un país que dejó de existir
Alejandro Katz
La Nación, 1 de septiembre
de 2019
La Argentina no existe. Dejó
de existir hace ya mucho tiempo. No hay una comunidad de destino que encuentre,
en la política, el modo de resolver conflictos, dirimir intereses y construir
un horizonte de expectativas que le dé sentido a la vida en común. La economía
argentina ha pasado en recesión 22 de los últimos 57 años. Entre ellos, los
últimos ocho.
La pobreza y la exclusión no hacen más que crecer. El futuro es,
para todos los que carecen de riquezas, un territorio de amenazas antes que de
esperanzas, de temores antes que de ilusiones. Quienes pueden ahorrar lo hacen
en otra moneda. Y ya que el ahorro es el modo de protegerse de las
incertidumbres del futuro, lo que dicen es que para ese futuro confían más en
otros, en los que acuñan y cuidan esa moneda, que en los propios: quienes
pueden viven su presente aquí, pero lo hacen extrayendo recursos para que su
futuro no dependa de lo que aquí ocurra. Quienes no pueden padecen, con
resignación y con ira, el lugar al que han sido arrojados por quienes todavía
dicen ser sus compatriotas, pero que ya no comparten, con ellos, una patria.
La Argentina no existe. Hay,
en todo caso, dos argentinas: un país rico, que se extiende desde la cordillera
al Plata en la zona central del territorio, y otro, al norte y al sur y en los
conurbanos de las grandes ciudades, empobrecido o directamente pobre. El
economista Jorge Katz dice que no son dos, sino cuatro argentinas: una moderna,
otra orientada a la explotación de recursos naturales; una más, industrial,
atrasada, que vive bajo la protección estatal; otra, la Argentina excluida.
Cuatro países que conviven pero no dialogan.
Pablo Gerchunoff y Martín Rapetti
mostraron que las mismas condiciones que favorecen el desarrollo económico y
estimulan la inversión y la productividad de la Argentina rica afectan el
bienestar de los asalariados y de las clases medias, y a la inversa.
Las crisis recurrentes son
producto de esta fragmentación. Y las transiciones son el momento privilegiado
para la expresión de los conflictos.
Quienes han perdido las elecciones saben
que el siguiente turno de gobierno no será el de la introducción de matices
sobre la gestión anterior, sino el de la toma del poder por un otro demonizado,
portador de todo lo malo. Quienes así piensan no carecen de fundamentos. Los
cantos que se escuchan en las manifestaciones de uno y otro bando así lo
prueban; unos gritan: "vamos a volver", los otros responden: "no
vuelven más". Ambos aceptan que no están todos bajo el mismo techo, que no
hay una casa común.
Ambos países tienen razón:
no desde un punto de vista moral, sino puramente empírico. Cada gobierno ha
probado ser incapaz de pensar en el interés general, que exige una
administración cuidadosa de las prioridades del corto plazo y un diseño
inteligente de los propósitos de largo plazo. Que exige entender cuáles son los
intereses, las necesidades, los deseos, las aspiraciones y los temores de la
otra Argentina, en lugar de imponer la agenda propia como si fuera la única
posible.
La transición actual es la
prueba hiperbólica de la indiferencia no solo de una Argentina respecto de la
otra, sino de sus dirigentes en relación con cualquier idea de algo en común.
Desde las elecciones primarias, ambos muestran que están mucho más interesados
en satisfacer las expectativas de su tribu que en cuidar el interés general. Es
más: sugieren que son capaces de destruir el interés general con tal de no
decepcionar a sus respectivos seguidores.
Las distintas argentinas
están cada vez más separadas y cada vez hay menos incentivos para pensar en un
futuro compartido. Cada vez, los distintos grupos están más abroquelados sobre
sus propios intereses, valores y lenguajes, y son menos capaces de escuchar y
entender a los otros. Todos se sienten cada vez más amenazados y bloquean
cualquier intento de transformación. Así, como en el juego de la oca, siempre
volvemos a la casilla de partida.
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