persona, de su dignidad y de sus derechos fundamentales. Y la mejor memoria histórica es mirar al
futuro, trabajar codo con codo en un proyecto común esperanzado y reconciliador
de sociedad que se llama España y mirar adelante, no hacia atrás.
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