sábado, 26 de octubre de 2019

LA ARGENTINA



un país que dejó de existir

Alejandro Katz

La Nación, 1 de septiembre de 2019 

La Argentina no existe. Dejó de existir hace ya mucho tiempo. No hay una comunidad de destino que encuentre, en la política, el modo de resolver conflictos, dirimir intereses y construir un horizonte de expectativas que le dé sentido a la vida en común. La economía argentina ha pasado en recesión 22 de los últimos 57 años. Entre ellos, los últimos ocho. 

La pobreza y la exclusión no hacen más que crecer. El futuro es, para todos los que carecen de riquezas, un territorio de amenazas antes que de esperanzas, de temores antes que de ilusiones. Quienes pueden ahorrar lo hacen en otra moneda. Y ya que el ahorro es el modo de protegerse de las incertidumbres del futuro, lo que dicen es que para ese futuro confían más en otros, en los que acuñan y cuidan esa moneda, que en los propios: quienes pueden viven su presente aquí, pero lo hacen extrayendo recursos para que su futuro no dependa de lo que aquí ocurra. Quienes no pueden padecen, con resignación y con ira, el lugar al que han sido arrojados por quienes todavía dicen ser sus compatriotas, pero que ya no comparten, con ellos, una patria.

La Argentina no existe. Hay, en todo caso, dos argentinas: un país rico, que se extiende desde la cordillera al Plata en la zona central del territorio, y otro, al norte y al sur y en los conurbanos de las grandes ciudades, empobrecido o directamente pobre. El economista Jorge Katz dice que no son dos, sino cuatro argentinas: una moderna, otra orientada a la explotación de recursos naturales; una más, industrial, atrasada, que vive bajo la protección estatal; otra, la Argentina excluida. Cuatro países que conviven pero no dialogan. 

Pablo Gerchunoff y Martín Rapetti mostraron que las mismas condiciones que favorecen el desarrollo económico y estimulan la inversión y la productividad de la Argentina rica afectan el bienestar de los asalariados y de las clases medias, y a la inversa.
Las crisis recurrentes son producto de esta fragmentación. Y las transiciones son el momento privilegiado para la expresión de los conflictos. 

Quienes han perdido las elecciones saben que el siguiente turno de gobierno no será el de la introducción de matices sobre la gestión anterior, sino el de la toma del poder por un otro demonizado, portador de todo lo malo. Quienes así piensan no carecen de fundamentos. Los cantos que se escuchan en las manifestaciones de uno y otro bando así lo prueban; unos gritan: "vamos a volver", los otros responden: "no vuelven más". Ambos aceptan que no están todos bajo el mismo techo, que no hay una casa común.

Ambos países tienen razón: no desde un punto de vista moral, sino puramente empírico. Cada gobierno ha probado ser incapaz de pensar en el interés general, que exige una administración cuidadosa de las prioridades del corto plazo y un diseño inteligente de los propósitos de largo plazo. Que exige entender cuáles son los intereses, las necesidades, los deseos, las aspiraciones y los temores de la otra Argentina, en lugar de imponer la agenda propia como si fuera la única posible.

La transición actual es la prueba hiperbólica de la indiferencia no solo de una Argentina respecto de la otra, sino de sus dirigentes en relación con cualquier idea de algo en común. Desde las elecciones primarias, ambos muestran que están mucho más interesados en satisfacer las expectativas de su tribu que en cuidar el interés general. Es más: sugieren que son capaces de destruir el interés general con tal de no decepcionar a sus respectivos seguidores.

Las distintas argentinas están cada vez más separadas y cada vez hay menos incentivos para pensar en un futuro compartido. Cada vez, los distintos grupos están más abroquelados sobre sus propios intereses, valores y lenguajes, y son menos capaces de escuchar y entender a los otros. Todos se sienten cada vez más amenazados y bloquean cualquier intento de transformación. Así, como en el juego de la oca, siempre volvemos a la casilla de partida.

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