el palco de la muerte y la misteriosa
identidad del hombre izado por los pelos
Daniel Cecchini
Infobae, 20 de
Junio de 2022
Debía ser una
fiesta popular para celebrar el retorno definitivo de Juan Domingo Perón a la
Argentina, pero terminó en una masacre. Al final del 20 de junio de 1973, ya se
había escrito con sangre que ese día quedaría en la historia como una de las
jornadas más trágicas de la vida política argentina.
Porque al terminar
esa jornada que debía ser de celebración se contabilizaban decenas de muertos y
cientos de heridos –nunca se pudo establecer fehacientemente el número de
víctimas– bajo las balas disparadas por grupos de la ultraderecha política y
sindical del peronismo que, sostenidos logísticamente y amparados por diversas
reparticiones del propio Estado, atacaron a la multitud.
La Masacre de
Ezeiza fue, en ese sentido, un primer ensayo del terrorismo de Estado que,
menos de un año después, sectores del peronismo en el gobierno –utilizando los
recursos del Estado y en coordinación con las fuerzas de seguridad– desatarían
a través de grupos parapoliciales como la Triple A y la Concentración Nacional
Universitaria (CNU), entre otros.
En los días
subsiguientes –sobre todo después del discurso del 21 de junio pronunciado por
Perón a través de la cadena nacional– también quedaría clara otra cosa: que el
equilibrio político que Juan Domingo Perón había hecho desde el exilio
aglutinando dentro de la resistencia a sectores con proyectos políticos e ideológicos
totalmente divergentes estaba definitivamente roto.
La última vuelta
El 11 de marzo de
1973 un vendaval de votos había consagrado a la fórmula del Frente
Justicialista de Liberación y, el 25 de mayo, Héctor J. Cámpora asumió la
presidencia en un clima de fiesta y expectativa popular.
Recuperada la
democracia, el país entero esperaba el regreso definitivo de Perón, programado
para el 20 de junio, el Día de la Bandera, aniversario de la muerte del general
Manuel Belgrano.
Para organizar la
fiesta del regreso se conformó una comisión cuya composición marcaba un
desequilibrio evidente en la importancia de cada sector en pugna dentro del
movimiento peronista.
La convivencia
festiva en el avión de Alitalia en noviembre del año anterior era ahora una
lucha tensa por acumular posiciones de poder, que se reflejaba en la
composición de la comisión organizadora del retorno.
Juan Manuel Abal
Medina, Norma Kennedy, el coronel (RE) Jorge Osinde, José Rucci y Lorenzo
Miguel, sus integrantes, decidieron que el palco para recibir a Perón se
emplazaría en el cruce de la Autopista Ricchieri y la ruta 205 para permitir el
acceso y participación de los millones de argentinos que acudirían a ver a su
líder en el regreso definitivo.
Y así fue,
millones de personas marcharon a Ezeiza, amas de casa, obreros, estudiantes,
ancianos, niños, inválidos, militantes, curiosos, todos buscando un lugar para
ver y escuchar a Perón.
Las banderas y
pancartas eran como jeroglíficos gigantes: JP, JRP, FAR, Montoneros, ERP 22 de
agosto, ATE, Atsa, banderas sindicales, de agrupaciones, de la FUA, la Fulp, el
Faep, el Furn y cientos más de siglas pintando un fresco de letras que ondeaban
en el aire de un día frío y apacible.
El palco y la
emboscada
El palco montado
para poner proveer información por altoparlantes estaba cerca del Puente 12,
Ciudad Evita, muy cerca del aeropuerto donde debían llegar Perón, su esposa, el
presidente Cámpora, el secretario privado López Rega y los sindicalistas José
Rucci y Lorenzo Miguel, titulares de la CGT y las 62 Organizaciones Peronistas
respectivamente. La locución estaba a cargo nada menos que de Leonardo Favio.
Pero en sus
alrededores se estaban preparando la masacre, los guardias de la Comisión
Organizadora de Osinde y Norma Kennedy se paseaban impacientes. Eran cientos,
entre matones sindicales, militantes del CdeO, de la Alianza Libertadora,
militares y policías retirados y algunos mercenarios franceses contratados por
Ciro Ahumada, un ex capitán del Ejército que había participado de la
resistencia peronista y en algún momento empezó a trabajar para los servicios
de inteligencia del Estado.
Estaban armados
con fusiles Fal, subametralladoras Uzi, Ingram y Halcón. El operativo
paramilitar contemplaba también una retaguardia: unos días antes habían ocupado
el Hogar Escuela Santa Teresa, ubicado a unos 600 metros del palco y que tenía
facilidades para albergar a cientos de chicos internados. Los pibes fueron
testigos de cómo se instalaron las patotas en las dependencias destinadas a
estudiar y dormir.
Al frente de esa
maniobra estuvo Alberto Brito Lima, proveniente de la resistencia y de las
primeras agrupaciones de la Juventud Peronista y decidido a barrer del mapa a
la militancia de la izquierda peronista. El operativo estaba centralizado por
el propio Osinde y por Norma Kennedy, instalados en el Hotel Internacional de
Ezeiza, rodeados por hombres muy armados.
La multitud
Nunca se sabrá
cuánta gente se juntó ese miércoles, en los alrededores de Ezeiza. Los diarios
del día siguiente hablarían de tres millones. Años después la cifra fue
revisada a la baja, pero hasta los cálculos más conservadores siguieron
hablando de un millón: fue, sin duda, la mayor reunión de la historia
argentina.
En las cercanías
del Puente 12 había un ómnibus cubierto de banderas de FAR y Montoneros: era su
puesto de comando. Allí estaban Roberto Quieto y Marcos Osatinsky, máximos
dirigentes de FAR y también Mario Firmenich, número uno de Montoneros.
Las previsiones de
seguridad del grupo eran mínimas: apenas una veintena de militantes con algunas
armas para autodefensa pero sin ninguna previsión del ataque que habían montado
los grupos parapoliciales.
Mientras el avión
que traía a Perón estaba en vuelo y el clima aún estaba calmo, desde el
escenario, Leonardo Favio decía:
-¡Compañeros,
vamos a ensayar el recibimiento que le vamos a dar al general Perón cuando
llegue a este palco!
Favio había sido
nombrado “encargado de Ornamentación” del acto y, a su lado, estaba el locutor
Edgardo Suárez.
Los gritos de la
multitud hacían que muchos no se dieran cuenta de que habían empezado los
primeros ataques a las columnas de la izquierda peronista.
La hora de las
balas
Favio advirtió
algunas maniobras extrañas, pero no tenía idea del origen ni del plan de
quienes estaban a su lado, conectados con walkie talkie con Osinde y Norma
Kennedy.
-¡Compañeros, acá
ya hay más de dos millones y medio de personas! ¡Esto es inenarrable,
compañeros! ¡Por favor, compañeros, quédense todos en sus lugares! ¡Cada
peronista debe permanecer en su lugar! ¡Por favor, somos cuatro millones de
peronistas contra cinco dementes! – gritó por el micrófono.
Era muy difícil
ver qué estaba pasando. Favio, realmente desesperado, insistió:
-¡Que se bajen
todos de los árboles, repito: que se bajen de los árboles! ¡A partir de ahora,
los que queden en los árboles son considerados traidores! ¡Los enemigos ya han
sido visualizados!
Dijo, y una voz
que se coló por los altoparlantes agregó:
-¡Muy bien,
mátenlos, mátenlos!
Y otra voz,
marcial, la de Ciro Ahumada dijo:
-Ordeno que el personal
se baje inmediatamente de los árboles; les doy cinco minutos para hacerlo.
Están en la óptica de nuestros fusiles. Si no bajan los ejecutamos. Es una
orden.
Entonces, otra
vez, se oyeron los tiros. Miles y miles de personas se tiraron al suelo; el griterío
era estremecedor.
Mientras, en los
alrededores del palco, la confusión de la multitud era total. Millones de
personas seguían gritando, cuerpo a tierra, puteando, tratando de entender o
simplemente de evitar los balazos.
El tiroteo fue
decreciendo de a poco, dejando lugar al estupor, a la bronca, al espanto. Había
cientos de heridos: los sindicalistas y militantes del ministerio de Bienestar
Social que controlaban las ambulancias elegían a quién atender y a quién no.
La foto quedó como
emblema de aquella masacre. Mostraba a un hombre flaco al que levantaban,
tirándole de los pelos, desde la parte superior del palco. Se notaba que el
hombre, joven, intentaba resistir, trataba de agarrarse de algo mientras desde
abajo otros hombres, presumiblemente sus compañeros, lo tironeaban de los
pantalones para bajarlo, para salvarlo de las garras de quiénes quería izarlo.
Para matarlo ahí, arriba del palco.
Esa imagen fue
reproducida por diarios, revistas, noticieros y documentales, traspasó las
fronteras de la Argentina y fue vista en el mundo.
Durante años no se
supo el nombre del hombre flaco. Sobre él se tejieron dos suposiciones: que era
un militante de la izquierda peronista y que lo habían matado a golpes en el
palco. Hasta que, pasadas décadas de la masacre de Ezeiza, el periodista e
historiador Enrique Arrosagaray pudo develar el misterio.
-Ese tipo soy yo –
le dijo un hombre, señalando al hombre flaco que izaban de los pelos al palco.
El hombre ya no
tenía pelo, se llamaba José Rincón y vivía en Dock Sud. Aquel 20 de junio había
ido al acto desde Avellaneda.
-¿Con la columna
de la Juventud Peronista? – le preguntó Arrosagaray.
-Sí, pero no la de
Montoneros. De la otra – respondió.
-De la Jotaperra…
-Sí, de la
Jotaperra.
La Jotaperra era
la Juventud Peronista de la República Argentina, ligada a la ultraderecha
peronista. El hombre – contra lo que siempre se había creído – era un militante
sindical y no de Montoneros. Y, claro, estaba vivo y no muerto.
Los del palco lo
habían confundido. Lo contó así:
“Me llevan hasta
el borde, para meterme en el palco y la cosa se puso cruenta. Me hacen subir
por una escalerita para el primer palco en donde había estado la orquesta, y
cuando ingreso no te la quiero contar: la cantidad de trompadas que me dieron
los que me esperaban porque veían que me traían detenido… Yo, para ellos, era
montonero. Recibí para que tenga, para que reparta y para que guarde. Desde
arriba, desde el palco principal, pedían a los gritos que me subieran, luego
supe que era el lugar en donde ponían prisioneros a los que agarraban” relató.
Y siguió contando:
“Cuando me acercan
a ese borde no tienen mejor manera de levantarme que de los pelos. Porque en
ese momento tenía pelo, Y me levantan de los pelos nomás; pero algunos de los
que estaban abajo no querían que me subieran, me querían matar ahí, por eso me
tiraban de los pies para abajo. Si mirás en la filmación, yo muevo las manos,
desesperado, porque quiero agarrarme de la baranda del puente o de algo, y cuando
me agarro, pego el tirón y me suelto de los que me estaban agarrando de los
pantalones y caí casi parado allá arriba”.
Una vez arriba del
palco no lo mataron, pero se salvó por un pelo. Atinó a decir que lo
identificaran, que tenía un brazalete de la Juventud Sindical, que no era
“monto”.
“¿Viste ese que
aparece en todas las filmaciones con anteojos negros? – le relató a Arrosagaray
-. Apenas aterrizo, ese señor viene con una pistola tomada del caño para
partirme la cabeza con la culata. Me cubro ‘¡No me pegue!’, le grito ¡primero
identifíqueme!, y el tipo frena y me llevan hasta la cabina en donde transmitía
Favio, que ya estaba llena de gente, prisioneros, presos”.
Lo salvó un
compañero que lo reconoció. De ahí lo llevaron al Hospital de Ezeiza.
“Ahí veo a mi
novia y me entero de que me había estado buscando, le habían dicho que me
habían fusilado; me estaba buscando entre los muertos y heridos”, terminó de
contar Rincón.
El misterio de la
foto más emblemática de la masacre de Ezeiza quedó así revelado.
Desviado a Morón
Frente a la
masacre, el vicepresidente en ejercicio de la presidencia, Vicente Solano Lima,
ordenó desviar el avión. Para seguridad del General, no aterrizaría en el
Aeropuerto Internacional de Ezeiza sino en la base militar de Morón.
El avión de Perón
aterrizó a las 16.49 en la base militar de Morón, donde lo esperaban los
comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas.
El presidente
Cámpora habló al país a las 17.50:
-Compañeros y
compañeras: el general Perón ha pisado nuevamente el suelo de la patria. Está
perfectamente bien. Contento y satisfecho de este viaje que ha realizado con
toda normalidad, pero desde el aeropuerto de Ezeiza nos fue informado de que
elementos que están en contra del país pretendieron distorsionar el acto en el
cual se había congregado una muchedumbre nunca vista en el país de más de seis
millones de compañeras y compañeros para recibir jubilosamente a quien es el
conductor y el líder de la inmensa mayoría de la ciudadanía argentina (…) por
eso les pido que aquella frase del general Perón se haga nuevamente cierta en
esta oportunidad: de casa al trabajo y del trabajo a casa… - dijo.
Perón, el día
después
Al día siguiente,
Perón se dirigió al país por la cadena nacional. En un discurso conceptual, de
tonos épicos, agradeció al pueblo su fidelidad a la causa peronista y se
explayó sobre los lineamientos estratégicos para la reconstrucción del país,
devastado por las minorías.
En la única frase
que podría interpretarse como alusiva a la masacre ocurrida el día anterior, Perón
dijo:
-No es gritando
como se hace patria. Los peronistas tenemos que retornar a la conducción de
nuestro movimiento, ponerlo en marcha y neutralizar a los que pretenden
deformarlo de abajo o desde arriba.
En los diez años
siguientes, por la Argentina correrían ríos de sangre.
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