¿DE QUÉ VIVEN LOS POBRES?
ICIMISS, 20 OCTUBRE, 2019
Por Diego Born
Lejos de la difundida idea
de que muchos de los pobres prefieren no trabajar y vivir de planes sociales,
la evidencia muestra que siete de cada diez pesos que reciben los hogares
pobres son el producto de su trabajo y que solo uno de cada diez pesos proviene
de AUH, planes de empleo, becas y similares.
Buena parte de la población
está convencida de que los más humildes viven, en su mayoría, de “planes”. Y de
que esa es la causa por la cual “los que trabajan” se ven “asfixiados por los
impuestos”, que se usan para “mantener vagos”. Veamos si, efectivamente, los
pobres son pobres porque no se esfuerzan y prefieren vivir de planes…
¿Son (casi) todos
“planeros”?
La Encuesta Permanente de
Hogares (EPH) del INDEC deja en evidencia que, lejos de eso, la gran mayoría de
los ingresos de los hogares pobres procede del mercado de trabajo. De hecho, la
proporción de los ingresos provenientes del trabajo en los hogares pobres es similar
a la de los hogares no pobres. En contrapartida, las transferencias monetarias
directas dirigidas a la población vulnerable (planes de empleo y capacitación,
AUH, becas escolares y similares, tanto del estado nacional como de las
provincias y municipios) son apenas un complemento.
Tomando el último año para
el que disponemos de las bases de datos (del segundo trimestre de 2018 al
primero de 2019, periodo en el que la tasa de pobreza promedió 31,7%),
analicemos cómo se componen los ingresos de los pobres (indigentes y no
indigentes) y de los no pobres (en estratos, según la cantidad de canastas de
pobreza que representan sus ingresos). Vale recordar que, a valores de
septiembre, un hogar tipo del GBA (el monto varía de acuerdo con la composición
del hogar y a la región donde reside) necesitó alrededor de $35 mil para no ser
pobre y en torno a $14 mil para no ser indigente.
En los hogares pobres, el
70,5% de los ingresos totales provienen de ocupaciones laborales (sin incluir
los planes de empleo), valor que resulta apenas inferior al del promedio de los
hogares no pobres (73,0%).
Sin embargo, mientras que en
los hogares pobres casi la mitad de los ingresos laborales provienen de
ocupaciones informales (48%), en los hogares no pobres los ingresos de ocupaciones
formales representan el 84% de los ingresos laborales.
Dentro de los pobres, la
participación de los ingresos laborales es más baja entre los indigentes, entre
quienes además es mucho mayor el peso de las ocupaciones informales en la masa
de ingresos laborales. En los no pobres, la mayor participación de los ingresos
laborales se observa entre los sectores vulnerables (es decir, aquellos cuyos
ingresos familiares se ubican apenas por encima de la línea de la pobreza), y
el peso de las ocupaciones formales en el total del ingreso laboral se
incrementa a medida que más arriba de la pirámide se ubica el hogar.
En contrapartida, los
ingresos por transferencias directas no contributivas dirigidas a población
vulnerable como la AUH, los planes de empleo (con contraprestación laboral) y
de capacitación, las becas escolares, etc. representan solo el 9,3% de los
ingresos de los hogares pobres: del total de estos ingresos, el 84%
corresponden al ítem “ayuda social” donde el mayor aporte proviene de la AUH,
el 12% a planes de empleo y el 4% a becas.
De esta manera, por cada
ocho pesos de ingreso que los hogares pobres reciben por su trabajo, nos
encontramos con apenas un peso proveniente de este tipo de transferencias.
Desde otro ángulo, mientras
que el 85% de los pobres forman parte de hogares donde al menos uno de sus
integrantes tiene ingresos laborales (valor casi idéntico al de los no pobres,
86%), apenas el 0,5% de los pobres integra hogares en el que todo el ingreso
proviene de planes, AUH y similares.
En el caso de la población
en hogares indigentes, la participación de estas transferencias en el total de
la masa de ingresos alcanza al 25,2%, mientras que entre los pobres no
indigentes cae al 7,9%. El peso relativo que los ingresos por estas
transferencias tienen entre los indigentes no implica que sean sumas
cuantiosas, sino, simplemente, a que sus ingresos originados en otras fuentes
son exiguos: cada persona que integra hogares indigentes, en promedio y a
precios de septiembre, recibe unos $550 mensuales por medio de estas
transferencias, frente a los $3.600 que necesitaría para no ser indigente y a
los cerca de $9.000 que requeriría para no ser pobre.
Cabe señalar que estas
transferencias tienen distintos orígenes y objetivos. A diferencia del periodo
transcurrido entre fines de los noventa y los primeros años del siglo, cuando
la estrella eran los “planes de empleo”, actualmente la transferencia social
directa cuantitativamente más importante es la AUH que está lejos de ser “un
plan manejado por punteros”: constituyó una de las medidas de equiparación de
derechos más importantes de las últimas décadas (los hijos de los trabajadores
formales reciben ingresos por sus hijos por la vía de las asignaciones
familiares o por la de deducción de ganancias) y, junto a las moratorias
previsionales, fueron fundamentales para garantizar un piso mínimo de
protección social que alcanza a casi todos los niños, niñas y adolescentes y
adultos mayores de nuestro país.
Por otro lado, en los
hogares pobres los ingresos por jubilación o pensión ocupan el segundo lugar
luego de los ingresos laborales, al igual que entre los no pobres. Pero
mientras representan 15,2% del total de ingresos en hogares pobres, en el resto
representan una proporción mayor, especialmente en los sectores acomodados
(23,8%), donde también tienen un peso destacado los ingresos por rentas y
alquileres (3,4%). Los ingresos monetarios por cuota alimentaria o ayuda de
otros hogares están presente en todos los segmentos, pero en mayor medida en
los hogares pobres, especialmente entre aquellos que se encuentran en la
indigencia (5,6%).
Para el periodo analizado,
los ingresos de los hogares pobres representaron, en promedio, el 62% de lo que
hubieran requerido para alcanzar el umbral de la línea de la pobreza. Esto significa
que tuvieron los recursos necesarios para afrontar solo 18 días y medio de los
30 días del mes: 13 días con ingresos provenientes del trabajo, apenas algo más
de un día y medio con los ingresos por AUH, planes de empleo, etc., y los otros
cuatro días con ingresos de otras fuentes no laborales, especialmente
jubilaciones y pensiones.
Si los ingresos no alcanzan,
¿cómo (sobre)viven los pobres?
Al contemplar solo los
ingresos monetarios, la medición de pobreza no toma en cuenta otros recursos a
los que pueden echar mano los hogares para satisfacer sus necesidades ante la
carencia de ingresos corrientes, como recibir ayuda en especies (alimentos sin
cocinar o en comedores, ropa, etc.), descapitalizarse (gastar ahorros, vender
pertenencias) o endeudarse (con otros hogares o bien con bancos o financieras).
No obstante, la EPH también
nos aporta información sobre estas otras estrategias a las que recurren los
hogares (en los tres meses previos). Si bien de manera menos precisa que la
indagación exhaustiva por los ingresos, estos datos ofrecen pistas
interesantes.
El 13% de las personas
pobres integra hogares que declaran haber recibido mercadería (alimentos,
ropas, etc.) de parte de instituciones estatales y no estatales o, en medida
algo mayor, de parte de otros hogares, y esto adquiere especial relevancia
entre los indigentes (17,8%). Sin embargo, esto no es privativo de los pobres:
lo mismo se registra para el 5% de las personas no pobres, especialmente para
los segmentos vulnerables y medios bajos.
Por otra parte, casi una
tercera parte de los pobres se endeuda para solventar sus gastos, con bancos o
financieras, pero especialmente con otras familias (una cuarta parte de la
población indigente recibió préstamos de otros hogares). Entre los no pobres
los préstamos recibidos de otros hogares decrecen a medida que aumenta el nivel
de ingreso, pero esto no ocurre con los préstamos de bancos y financieras (sin
incluir aquí las compras con tarjetas de crédito), que se mantiene en torno al
15% en todos los segmentos.
Finalmente, otras de las
estrategias se vinculan a la descapitalización. El uso de ahorros para
solventar gastos alcanza al 30% de todos los segmentos de hogares, lo que, al
igual que el endeudamiento con bancos y financieras, puede ocultar fenómenos
disímiles: mientras que para algunos es una acción obligada para la
satisfacción de necesidades básicas, para otros el uso de ahorros bien podría
destinarse al consumo de ciertos bienes (electrodomésticos, por ejemplo) o
servicios (paseos, vacaciones) no esenciales, o bien para mantener un cierto
nivel de vida en coyunturas en las que se contrae el poder adquisitivo.
En
cambio, la descapitalización por la vía de la venta de pertenencias sí muestra
una mayor preponderancia entre los más desfavorecidos: la población en hogares
pobres que recurrió a esta estrategia en los tres meses anteriores (12,5%)
duplica a lo observado en la población de hogares no pobres (6,7%), y si se
comparan los segmentos extremos, la venta de pertenencias resulta casi cinco
veces más usual entre los indigentes que entre los sectores acomodados.
Cabe señalar que, tanto
recibir mercaderías como préstamos de parte de otros hogares, constituyen un
indicio de la importancia que tienen las redes de relaciones interpersonales en
las estrategias de mitigación de la carestía de recursos corrientes por parte
de los sectores más vulnerables. Pero, al igual que con la venta de
pertenencias, se trata de estrategias que muy probablemente encuentren
complicada su permanencia o eficacia en el tiempo cuando una crisis se
amplifica y es duradera.
¿Qué pasaría si no
existieran las transferencias sociales directas?
Si se decidiese eliminar
todos los ingresos que los hogares reciben en concepto de AUH, planes de
empleo, etc., la tasa de indigencia aumentaría entre 2,5 y 3 puntos
porcentuales, en tanto que la de pobreza total subiría alrededor de un punto y
medio. Esto muestra que las transferencias sociales directas tienen mayor
eficacia para garantizar un pequeño ingreso estable a los indigentes y para
evitar que una porción de los pobres no indigentes caigan en la indigencia, que
para reducir la pobreza.
Para ponerlo en perspectiva,
si bien un punto porcentual y medio equivale a casi 700 mil personas
(extrapolando los datos de las grandes ciudades, que es lo que cubre la EPH, a
todo el país), esta magnitud representa apenas una sexta parte del crecimiento
experimentado por la tasa de pobreza entre la segunda parte de 2017 (25,7%) y
la primera mitad de 2018 (35,4%).
En definitiva, dado el
carácter apenas paliativo (aunque necesario, hiper progresivo y, en muchos
casos, restitutivo de derechos) de las transferencias sociales directas, el
combate a la pobreza (y a la desigualdad) no debe pasar por la estéril
discusión sobre ellas, sino por cómo lograr reactivar el mercado de trabajo,
para que bajen la desocupación y la informalidad, y se recupere el poder
adquisitivo de los salarios.
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