Autor: Pedro ABELLÓ,
ingeniero
Católicos-on-line, octubre
2019
Un amigo me pidió hace unos
días que le explicara, “para que pueda entenderlo”, qué es eso del Nuevo Orden
Mundial. Yo le dije que es, en esencia, el nuevo comunismo, un comunismo que
advirtió, ya en los años 30 del pasado siglo con Antonio Gramsci, que con la
revolución no se iba a conseguir imponer la sociedad comunista, puesto que el
modelo cultural occidental era demasiado fuerte para poder romperlo por la
violencia, y que sólo podría establecerse destruyendo la moral cristiana y
corrompiendo previamente la cultura occidental, herencia de Grecia, Jerusalén y
Roma; por eso se llama marxismo cultural, aunque sería más exacto “marxismo
anticultural”.
Las ideas de Gramsci fueron
desarrolladas y popularizadas en las décadas posteriores por la llamada Escuela
de Frankfurt, que las introdujo en las universidades y en los medios de
comunicación, convirtiéndolas progresivamente en hegemónicas a partir de los
años 60.
“Entonces – me preguntó –
¿es que se han vuelto comunistas las élites mundiales?”. “Las élites mundiales
– le contesté – aspiran al poder, a un poder – si es posible – sin límites, a
un poder total que no deje lugar a la más mínima contestación; en definitiva,
al totalitarismo perfecto.” Esa ha sido siempre la aspiración del poder, pero
nunca hasta ahora se habían dado las condiciones para conseguirlo, y todos los
poderes han ido cayendo víctimas de sus limitaciones.
Pero lo que el marxismo
cultural ofrece a las élites que ostentan el poder en el mundo es la forma – al
menos en teoría – de obtener un control prácticamente total sobre la población,
y a esas élites le importan poco las etiquetas, por lo que, ante lo atractivo
de la oferta, han adoptado gustosamente el modelo. Y hay que añadir que, a la
oferta original de ese modelo, se ha añadido posteriormente la importantísima
aportación del desarrollo tecnológico, que ofrece todos los instrumentos
necesarios para que ese control sin fisuras se convierta en realidad:
reconocimiento facial, microchips, etc.
Claro está que la
tecnología, por poderosa que sea, no conseguiría por sí sola el control de las
personas, en la medida en que éstas mantengan y valoren su voluntad de seguir
siendo libres. Y ahí entra el marxismo cultural, porque la finalidad del
marxismo cultural es precisamente anular la voluntad de las personas y
convertirlas en sujetos sumisos al poder, de modo que podría decirse que el
Nuevo Orden Mundial es la alianza entre el nuevo comunismo y el
post-capitalismo o el capitalismo financiero. La China de Xi Jinping puede
darnos cierta idea de hacia dónde tiende el modelo.
¿Y cuáles son los
instrumentos con los que ese marxismo cultural se plantea conseguir su
objetivo?
Se trata, en definitiva, de
destruir todo aquello que permite a la persona mantener el apego por su
libertad: su identidad, su cultura, sus raíces, su tradición, su religión. No
olvidemos que la civilización occidental, con independencia de lo que cada uno
piense o crea, se fundamenta en los principios y valores del cristianismo, en
la alta filosofía griega (“bautizada” por la escolástica) y en el derecho
romano. Y precisamente por ello son esos los objetivos que el marxismo cultural
pretende destruir.
¿Cómo lograrlo?
En primer lugar, mediante la
destrucción de la moral cristiana. El marxismo cultural, mediante la
infiltración y el control de los medios de comunicación, de las universidades y
del sistema educativo en general, ha conseguido que una parte creciente de la
población rompa con los principios de la moral cristiana y acepte otros
principios contrarios a la misma. Ese ha sido el resultado de la llamada
revolución sexual, que desde finales de los años 60 del siglo pasado ha
cambiado radicalmente la forma en que el occidental moderno aborda la
sexualidad. La generalización de los métodos contraceptivos, que posibilitan el
sexo libre y sin compromisos, la pornografía, el feminismo radical y, más
recientemente, la ideología transgénero, que pretende anular la naturaleza
masculina o femenina de las personas y convertirla en opcional, el rechazo a la
heterosexualidad como norma, la generalización de las uniones homosexuales, la
promoción del aborto, etc., todo ello ha creado un modelo cultural radicalmente
antagónico con el modelo que ha definido hasta hace poco tiempo nuestra
sociedad.
La contribución de los
medios de comunicación a ese cambio ha sido fundamental, promoviendo de todas
las formas posibles los nuevos modelos de comportamiento contraculturales.
Ese abandono de la moral
tradicional ha supuesto también, y como consecuencia, el abandono de la
práctica e incluso de la creencia religiosa, lo cual se ha visto favorecido por
la profunda crisis que atraviesa la Iglesia católica a partir de la conclusión
del Concilio Vaticano II, crisis también favorecida – si no provocada – por la
infiltración en la propia Iglesia desde los años 50 del siglo pasado de
elementos “liberales” partidarios de la adaptación de la Iglesia a la cultura
del “mundo”, elementos que hoy ocupan posiciones clave en su jerarquía. Como
resultado, estamos hoy ante una sociedad prácticamente atea que, aunque siga
siendo nominalmente cristiana, no conserva de ello más que el nombre.
En segundo lugar, mediante
el miedo. Una sociedad atemorizada es una sociedad fácilmente controlable, que
se pondrá sin dudarlo en manos de quien le ofrezca terminar con la causa de su
temor. Crear falsas amenazas y ofrecer las correspondientes falsas soluciones
es un viejo método de control social que todavía funciona de maravilla. El
poder ha jugado y juega constantemente con el miedo como elemento de control:
miedo a los atentados terroristas, miedo a las epidemias y, más recientemente,
miedo al calentamiento global, el alarmismo climático.
El terrorismo mantiene a la
sociedad sumida en el temor, y no pretendo decir aquí que se trate de un
fenómeno provocado con esa finalidad, pero lo cierto es que la respuesta
institucional al terrorismo deja mucho que desear, y la prueba más evidente es
la gran facilidad que se ofrece a los terroristas para entrar e instalarse en
territorio europeo a través de esa inmigración ilegal masiva sin control alguno
que los poderes de la Unión Europea – y el propio Vaticano – promocionan con
inusitado fervor.
Los brotes epidémicos de
ciertas enfermedades son masivamente utilizados por los medios de comunicación
para crear una sensación de amenaza y vulnerabilidad, muchas veces
absolutamente desproporcionada con relación a la magnitud real del problema
(recordemos el caso de la gripe A), que mantiene a la población en un estado de
permanente temor, proclive a la manipulación.
Y, finalmente, la hecatombe
climática, el planeta en peligro, el fin climático del mundo ante nosotros.
Difícilmente podía
encontrarse un elemento de manipulación y control social más efectivo que este
“terrorismo climático”, que tiene convencida a la mitad (por lo menos) de la población
mundial de que el mundo se acaba si no nos ponemos inmediatamente en manos de
las élites que tienen el poder de salvarnos del exterminio.
En realidad no sucede nada
que no haya estado sucediendo desde que el mundo es mundo, porque el clima
cambia constantemente, y así lo atestiguan los registros. Periodos cálidos y
periodos más fríos se alternan con regularidad, y no hay en ello motivo de
mayor alarma. Las predicciones catastrofistas dejan sistemáticamente de
cumplirse y la vida sigue con normalidad, pero nuevas predicciones alarmistas
vuelven a lanzarse a una población atemorizada, y el hecho de que nunca se
cumplan importa poco, porque la gente, en general, no es consciente de ello.
Quinientos científicos de
trece países han remitido recientemente un manifiesto al Secretario General de
la ONU denunciando el catastrofismo climático y anunciando que no existe ningún
tipo de emergencia climática, pero la gente no lo sabe y el bulo sigue
funcionando. El miedo como elemento privilegiado de control social.
En tercer lugar, mediante la
destrucción de las identidades culturales, nacionales y religiosas. El hombre
que tiene raíces y se aferra a ellas es difícilmente manipulable, valora su
identidad y los elementos que la constituyen, y valora su libertad. La
destrucción de esas raíces es fundamental para convertir al hombre en un sujeto
manipulable y sumiso. La identidad religiosa, como hemos visto, ha sido ya
destruida en una gran parte de la población occidental. La identidad nacional
se torna cada vez más borrosa con la promoción cultural de las entidades
supranacionales, que centralizan en medida creciente el poder en detrimento de
la capacidad de los estados nacionales, cuyas competencias son cada vez más
reducidas. El europeo depende cada vez más de instancias que escapan casi
totalmente a su control, y los medios le convencen de que las naciones no
tienen ya sentido en un mundo global.
Pero el elemento clave en
esta destrucción de las identidades es la mezcla cultural, la transformación de
la sociedad en un batiburrillo de razas y culturas, en gran medida
incompatibles entre sí, que borre progresivamente los límites de cada una de
ellas hasta lograr una población “multicultural”, es decir, sin cultura
definida alguna. Y para ello el marxismo cultural en el poder promueve la
inmigración ilegal masiva sin control alguno, manipulando sin escrúpulos los
sentimientos y la solidaridad natural de las personas.
El principal derecho de las
personas es el de permanecer en su lugar de origen y tener allí las oportunidades
necesarias para vivir dignamente, no el de emigrar a países extraños. Si todo
el dinero que los poderes emplean en crear conflictos que vacían los países lo
empleasen en crear estructuras económicas y culturales viables en esos países,
las personas no tendrían necesidad de emigrar. Occidente está vaciando África,
la está privando de sus jóvenes y, por tanto, de su futuro, en vez de
contribuir a crear las condiciones para que esa juventud tenga allí un futuro.
Por otra parte, las naciones
occidentales tienen derecho a preservar su cultura y su equilibrio; tienen
derecho a gestionar la inmigración, a decidir quién entra en sus países y en
qué condiciones; tienen derecho a imponer obligaciones a los que llegan,
obligaciones de respeto a la cultura local y de acatamiento de sus leyes;
tienen derecho a decidir cuántos inmigrantes pueden ser admitidos con los
medios disponibles, a fin de que su integración pueda ser efectiva.
Los gobiernos occidentales
han renunciado a toda capacidad de gestión sobre la inmigración, poniendo en
riesgo conscientemente – y diríase que voluntariamente – el futuro de la
cultura, del equilibrio e incluso de la paz social en sus países. No hay en
ello casualidad ni imprevisión alguna.
¿Qué se busca con todo ello?
Un mundo sumiso y
manipulable. La edad de la democracia ha pasado, aunque el nombre se conserva
para mantener ciertas apariencias. El poder ha tenido siempre voluntad de
permanencia. Hitler hablaba del Reich de los mil años, Napoleón pretendía
dominar Europa construyendo un nuevo orden revolucionario… Hoy esa permanencia
está más al alcance. Todo poder aspira hoy a perpetuarse, a destruir al
adversario, a no dar lugar a alternancia alguna, a constituirse en dueño
absoluto. Una población consciente de su libertad y dispuesta a utilizarla es
el principal obstáculo que se opone a ese deseo. La libertad no ha estado nunca
más amenazada que en nuestro tiempo, y probablemente lo estará cada vez más.
Una parte creciente de la población está renunciando ya a ella cada día. Sobre
el futuro se ciernen nubes muy oscuras, pero sigue habiendo mucha gente que no
se resigna, y, en definitiva, nunca han sido las mayorías las que han
encontrado la salida a las crisis. Siempre son las minorías resueltas las que
hacen que el mundo avance; siempre es el “pequeño resto” que sigue creyendo en
la dignidad absoluta de la persona humana, que sigue creyendo y confiando en
Dios, el que puede encontrar y mantener su libertad incluso en las condiciones
más críticas, poniendo su confianza en Aquél que nunca ha dejado de ser el
Dueño de la Historia.
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