y democracia: ¿un
mal casamiento?
Por Luis María
Bandieri
Publicado en la
academia.edu
Justicia
constitucional y democracia forman, para el grueso de las exposiciones
académicas y para el núcleo de la enseñanza del derecho, un matrimonio
inevitable y bien congeniado. La justicia constitucional resulta el custodio
indispensable de la democracia y la democracia, a su vez, no se concibe sin la
protección judicial de su fundamento constitucional. Sin embargo, a poco que se
examine, aparecen, en esa vida conyugal desde afuera tan armoniosa, los
“problemas de incomunicación en la pareja”, la “incompatibilidad de caracteres”
y hasta notorias infidelidades. Cuando el jurista se remonta a los orígenes,
observa que la justicia constitucional nació más bien como un freno a
manifestaciones de la democracia, que, por otra parte, no acepta en principio
otro guardián de la constitución que el propio poder constituyente que la ha
decidido; esto es, circularmente, el propio pueblo. La democracia -¿quién
decide?- y la justicia constitucional -¿quién decide qué puede y qué no puede
decidirse?- aparecen recelándose mutuamente, y aunque esta situación inicial
haya quedado paulatinamente soterrada bajo el discurso constitucionalista,
continúa presente. Podría afirmarse que transcurrimos hoy un estadio
posdemocrático, donde el papel protagónico se ha trasvasado del pueblo soberano
a la justicia constitucional como instancia política suprema –ya veremos con
qué insuperables límites.
La finalidad de
esta comunicación es poner de manifiesto los principales rasgos de este
proceso, cuyas señales están suficientemente reconocidas en la literatura
jurídico-constitucional, pero que suele caer en el “ángulo ciego” del grueso de
los expositores académicos y de la docencia del ramo.
Qué entendemos por
“justicia constitucional”
Entendemos en este
contexto como justicia constitucional la que se ejerce por medio de una
jurisdicción judicial (ya sea de modo difuso o concentrado) que tiene la potestad
de invalidar y apartar del ordenamiento jurídico vigente, actos de particulares
o de agentes públicos y toda clase de normas (incluidas disposiciones
constitucionales (𝟏), por
considerarlas contrarias a la constitución y a los tratados posmodernos de los
derechos humanos con igual jerarquía que aquélla, asumiendo funciones de
legislador tanto negativo, por lo anulatorio, como positivo para integrar,
sustituir o exhortar a la ampliación en algún punto del ordenamiento jurídico
(sentencias “manipulativas”), e incluso de poder constituyente (𝟐). La función de control judicial corriente,
consistente en que, durante el juzgamiento de un caso concreto, el juez, si hay
normas contradictorias de igual o diferente nivel, prefiere la que entiende más
acorde con el orden constitucional, dejando de aplicar la otra, no resulta un
ejercicio de justicia constitucional –cuyo núcleo es la potestad invalidante-
ya que aquella selección de la norma no trasciende del caso decidido y la norma
prescindida no sufre menoscabo formal, ya que no ha sido enjuiciada ni el
pronunciamiento va contra ella. La justicia constitucional ejerce, pues, un
señorío supremo sobre cómo deben entenderse, aplicarse y desplegarse la
constitución y las convenciones sobre derechos humanos, con facultad
fulminatoria sobre lo que considera apartamientos de aquél bloque y con
facultad generativa de acrecerlo. Sus decisiones, que junto con el mismo bloque
de constitucionalidad se convierten en fuente capital de derecho, se
encuentran, por lo tanto, en una posición superior a las decisiones de los
demás poderes constituidos.
La justicia
constitucional deriva de la noción de “supremacía constitucional”: si la
constitución es “ley suprema”, su inobservancia afecta esa condición de
“supremacía”, lo que exige un poder encargado de su preservación; un custodio,
en otras palabras. La justicia constitucional es una especie del género de
protectores de la constitución. No es la única forma de protección, porque
reconocer la supremacía nada dice sobre el órgano llamada a aplicarla, aunque
en el discurso del constitucionalismo aparezca la justicia constitucional en el
centro de la escena, como casi exclusiva protagonista de aquella defensa. Por
otra parte, la transformación posmoderna de la idea de constitución concibe a
ésta como el derecho supremo, que sujeta todo lo jurídico, y que a la vez
encarna la única supremacía política. La justicia constitucional, entonces,
como ejecutora y protectora de aquella supremacía, jurídica y política, aunque
sus decisiones se tomen en un proceso constitucional y bajo la forma técnica de
una sentencia, se convierte en una suprema instancia política. Puede
enmascararse esta dimensión política ineludible de los fallos de la justicia
constitucional entendiéndolos como puesta en acto de una impersonal “soberanía
de la constitución”, esto es, de la soberanía de una ley fundamental que habla
por las sentencias. Pero en la soberanía se manifiesta una voluntad que se
expresa de modo existencial, en el plano del ser, no en el del deber ser. La
“soberanía” de la constitución, entonces, expresa la voluntad de quien quiere y
puede decidir en su nombre; en este caso, el tribunal constitucional (3). (O,
si se quiere, la voluntad de cuatro ministros sobre siete en la actual
composición de la Corte Suprema de Justicia argentina, de cinco sobre nueve en
el caso de su similar norteamericana, o de seis sobre cinco en el Supremo
Tribunal Federal brasileño).
Qué entendemos por
“democracia”
“Democracia”
resulta un término equívoco, en cuanto puede aplicarse a significados no ya
simplemente diferentes sino sin conexión alguna entre sí. La extrapolación del
término “democracia” fuera del ámbito jurídico y político que como forma de
gobierno le corresponde lo ha transfigurado en una afirmación ideal de amplísimo
espectro, que abarca desde las relaciones personales hasta la esfera mundial,
provista además de contenidos morales y hasta cuasi religiosos. Así, por
ejemplo, junto a la mención a una convocatoria a “elecciones democráticas” en
algún país, se habla de “llevar la democracia” al seno del matrimonio,
refiriéndose a la unión de personas del mismo sexo. O, cuando en la Argentina
se procedió a establecer el monopolio oficial en la transmisión de los partidos
del fútbol profesional, se lo presentó como “un paso grande en la
democratización de la sociedad argentina”. Sobre términos equívocos, unidos por
el sonido antes que, por el sentido, resulta imposible edificar un concepto.
Respecto de esta dificultad, recuerdo dos valiosas opiniones. La primera, de Bertrand
de Jouvenel: “las discusiones sobre la democracia, los argumentos a favor o en
contra carecen de valor intelectual desde que no se sabe de qué se está
hablando” (4). La segunda, de Giovanni Sartori: “con alguna inclinación a la
paradoja, se podría definir a la democracia como el nombre pomposo de algo que
no existe” (5).
Partiendo de lo
generalmente aceptado, la democracia se presenta como gobierno del pueblo por
el pueblo mismo. Es decir, una monarquía del pueblo donde éste es monarca o
súbdito simultáneamente, según los puntos de vista, como anotaba Montesquieu
(6); en otras palabras, forma de gobierno donde existe una identidad entre
gobernantes y gobernados (7). La idea básica de la democracia es que los
ciudadanos gobernados elijan a los ciudadanos gobernantes, siendo todos iguales
ante la ley. La soberanía del pueblo es el mito fundante y núcleo dogmático de
la democracia, sobre el que reposa la legitimidad de los gobiernos. “A través
del sufragio, que es expresión de su voluntad, será [el pueblo] monarca puesto
que la voluntad del soberano es el mismo soberano”, señalaba el mismo
Montesquieu. La formación de esa voluntad echa mano a la regla de la mayoría.
El recurso a la regla de la mayoría no es un dogma (el dogma afirma que el
pueblo es el soberano, no el número ni la mayoría), sino una técnica (8)
enderezada a poner de manifiesto la voluntad del pueblo, visto que la
unanimidad, implicada teóricamente en las nociones de soberanía popular y
voluntad general, resulta en la práctica irrealizable. La mayoría implica la
existencia y reconocimiento de una minoría, que acepta de antemano como válidas
las decisiones tomadas de acuerdo con la regla mayoritaria, y espera ser la
mayoría mañana. El axioma democrático afirma que la parte vencida en la votación
acata la decisión de la mayoría porque ha concurrido al proceso electoral no
forzada sino por su propia y exclusiva voluntad. Cuando la regla mayoritaria ya
no se reconoce como una técnica para obtener la decisión, sino como un dogma
que convierte a la mayoría en la expresión absoluta de la “voluntad general”,
esto es, cuando se identifica a la mayoría con la presunción de unanimidad, se
abre la posibilidad de una tiranía de las mayorías, o “democracia totalitaria”
(9). Aquí estamos ante un punto crucial de la teoría democrática. Por una
parte, no existe democracia que pueda llamarse tal sin el reconocimiento, que a
la vez es mito fundante y criterio de legitimación, de la soberanía del pueblo
(10). La característica profunda de la soberanía popular es que, por principio,
no cabe limitarla. La democracia, que como forma de gobierno surge de la
soberanía popular, es una “cracia”, un poder que se impone sobre el supuesto de
que es un poder de todos, del pueblo como organismo colectivo (11), y no el
privilegio de unos pocos o de uno solo.
Aquí se ve la
dificultad democrática, porque, como dice Pierre Rosanvallon, la democracia más
que una solución es un problema (12). La voluntad general expresada
hipotéticamente por la mayoría no resulta siempre acertada. El propio Rousseau
condiciona el acierto de la mayoría a la condición por cierto muy difícil de
que en aquella estén “todos los caracteres de la voluntad general”, esto es,
que reflejen el bien común, y agrega: “cuando cesan de estar en ella,
cualquiera fuese la decisión que se tome, no hay libertad”. La mayoría,
identificándose con la voluntad general, puede oprimir tiránicamente al resto.
Y la experiencia histórica muestra suficientes casos de gobiernos tiránicos
democráticamente elegidos y hasta plebiscitados. La dificultad democrática
reside, en suma, en que no cabe afirmar a la vez que el pueblo soberano es
quien crea y legitima el poder y luego impedirle que se sirva de ese poder del
modo que crea conveniente.
Las maneras de
evitar un desmadre de la democracia han sido, principalmente, dos: el sistema
representativo, por una parte; la conformación de un núcleo indecidible por la
regla mayoritaria, conformado por los derechos humanos, por la otra. Aunque la
corriente principal del discurso constitucionalista (y con especial énfasis el
neoconstitucionalista) afirme que estas dos aduanas opuestas a las decisiones
democráticas tomadas de acuerdo con la regla mayoritaria resultan en sí mismas
democráticas o conditiones sine quibus non para la “verdadera” democracia,
especialmente la “democracia constitucional”, cabe señalar que ellas son no
democráticas, en el sentido de forma de gobierno asentada en la soberanía del
pueblo, más arriba expuesta.
Lo no democrático
del sistema representativo
En cuanto a la
primera barrera, el sistema representativo (13), cabe observar que Rousseau, en
páginas que mantienen actualidad, lo repudió coherentemente como derogatorio de
la soberanía popular. La soberanía, que consiste en la voluntad general, es inalienable
y no delegable; la voluntad no se representa: en cuanto se transfiere al
representante, ya no es la voluntad del soberano popular. Y no se privó en este
punto el ginebrino de un sarcasmo al pueblo inglés, que se piensa libre y no lo
es, ya que, una vez pasado el momento de elección del Parlamento, pasa a ser su
esclavo. Los diputados del pueblo no son sus representantes sino, en todo caso,
sus comisarios, que nada pueden decidir fuera de la comisión encomendada y sin
la ratificación del pueblo (14).
Carl Schmitt
señaló la cohabitación en el Estado moderno de dos principios políticos
formativos contrapuestos: el principio de identidad y el principio de
representación. El principio de identidad corresponde a la democracia como
soberanía del pueblo: el pueblo reunido no representa al soberano, es el
soberano. El principio de representación viene de la monarquía, ya que el rey
representa la unidad política. Es el sentido de la frase “l´Etat c’est moi”
atribuida a Luis XIV. No hay ningún Estado donde se haya puesto en práctica
absolutamente el principio de identidad, de democracia directa pura ejercitada
por el pueblo presente consigo mismo, sin diferenciación de gobernantes y
gobernados, ya que ello acarrearía la disolución de la unidad política. En cuanto
al principio de representación, la monarquía absoluta representa, en Occidente,
el máximo grado de su realización. Pero tampoco es concebible donde dicho
principio alcance una realización plenaria, porque implicaría la desaparición
del pueblo como sujeto y como objeto de la política. En el Estado de Derecho
liberal, asentado en la “democracia representativa”, Schmitt ve una fórmula
mixta y de compromiso entre la identidad democrática y la representación de
raíz monárquica. “Lo representativo es precisamente lo no-democrático en esa
democracia”. Y agrega: “en tanto que el Parlamento es una representación de la
unidad política, se encuentra en contraposición con la Democracia” (15).
Por su parte, Hans
Kelsen, que, como vimos, también define la democracia a partir del principio de
identidad, se refirió a que “la ficción de la representación ha sido instituida
para legalizar el parlamentarismo bajo el aspecto de la soberanía del pueblo”.
Repite más adelante que se trata de una “patente ficción” y le encuentra como
beneficioso haber “mantenido en un nivel sensato el movimiento político de los
siglos XIX y XX, que se hallaba bajo la inmensa presión de la idea
democrática”. De ese modo “haciendo creer que la gran masa del pueblo se
determinaba políticamente a sí misma en el Parlamento elegido, impidió una
hipertrofia excesiva de la idea democrática en la realidad política”. Coincide,
pues, con Schmitt en el carácter no democrático de la representación y remacha
aún el carácter de “crasa ficción radicante en la teoría -desarrollada a partir
de la Asamblea Nacional francesa de 1789- de que el Parlamento, con arreglo a
su naturaleza, no sea más que un representante del pueblo, cuya voluntad no
puede manifestarse más que en los actos de aquél” (16). En otra obra, el jurista
de Praga afirmó que, en el sistema representativo, al dogma de la soberanía
popular no le queda otro papel que el de una “máscara totémica” (17).
La crisis del
sistema representativo es notoria a escala global. El pueblo, como presencia
real del cuerpo político que porta el título de soberano, tanto en los niveles
nacionales, provinciales o municipales, carece de vías auténticas de
participación en la res publica, especialmente en la designación de los
gobernantes y en la posibilidad cierta de revocarles sus magistraturas, así
como tampoco la conducta de las dirigencias –el ejemplo, según Burke es el
único argumento válido en la vida política- alienta las virtudes cívicas. Ha
sido sustituido por un público pasivo, medido en percentiles estadísticos por
los encuestadores, cuyos análisis cuantitativos han ocupado el territorio
antaño reservado a las reflexiones de la filosofía política. Los representantes
son autorreferenciales: representan los intereses de la clase política – la
“casta”- que integran tanto desde el oficialismo como desde la oposición. El
pueblo no participa de la vida pública por medio de la elección de
representantes, sino que elige representantes que lo gobiernan por su propia
cuenta. Los partidos políticos –que monopolizan la oferta de representantes- no
están entre ellos en verdadera competencia. Puede describírselos como empresas
de captación del voto del consumidor (ciudadano) hacia la imagen de un producto
(candidato) cuya venta se promociona por los mensajes del marketing político,
que se sirve como principal materia prima de las encuestas y tiene como
objetivo maximizar los beneficios a través del acceso a las magistraturas
públicas. La noción de pluralidad de partidos en competencia se relativiza en
una suerte de “partido único de los políticos”; en puridad, las diferencias
entre los partidos en un régimen democrático no se distinguen ya demasiado de
las rivalidades que oponen corrientes internas en un partido único como el PC
cubano o el gobernante en Corea del Norte, salvo que en el último caso se
identifica el partido con el Estado y en el anterior, con la sociedad civil. La
reacción se ha presentado, en general y en nuestra ecúmene iberoamericana con
rasgos particulares, bajo forma de líderes populistas que dicen interpretar los
anhelos de pueblos políticamente preteridos, y que arrogándose la
representación de la voluntad popular, mantienen cesarismos plebiscitarios con
los mismos instrumentos de los regímenes que critican, esto es, el clientelismo
por la reducción prácticamente a servidumbre de la parte menos favorecida de la
población, cuya supervivencia se alcanza con planes asistenciales de diverso
tipo, congelándola así en su situación menesterosa.
Por exceder los
límites de este trabajo solamente mencionaré de pasada la proliferación de
“poderes indirectos”, que, sin asumir responsabilidades políticas ejercitan
influencia sobre la toma de decisiones (holdings financieros, conglomerados de
mass media, grupos activistas con reivindicaciones relativas a la ecología, las
orientaciones sexuales, o que sirven de pantalla a operaciones de narcotráfico,
trata de personas, venta de armas y criminalidad organizada en general) y
alimentan la corrupción estructural de la vida pública. Tampoco abundaré sobre
el condicionamiento y manipulación de la opinión pública, a través de las
técnicas del marketing, con posibilidades que ninguna propaganda clásica tuvo
jamás, y la “fabricación” constante de consensos atribuidos a la voluntad
popular.
En la crisis del
sistema representativo, a la democracia se le ha perdido el pueblo y ya no sabe
dónde está.
Derechos humanos
vs. soberanía del pueblo
La segunda barrera
opuesta a un eventual desborde del ejercicio de la soberanía popular consiste
en configurar una suerte de santuario impenetrable a sus decisiones, cuya
presencia y perduración se constituye en presupuesto de cualquier ejercicio
democrático, y cuya custodia se confía a la justicia constitucional. Este
santuario resulta una zona no negociable, “un coto vedado” e inviolable, como propone
Garzón Valdés (18), “que requiere éticamente la intolerancia o si se quiere la
dictadura contra quienes pretenden invadirlo” (19). Tal santuario vedado a la
penetración de la soberanía popular está constituido por los derechos humanos
en su codificación constitucional y en los tratados del derecho posmoderno que
conforman bloque con aquélla. Se trata, pues, de un recinto de murallas
móviles, en continua ampliación, por el “efecto irradiante” y su “expansión
horizontal respecto de terceros” (20) de los derechos humanos. La misma
metáfora de “generaciones” de derechos fundamentales pone de manifiesto su
constante cualidad extensiva. Garzón Valdés enfatiza que quienes no comprendan
la importancia del complejo de derechos y valores básicos que encierra el coto
vedado, podrán ser incluidos en la categoría de “incompetentes básicos” y
quedarán sometidos a la imposición de decisiones por parte de quienes estén
rotulados como plenamente competentes al respecto. La sustracción a toda
injerencia, como la que podría surgir del ejercicio de la soberanía del pueblo,
llega, pues, a la propuesta de imponer acerca de lo resguardado en el santuario
una dictadura tutelar de los competentes (o que se autodeclaren tales) sobre
los “incompetentes básicos”, aunque estos fuesen mayoría.
En la
posmodernidad se ha ido configurando una constitución cosmopolítica
supraestatal y prácticamente desterritorializada; en otras palabras, un
constitucionalismo universal sin Estado, que considera al planeta como
tendiendo a ser una única polis. O, en todo caso, a un constitucionalismo
universal compartimentado en diversos “Estados constitucionales”, cuyos
instrumentos jurídicos fundamentales coinciden en el núcleo dogmático de los
derechos humanos y presentan sólo algunas divergencias en cuanto a la parte
orgánica (p. ej., regímenes presidencialistas o parlamentaristas; órganos
legislativos unicamerales o bicamerales, etc.).
Esta constitución
cosmopolítica está ligada al reconocimiento de los derechos humanos; esto es,
al reconocimiento de la humanidad del individuo como un valor en sí mismo, por
la sola pertenencia al género humano, independientemente de la voluntad de
Dios, de la naturaleza del mundo o del orden de la sociedad. Se considera,
pues, al género humano –o especie humana- como una entidad dada previamente a
sus variedades y manifestaciones particulares (21). En otras palabras, se
supone al género humano o especie humana como prefigurada antes de la historia,
cuando, en puridad, los seres humanos aparecen en sus manifestaciones y
variedades particulares, como por ejemplo los distintos idiomas vernáculos, y
luego, partir de ellas, se establecen los conceptos de género humano, especie
humana y Humanidad. No le faltaba aquí razón a de Maistre: “he visto en mi vida
franceses, italianos, rusos, etc.; gracias a Montesquieu, sé que hasta se puede
ser persa; pero en cuanto al hombre, declaro no haberlo encontrado en mi vida;
si existe, lo desconozco” (22). Las ideas de “Humanidad” y “género humano”
resultan a partir de seres humanos concretos y variadamente situados. Desde ese
punto se pueden establecer las distinciones específicas que establecen las
esferas de lo político, lo jurídico, lo económico, etc. Los hombres (23), en
todo caso, nacen libres, iguales, etc., no en el seno de la “Humanidad” ni en
el “género humano”, sino en sociedades históricas definidas y concretas en
donde desenvuelven su condición humana, y donde pueden darse las opresiones y
desigualdades que dan lugar a los conflictos jurídico-políticos en los que
hacer valer los derechos fundamentales correspondientes. Por eso lo jurídico,
como lo político, en su concreción, siempre son “tópicos”, esto es, toman
cuerpo desde un lugar, por medio de un idioma y bajo un ámbito cultural
determinado (24), en cada caso con su particular modulación. Resulta de allí,
como señala Gustavo Bueno (25), la imposibilidad de pasar directamente del
“género humano” a una sociedad política cualquiera, salvo que la supusiéramos
ya dada, lo que echaría por tierra la premisa mayor (26).
Hay otra noción
epocal moderna, examinada más arriba, la del reconocimiento del principio de la
soberanía del pueblo, que ha entrado en tensión con la de los derechos humanos
y ha terminado doblegada por aquélla. La razón: el “pueblo” que ejerce la
soberanía es una comunidad situada histórica y culturalmente; no existe un
pueblo universal, ni el concepto de pueblo se desprende del de “género humano”
o “Humanidad”, términos universales congruentes con la ideología de los
derechos humanos y que han tomado la delantera. Rousseau, el filósofo de la
democracia a cuya fuente sigue siendo necesario acudir, comprendió que toda
“voluntad general” resulta particular respecto de otros pueblos. El contrato
social, que arranca del estado de naturaleza al hombre y lo convierte en
ciudadano, se ramifica en pueblos diversos. El ciudadano es tal entre quienes
comparten la misma calidad dentro de un pueblo determinado; fuera de sus
fronteras cesa el pacto social y retorna al estado de naturaleza. Si la
democracia es el poder del pueblo, es el poder de una colectividad determinada
desenvuelta por la historia en el seno de una forma política también
determinada: ciudad, imperio, Estado, etc. De allí que la gran creación de los
revolucionarios de 1789 fue, en una vuelta de tuerca a Rousseau, la del
concepto de la “nación política”. El art. 3º de la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano (27) dice: “el principio de toda soberanía reside
esencialmente en la nación”. La voluntad general, residente en el pueblo
soberano, se identifica con la nación. Sabemos que fue apenas una pequeña parte
de la sociedad de la sociedad francesa del siglo XVIII, el Tercer Estado o
Estado llano, la que se arrogó el carácter de “nación” y, consiguientemente, de
“pueblo”. Sobre la limpieza del alumbramiento de los conceptos políticos
nucleares siempre es mejor correr un manto de Noé, ya que en ese campo no
existe concepción inmaculada. Allí se impuso la idea de Sieyès: “el Tercer
Estado es una nación completa (…) y lo que no es Tercer Estado no puede
considerarse como formando parte de la nación” (28). Hay que encontrar la
voluntad común. Aquí, a diferencia de Rousseau, admite que esa voluntad general
puede delegarse en representantes (29). ¿Con qué fin? Hacer una constitución. La
nación, por medio de representantes extraordinarios, especialmente delegados a
ese efecto, deberá darse una constitución. El poder constituyente es soberano,
originario, fundador, extraordinario, supremo y popular. Un concepto teológico
secularizado –Sieyès, no lo olvidemos, era un eclesiástico-, en el que el
pueblo, en quien se encarna la nación, asume el papel de un creador
todopoderoso que, desde la nada, porque nada puede limitarlo, se da una
constitución. La tarea del constitucionalismo posterior será la de aprisionar
(“constitucionalizar”) aquel poder constituyente libre de toda forma en los
límites de un simple poder de revisión de la constitución (30).
El desarrollo del
sistema representativo, el doblegamiento de la soberanía del pueblo por la ideología
de los derechos humanos y la yugulación del poder constituyente, han terminado
por reducir a su mínima expresión el concepto jurídico-político de “pueblo”. Se
lo reemplaza por el colectivo “la gente”, el people anglosajón, medido
constantemente en sondeos de opinión. Mientras el pueblo ha resultado,
cualquiera fuese la forma de gobierno, la más intensa presencia real en el
mundo de la política, desde los griegos, pero preferentemente desde la
república romana y el reconocimiento cualitativo de la maiestas del populus,
nuestro tiempo lo ha reemplazado por acercamientos cuantitativos,
convirtiéndolo en una superstición estadística, al mismo tiempo que los
cerrojos contramayoritarios se han ido extendiendo en previsión de un desmadre.
La “constitucionalización
del derecho” produjo, tanto en el ámbito derecho público como del privado, un
constante cambio de la concreción del derecho, en un movimiento de difusión
constante hasta hace unos años impensable. A la cabeza, Cortes Supremas o
Tribunales Constitucionales –las diferencias resultan cada vez menores entre
control “difuso” y control “concentrado” de constitucionalidad- que resultan
los intérpretes calificados de este movimiento; en otras palabras, el poder
constituyente contramayoritario (31), a la vez guardián y dínamo expansivo de
aquel santuario cerrado e indisponible por la voluntad popular, de que hablamos
más arriba (32). A través de sentencias “interpretativas” o “manipulativas”,
busca adecuar las normas a la constitución cosmopolítica –el bloque de
constitucionalidad- a fin de hacerlas compatibles con ella. Interpretar ya no
es revelar un único sentido correcto, oculto en la norma, sino encontrar, entre
varias interpretaciones o sentidos posibles, el más adecuado a la
compatibilidad constitucional (nacional y cosmopolítica) en atención al
principio básico directriz de la interpretación pro homine. La interpretación
debe ser la más protectora de la persona, la más extensa en cuanto a sus
derechos y la más restrictiva en cuanto a sus limitaciones. Los
neoconstitucionalistas exigen jueces activos y vigilantes, que ante los casos
difíciles, dilemáticos y trágicos, en que entran en colisión derechos humanos y
principios igualmente valiosos al primer examen, procedan a la debida
“ponderación” de los valores contrapuestos, según el criterio impuesto a partir
del caso Lüth, juzgado por el Tribunal Constitucional Federal alemán (1954), lo
que deja abierta la decisión judicial a la pura subjetividad del juez
activista, conforme la cotización que uno y otro de los valores contrapuestos
alcance en ese momento en el mundo mediático donde transcurre el espectáculo
político (33).
En suma, visto que
la aduana número uno a las posibles demasías democráticas (34), esto es, el
sistema representativo, ya no cumple su papel o lo cumple difícilmente y bajo
descrédito general, la posmodernidad ha puesto en forma la aduana número dos,
estableciéndose un santuario a la vez inviolable y expansivo, núcleo duro de
derechos humanos inalienables válidos erga omnes, semper et ubique –contra
todos, siempre y en todo lugar- inmodificables ni siquiera por la unanimidad
(35), es decir, revestidos de supremacía total y rigidez absoluta, con
incremento extensivo a medida de que nuevos territorios de la conflictualidad
sean abiertos a la tutela de los derechos humanos. La aduana número uno
corresponde a la fase del Estado de Derecho clásico, donde el señorío
correspondía al legislador. La aduana número dos corresponde a la fase del
Estado constitucional, donde el señorío corresponde al juez (36).
Los guardianes de
Platón en las cortes constitucionales
El Estado de
Derecho, como anotaba Carl Schmitt (37), aunque centrado en la legalidad –“el
derecho es la ley y la ley es el derecho”- contenía, además, un elemento
específicamente político, esto es, era aún un Estado, una forma política. Este
elemento político se manifestaba en la “soberanía del pueblo”, limitada y
contenida por los derechos fundamentales y la separación de poderes, y en la
potencialidad del poder constituyente de la decisión política fundamental de
darse una constitución “positiva”, en el sentido que el mismo Schmitt otorga a
esta última expresión (38), propia de ese pueblo en particular.
El Estado
Constitucional se presenta como un intento de neutralización casi total del
elemento puramente político subyacente en la forma estatal arriba descripta. La
Constitución es ahora una constitución global, cosmopolítica, un derecho del
individuo cosmopolita –das Weltbürger-recht- recogido en convenciones y
declaraciones regionales o universales y extendido interpretativamente por
tribunales supremos contramayoritarios. El Estado Constitucional vacía de
contenido político a la forma política estatal, pero quiere seguir llamándose
Estado, conservando vegetativamente esa denominación, aunque quizás le cuadre
mejor, como vimos, la de “Constitución sin soberano” (39).
En esa búsqueda de
despolitización, el señorío supremo se establece impersonalmente en la propia
constitución cosmopolítica. Pero como ni los principios ni las normas se
ejecutan por sí mismos, y como las decisiones exigen para ser tomadas una
instancia existencial, no del deber ser, que las pronuncie, el señorío supremo
se traslada a tribunales constitucionales y cortes supranacionales. Estas
agencias de la justicia constitucional cumplen el rol de custodios de aquel
santuario cerrado a las decisiones de las mayorías de que hablamos. Con cierto
sarcasmo, el justice Learned Hand –contrario a las exorbitancias en la revisión
judicial- hablaba de un “corro de guardianes de Platón” (a bevy of Platonic
Guardians) (40). En todo caso, los guardianes platónicos se desempeñaban dentro
del recinto de la polis. Aquí, en cambio, se trata –como afirma Luis Ferrajoli-
de establecer una “esfera pública mundial”, donde opere “un nuevo
constitucionalismo cosmopolita”, en el cual la política “se convierte en
instrumento de actuación del derecho, sometida a los vínculos que le imponen
los principios constitucionales”, y donde se apunta a agencias de justicia
constitucional cada vez más globales, “instituciones internacionales de
garantía”, que puedan apuntalar la paz “que comporta la prohibición de la
guerra” y aseguren “los derechos humanos, en sustitución de los Estados y, si
fuera necesario, incluso en su contra”, cuyo despunte ve en el Tribunal Penal
Internacional para crímenes contra la humanidad, creado por el Estatuto de Roma
(41). Ello implica “la superación de las soberanías a través de la refundación
del sistema de sus fuentes y la dislocación al plano internacional de las
instancias tradicionales estatales de garantías constitucionales”. Esto es,
difusión planetaria de la constitución cosmopolítica a la que ya nos referimos
y traslado de las decisiones judiciales supremas sobre el núcleo duro de
derechos y valores a cortes globales. “En segundo término, la superación de las
fronteras estatales de la ciudadanía a través de la instauración de una
ciudadanía universal”. Se propende, pues, más allá de las fronteras de las
naciones, a una pólis planetaria con guardianes globales que aseguren aquel
santuario políticamente indecidible. Pero estos guardianes, a su turno,
necesitarían contar con ”una intervención internacional de policía [que]
supondría, básicamente, una actuación de mediación disciplinada por el derecho
y por las garantías y controles procesales que el derecho entraña” (42).
El mismo Ferrajoli
señala que se trata de “utopías de derecho positivo”, lo que resulta un
oxímoron, ya que lo u-tópico es lo que no existe por no tener lugar y el
derecho positivo es tópico, en cuanto “puesto” en un lugar. La pretensión de
neutralizar la politicidad del hombre, en este caso por medio del derecho, es
errónea de raíz. Siendo la dimensión de lo político ínsita al hombre, intentar
suprimirla es deshumano. Casi innecesario es recordar a Aristóteles: sólo cabe
superarla si nos alzásemos hasta la calidad de un dios, o si nos rebajásemos
hasta la condición de bestias. Las neutralizaciones suelen conducir más bien
hacia la segunda posibilidad.
El futuro de paz
universal que prometen los autores de punta del neoconstitucionalismo ya lo
conocemos. Hans Kelsen, finalizada la Segunda Guerra Mundial, lo planteó en “La
Paz a Través del Derecho”. La paz se iba a establecer por el derecho. La paz
sería un derecho invocable ante tribunales internacionales y la guerra, como un
crimen, perseguible ante aquellos. El ius ad bellum, el derecho a librar la
guerra fue proscripto y en su lugar se impuso un ius contra bellum, que punía
la beligerancia. Sólo cabía usar las armas para mantener o restablecer la paz,
en nombre de la Humanidad. Resurgieron así guerras discriminatorias donde el
enemigo iba a ser demonizado como enemigo de la humanidad, destinado a la
aniquilación integral. Las guerras discriminatorias se fueron unificando y
presentando como una única, global y perpetua guerra civil contra el Mal, hasta
que éste sea extirpado definitivamente. El ámbito de esta guerra intestina es
ilimitado y cubre el planeta: nadie puede ser neutral en ella porque la neutralidad
es alianza con el enemigo, esto es, con el Mal. Lo excepcional se ha convertido
en permanente. “Frente a la imparable progresión de eso que ha sido definido
como “guerra civil mundial” –dice Giorgio Agambeni- el estado de excepción
tiende cada vez más a presentarse como el paradigma de gobierno dominante en la
política contemporánea”. Este estado de excepción, prosigue el autor citado,
“se presenta como un umbral de indeterminación (...) entre democracia y
absolutismo” (43). La paz no se ha establecido a través del derecho, porque el
derecho no puede instaurar la paz. Puede sostenerla, una vez establecida, pero
ella es obra de la política. Como dice Julien Freund, paz y guerra son nociones
correlativas y recíprocas: no se puede alcanzar la primera sin tener en cuenta
a la segunda y al enemigo. Porque la paz se hace con el enemigo, y lo requiere.
“La relación entre guerra y paz es políticamente tan estrecha –decía Freund-
que cuando se criminaliza la guerra...se criminaliza también la paz” (44). Poco
importa, pues, que las nuevas intervenciones las llamemos guerra u operación
policial impulsada por motivos humanitarios. En todos los casos, la operación
se convierte en discriminatoria y demoniza a un enemigo colocándolo fuera de la
humanidad, sirviendo los tribunales destinados a juzgar a los vencidos para
certificar una suerte de superioridad moral del vencedor (45).
Judicialización de
la política y politización de la justicia
Dijimos al
principio que reconocer la supremacía constitucional nada dice sobre el órgano
llamada a aplicarla y a custodiar el santuario inviolable allí resguardado.
Bryce, allá lejos y hace tiempo, bromeaba con la historia de aquel inglés que,
habiendo oído que la Corte Suprema norteamericana fue creada como protectora de
la constitución con la autoridad necesaria para invalidar las leyes que
considere contrarias a sus preceptos, pasó dos días buscando en el texto esas
disposiciones, por cierto sin hallarlas (46). Los juristas podríamos admirar
aún más al inglés del cuento enterándolo de que ese papel protector otorgado a
la Corte es el resultado de un tour de force realizado hace más de doscientos
años por John Marshall y de una repetición machacona de frases hechas a través
de décadas en fallos y en manuales de enseñanza. Si el inglés, todavía curioso,
nos preguntara por qué hemos puesto a los tribunales de justicia y no a otras
instituciones como ángeles custodios del “arca sagrada de todas las libertades”
(47), le responderíamos que es en razón de que los tribunales, por sus funciones,
están alejados del reñidero político y no sometidos a las presiones e intereses
inmediatos, ya que los cargos, en general, son vitalicios; añadiremos que la
técnica jurídica con la emisión de un fallo razonado luego de un debate con
reglas parece más apta que debate político asambleario y porque los jueces
constitucionales son independientes de los demás poderes y tiene el hábito
profesional de la imparcialidad. Todo ello los hace más capacitados y mejor
situados institucionalmente para la tarea.
¿Es tan evidente
esta justificación? ¿O en realidad esta argumentación habitual no manifiesta,
simplemente, que en algún momento se trasladó exitosamente un poder de decisión
de un departamento gubernamental a otro y ese traslado ha podido ser mantenido
hasta ahora?
Veamos, por
ejemplo: ¿en qué medida son independientes los jueces?
Por un lado, los
jueces tienen la facultad de judicare, esto es, de juzgar y adjudicar lo suyo
de cada uno, concretando lo justo del caso. Esta facultad no es propiamente un
poder, una potestas, sino que corresponde a la autoridad, a la auctoritas. Por
eso, como decía Montesquieu, el poder de la magistratura, tomado desde este
ángulo, resulta prácticamente nulo (48). La autoridad de los jueces se funda, a
su vez, en la independencia con la cual puedan juzgar y concretar así el
derecho en los conflictos interpersonales acerca de lo suyo de cada uno. Su
juicio requiere libertad íntima e independencia práctica de los poderes en
juego, sean estos institucionales o indirectos. La condición y premisa de la
independencia del juez, en este caso, deriva de juzgar según la ley, no contra
ella. Esta garantía de la independencia del juez sostiene la libertad del
ciudadano, que también se asienta en la objetividad y generalidad de la ley, como
advertía en su tiempo el viejo barón y percibe continuamente la conciencia
pública. El juez no se enfrenta aquí con el legislador ni con la cabeza
ejecutiva. No juzga su conducta ni interfiere en el ejercicio de sus
respectivas competencias. Se limita a aplicar la ley, incluso la ley
constitucional, y así no hace otra cosa que cumplir los mandatos de la propia
constitución respecto a su esfera de acción. En la constitución argentina, el
art. 31 establece que “esta constitución, las leyes de la Nación que en su
consecuencia se dicten por el Congreso y los tratados con potencias
extranjeras, son la ley suprema de la Nación; y las autoridades de cada
provincia están obligadas a conformarse a ella no obstante cualquiera
disposición en contrario que contengan las leyes o constituciones
provinciales”. El texto reproduce casi literalmente el párrafo segundo del
artículo VI de la constitución norteamericana, salvo que en esta última el
mandato es a “los jueces de cada estado”, siendo el más amplio argentino “a las
autoridades de cada provincia” de someterse al derecho federal. Entonces,
cuando un juez, cualquiera que sea su jerarquía, al decidir una cuestión que se
le somete por las partes, se encuentra con que hay dos leyes contrarias, está
obligado a elegir una de ellas. Cuando la contradicción es entre una ley
calificada de suprema y otra que no lo es, que tiene que decidirse a favor de
la ley suprema, prescindiendo de la otra. Esto es decidir en cada caso en que
tiene que tiene que fallar sobre un reparto justo, cuál es el derecho
aplicable, lo que está en la esencia de la función judicial. El juez no tiene
por qué “declarar la inconstitucionalidad” de la ley preterida, ni puede
pretender, en lo que sería una demasía, que se la aparte del ordenamiento
jurídico. La norma que ha dejado de aplicar no sufre menoscabo formal alguno,
puesto que el pronunciamiento judicial no está dirigido contra ella, ni los
jueces pueden juzgar a las leyes, sino fallar de conformidad con ellas. Lo que
se ha descripto ni siquiera cabría llamarlo control constitucional propiamente
dicho, ya que la decisión del órgano judicial no tiene en este caso ninguna
eficacia directa e inmediata sobre la ley, decreto, reglamento o acto que
califica en su pronunciamiento, que no es fulminado de “invalidación” o
“nulidad”, ya que el juez lo único que ha hecho en el caso es escoger la norma
que mejor se conformaba con el orden del art. 31 de la constitución argentina,
dejando de lado la que a su juicio era inaplicable, porque esa inaplicabilidad
resultaba de la constitución. Esta descripción corresponde a un juez
pre-posmoderno, del siglo pasado, y a un ejercicio forense que realmente
existió y del que quien esto escribe puede dar fe aunque hoy todo parezca
remoto y de antigualla. Sin embargo, responde a una distinción que efectuó Carl
Schmitt entre “control constitucional”, como el referido, que es una función
judicial, y “defensa de la constitución”, que es una cuestión política (49). Es
lo que autores como Jeremy Waldron o Mark Tushnet llaman hoy “control débil”
(50). Y lo que ocurre en Holanda, donde no hay control constitucional por
disposición de la propia constitución, o en la Gran Bretaña, donde el juez
puede emitir una declaration of incompatibility, que no invalida ni permite
inaplicar la ley, cuya derogación o modificación sigue estando en manos del
Parlamento. En cuanto al “control constitucional dialógico”, entre el tribunal
y el Legislativo, existente en Canadá, me remito al trabajo de Tushnet citado
en nota.
Hasta aquí hemos
hablado de autoridad judicial para juzgar el caso, que requiere independencia,
y del ejercicio, en todo caso, de un “control débil”, no invalidante de la
norma afectada. La judicatura tiene, además, una potestas, por la cual puede
considerársela propiamente “poder” judicial. Hay una forma patológica de
ejercicio de este poder, que se manifiesta en una también patológica
“judicialización de la política”, donde el enemigo debe ser estigmatizado con
un procesamiento o una condena, para lo cual debe contarse con jueces proclives
a despacharlos. Pero hay también una forma fisiológica de ejercicio del “poder”
judicial, y por consiguiente una normal judicialización de la política que, de
todos modos, conduce inevitablemente a la politización de la justicia. Es el
poder que se ejerce a través de la justicia constitucional tal como la
definimos al principio, donde la judicatura, y en especial la Corte Suprema de
Justicia o el Tribunal Constitucional, cumplen una función intrínsecamente
política: establecer en última instancia lo que la Constitución dice, custodiar
el santuario inviolable a la soberanía popular y ejercer , para ensancharlo, un
“segundo poder constituyente originario”, o “poder constituyente material”,
según la expresión de Paulo Bonavides ya recordada. Lo que podemos llamar un
control judicial “fuerte”. Entonces, con el objetivo de tener sujeta esta
función y, también, de inclinar la balanza de la judicialización política, se
asiste a la injerencia, entrometimiento y maniobreo de los otros poderes del
Estado, y especialmente la rama ejecutiva, en los procesos de selección,
designación y remoción de los jueces. Si estos últimos tienen teóricamente el
señorío, corresponde enseñorearlos a su turno.
Para ejercer ese
“poder”, la judicatura constitucional tropieza con sus límites. Veamos cuales.
El órgano al cual se ha encargado la función de oráculo de la constitución y al
cual se le ha dado la suprema palabra en materia constitucional forma parte del
mismo Estado y hasta se lo define, en la mayor parte de los textos
constitucionales, como un “poder” dentro de éste. El nombramiento, promoción,
monitoreo de ejercicio y destitución de sus miembros está a cargo, en buena
medida, de los “poderes” ejecutivo y legislativo (51). La propia sentencia de
un tribunal requiere, para hacerse efectiva, que el poder ejecutivo ponga para
cumplirla la fuerza pública. El cumplimiento de una sentencia del poder
judicial sólo queda garantizado por el poder ejecutivo. Por supuesto, los
jueces no encarcelan ni, donde hay pena de muerte, ponen en funcionamiento el
aparato letal. Este relajamiento del condenado al brazo secular, ejecutivo,
refuerza la impresión de «independencia judicial», como si sus sentencias
boyaran en un topos uranos intemporal, sin perder por ello su fuerza mágica de
obligar. Emanadas del seno de la ley pasan a flotar en el empíreo de la
justicia, y parecen así cumplirse ex opere operato, en virtud de su poder
intrínseco. Es una pura ilusión. Su fuerza de obligar procede de fuera de ellas
mismas, a saber, del poder ejecutivo. Por ello, y salvo dotar al poder judicial
de instrumentos ejecutivos propios (lo que implicaría, de hecho, crear un
Estado dentro de otro Estado) tendríamos que concluir que las sentencias
emanadas del poder judicial sólo existen realmente cuando son llevadas a efecto
por el poder ejecutivo, por lo que habrá que afirmar que no son
existencialmente independientes de él. Resulta evidente, por lo tanto, que la
ejecución de una sentencia que ponga en peligro la existencia misma del poder ejecutivo
y, con ello, en el límite, la existencia misma del Estado tendrá que ser
estorbada por este poder; y las sentencias que no pueden ser cumplidas resultan
puras ficciones jurídicas (52).
Entonces, mientras
la independencia teórica del aparato judicial ha jugado un papel decisivo en
convertir sus acciones en oráculo constitucional, también es cierto que la
judicatura resulta una parcela del aparato gubernamental. Esto significa que el
Estado se ha convertido en juez de su propia causa, violando en consecuencia un
principio jurídico básico en la búsqueda de decisiones justas: nemo iudex in
causa sua.
El control
constitucional por la agencia judicial o el tribunal al efecto ha obtenido
hasta ahora, es cierto, el propósito de que se reduzca a un mínimo tolerable la
objeción de que el gobierno es juez de su propia causa. Ha jugado muy pocas
veces en contra del gobierno, por lo menos en el caso argentino. Pero esos
casos son la excepción y, luego, la misma agencia controladora se ha encargado
de volver las cosas a su cauce normal (53). Lo cierto es que la labor de la
agencia judicial en materia de control constitucional fuerte no ha sido,
preponderantemente, un medio de detener o balancear el grado de poder que ha
ido acumulando en la Argentina el Ejecutivo, sino, al contrario, ha funcionado
como suprema instancia legitimatoria de la acumulación de poder de esa rama del
gobierno. Esto es, la principal función histórica de la revisión judicial
fuerte en la Argentina ha sido, además de afianzar la primacía de ordenamiento
federal, la de asegurar ante el cuerpo político que la acumulación de poder en
el ejecutivo resulte legítima. Una rama gubernamental ha sacramentado las
acciones de otra. Esta afirmación no alcanza sólo a la Argentina, sino también
a otros donde rige, por uno u otro método, la revisión constitucional fuerte
por una rama gubernativa, incluidos los EE.UU. (54): “la función primaria y más
necesaria de la Corte [Suprema] ha sido la de validación, no la de
invalidación. Lo que un gobierno de poderes limitados necesita al principio y
para siempre es un medio para satisfacer a la gente en que ha dado todos los
pasos humanamente posibles para mantenerse dentro de sus límites. Esta es la
condición de su legitimidad, y su legitimidad es, en el largo plazo, la
condición de su vida. Y la Corte, a lo largo de su historia ha actuado como la
legitimadora del gobierno”.
Por cierto, la
puntada decisiva en el tejido del control constitucional fuerte la dio Hans
Kelsen, con la propuesta del Tribunal Constitucional, que se plasmó en la
Constitución austríaca de 1920 (55). El jurista de Praga consideraba su
creación como el eje del mecanismo constitucional y medio de poner en acto lo
esencial de la democracia, esto es, la transacción constante entre los partidos
representados en el Parlamento (56). Por medio de este supertribunal, las
minorías podrían protegerse de los excesos de las mayorías y se pondría coto,
también, a las demasías de las burocracias estatales, por su tendencia a
modalidades autocrática en el proceso de aplicación de la ley. Democracia y
control constitucional por un tribunal concentrado formaban, a juicio de
Kelsen, un matrimonio indisoluble.
Kelsen lo
describió como un “legislador negativo”, que realiza el acto contrario al de la
producción jurídica, propia de la rama legislativa. Insistió en que no cumplía
una función política, sino judicial, como cualquier otro tribunal, aunque en
este caso para anular una norma general. Kelsen insistió en este aspecto,
aunque no dejaba de reconocer que las facultades de su supertribunal excedían
la función propiamente jurisdiccional (57), ya que resultaba el último garante
de la paz interna, función neta de la política. Sostenía que, siendo sus
miembros elegidos por el Parlamento (el Consejo Nacional, o diputados, y el
Consejo Federal, o Senado, descontándose la transacción entre partidos), y con
mandato vitalicio tendrían mayos independencia que si los designase el
Ejecutivo. El mismo Kelsen fue el primer presidente de dicho tribunal. Como una
versión a escala de lo que habría luego de suceder con estos tribunales, no
mucho tiempo después, en 1929, la designación de los miembros pasó al ejecutivo
y se quitó el carácter vitalicio al cargo, lo que produjo la renuncia del
jurista de Praga.
Más tarde, como
sabemos, los tribunales constitucionales, por vía de las sentencias llamadas
por la doctrina italiana “manipulativas”, han llegado a expulsar del
ordenamiento una norma o parte de ella por “infecta” de inconstitucionalidad
(los constitucionalistas son muy afectos a estas comparaciones extraídas del
campo de la patología médica). Llenan el vacío consiguiente con normas creadas
de modo pretoriano, por vía aditiva, integradora, sustitutiva y, a veces, para
cubrir la inacción del legislativo, y hasta fungen como segundo poder
constituyente por expansión del bloque constitucional. Arriban, así, a cumplir
la función de legisladores positivos que, de todos modos, estaba ínsita en los
alcances funcionales que les asignaba Kelsen, ya que les bastaba con descartar,
como legisladores negativos, los alcances “infectos” de una norma, para que se
concluyera positivamente, por descarte, con la interpretación normativa deseada
por el tribunal.
Entre 1929 y 1931,
Carl Schmitt produjo tres trabajos (58), el último de ellos llamado Der Hüter
der Verfassung, “El Guardián de la Constitución”, donde el jurista renano
sometió a crítica la posición kelseniana, especialmente en su aspecto de
apoliticidad del tribunal constitucional. El oráculo de la constitución sólo
puede pronunciar decisiones políticas en conflictos políticos, y que lo haga
con el ritual de los procedimientos judiciales no neutraliza y despolitiza su
pronunciamiento. Dicho de otro modo: una decisión política no deja de ser
política porque venga encapsulada en el formato de un fallo judicial.
Schmitt señala que
los tribunales constitucionales desvirtúan y tergiversan la función judicativa.
La función judicial consiste en juzgar según las leyes y no en juzgar las
leyes. Un juez no puede expulsar una norma del ordenamiento jurídico, en una
abrogación que sólo cabe al legislador. Un tribunal puede ser protector de la
constitución, esto es, cumplir una función política, “únicamente en un Estado
judicialista que someta la vida pública entera al control de los tribunales
ordinarios” (59). Obviamente, este era el caso de los EE.UU. de Norteamérica.
Aquí Schmitt
introduce una importante distinción tipológica. Según el jurista renano, los
Estados pueden ser clasificados, de acuerdo con la función estatal que
predomina en ellos, en tres tipos: Estado legislativo, Estado ejecutivo y
Estado judicialista. Si bien no existen formas puras, cada Estado histórico
presenta una forma preponderante. El Estado judicialista tiene en la doctrina
anglosajona es su expresión teórico-conceptual y en el common law, donde el
juez aplica un derecho consuetudinario judicial, su práctica. El Estado
absolutista es una unidad política concentrada en el ejecutivo,
predominantemente monocrático y el Estado liberal burgués decimonónico es un
Estado legislativo. En sólo un Estado judicialista donde la función política de
la protección o defensa constitucional puede recaer supremamente en una agencia
judicial, que –como en el caos norteamericano- vigilará los posibles excesos de
la Cámara de representantes. Por el contrario, en un Estado legislativo no
puede haber "justicia constitucional", dice nuestro jurista, ya que
la justicia no decide por ella sola, sino a través las normas que le dicta el
legislativo, a las cuales está subordinada. En un Estado legislativo, por lo
tanto, sería el parlamento el guardián de la constitución y su defensa estará
enfocada a frenar los eventuales abusos del ejecutivo. (Observemos, por nuestra
parte, que la trasposición del judicial review a los países latinoamericanos,
cuya herencia borbónica los predisponía al hiperpresidencialismo monocrático,
fallaría por la base de acuerdo con el jurista de Plettenberg, yendo a
desembocar en una manipulación del Ejecutivo sobre la Corte o tribunal que
tuviera el control constitucional, esto es, en una politización de la
justicia).
En fin, yendo a la
situación concreta de su tiempo, Schmitt se pregunta hasta qué punto la función
de “guardián de la Constitución”, en un Estado de partidos, pueda ser asumida
con efectiva independencia por un Tribunal cuya designación va a provenir de
una negociación o loteo entre estos mismos partidos. Los partidos políticos se
convierten en representantes de intereses, clases y religiones, y el parlamento
se reduce a un escenario de luchas y repartos que ya no garantizan la unidad de
la voluntad del pueblo. La justicia se politiza y la política se judicializa.
Se levanta aquí otra vez la eterna cuestión: quis custodiet custodes ipsos?
En el origen del
control judicial fuerte
La noción de
democracia no aparece modernamente antes de fines del siglo
XVIII. Los
filósofos de las Luces, inclinados hacia el despotismo ilustrado (un rey
filósofo que hace todo por el pueblo sin el pueblo) tenían una apreciación
peyorativa de la democracia. Ninguna constitución en la Francia revolucionaria
se declara democrática y sólo se titulará tal Robespierre al final de su
carrera. La democracia moderna es esencialmente norteamericana en su contenido
y desarrollo. Y se ha de cruzar con el despunte de la justicia constitucional,
del control constitucional fuerte, celebrándose las nupcias que hemos venido
analizando en este trabajo. La paradoja está a la vista: la potencia que se
sirve de la democracia como bandera planetaria elaboró su notable y más que
bicentenario instrumento, la constitución de 1787, en contra de los desbordes
atribuibles a la soberanía del pueblo, afinando en poco tiempo, entre sus
checks and balances, cerrojos contramayoritarios para aquel peligro, entre los
que el control constitucional fuerte se destaca.
Entre la aureola
de leyenda que rodea a los foundings fathers y a los framers, cuesta recordar
los hechos, a veces incómodos. Para la generación fundadora y para los
redactores del instrumento de Filadelfia, “democracia” y “demócrata” eran
expresiones ofensivas. Los “federalistas”, cuya cabeza era Hamilton, tachaban a
sus adversarios, los “republicanos” (cuyo líder era Jefferson) de “demócratas”;
estos últimos acabarían, como la historia conoce otros casos, por tomar aquella
diatriba como distintivo partidario. John Marshall, ferviente federalista,
escribía a un amigo en vísperas del 4 de marzo de 1801, día de la asunción de
Jefferson como presidente, que los republicanos, esos peligrosos “demócratas”,
se dividían en dos clases: los “terroristas especulativos” y los “terroristas
absolutos”. Jefferson se contaba entre los primeros (60).
Sabemos que la
Convención de Filadelfia, que produjo el proyecto constitucional, se colocó
como poder constituyente por medio de una suplantación, ya que fue
originariamente convocada no para dictar una constitución sino para revisar el
pacto confederal de los Artículos de Confederación y Perpetua Unión de 1777,
que sólo podía reformarse por unanimidad de los trece estados, mientras que el
diseño de la Convención redujo ese límite a los dos tercios. Un hábil y
subterráneo cabildeo condujo a constituir la república federativa (61). El
conflicto quedaría en sordina hasta estallar en 1861 con la guerra civil entre
confederados y unionistas.
A pesar de que los
autores de “El Federalista” -prospecto culminante, a la vez, de la teoría
política y del marketing de un producto constitucional- se refieren debidamente
al celebrated Montesquieu, no lo siguieron dogmáticamente sino que lo
adaptaron, contornearon y tergiversaron conveniente y pragmáticamente. Ello es
más patente actualmente, cuando se tiene acceso a los documentos críticos
“antifederalistas” (62), generalmente desconocidos por los expositores del
constitucionalismo clásico. Ello implica que, pragmáticamente, se buscó un
sistema particular de checks and balances, frenos y contrapesos, eficaz para
aquel ámbito político y cultural: prerrogativa presidencial, Senado, ajuste
posterior del judicial review por la Corte Suprema.
Ante todo, se
buscaba frenar las eventuales demasías de la función legislativa, preeminente
en los ordenamientos de los trece estados originarios. Era la contraposición
entre la democracia y el liberalismo, cuyo contraste, incluso hasta hoy, la
proclamación oficial norteamericana insiste en presentar como compatible, hasta
el punto de exportar “democracia”. República –o democracia- imperial, como la
llamó Raymond Aron, y anunciaba ya en los primeros párrafos de “El
Federalista”, por el padre fundador Alexander Hamilton: “the fate of an empire
in many respects the most interesting in the world” (63); esto es, el destino
de un imperio que resulta, en muchos aspectos, el más interesante del mundo. Se
aceptó, pues, como un mal menor e inevitable, la versión representativa, lo no
democrático de la democracia, una interpretación “débil” pero eficaz, que James
Madison llamó “república” (64) para diferenciarla debidamente de la democracia
“pura” en la interpretación “fuerte” de filiación rousseauniana. Las
circunstancias que rodearon la adopción por lo founding fathers de un triple
cerrojo institucional a las decisiones asamblearias, fueron desarrolladas
tiempo ha por Charles Austin Beard (65), cita imprescindible para colocarse,
críticamente, fuera del círculo de sacralización que rodea a los comentarios
constitucionalistas sobre el documento norteamericano de 1787.
La decisiva vuelta
de tuerca resulta, como es obvio, de Marbury vs. Madison. No voy a entrar aquí
en la historia del nombramiento apurado de los midnight judges ni me deleitaré
con la leyenda que pone a Levi Lincoln irrumpiendo en el despacho del
secretario de Estado saliente, John Marshall, y sorprendiéndolo mientras
sellaba aquellos nombramientos, agitándole ante los ojos el reloj que le había
dado el propio Jefferson para señalarle que ya era el primer minuto del 4 de
marzo de 1801 y debía abandonar las oficinas. Es el fallo más famoso del
constitucionalismo, y todos los estudiantes conocen tanto la telenovela previa
como el texto del decisorio. Recordemos que John Marshall, como he dicho
ferviente federalista, era al final de la presidencia de John Adams a la vez
presidente de la Corte Suprema y secretario de Estado, dato que sigue llamando
la atención al observador. En este último carácter, en la noche del tres de
marzo de 1801, Marshall debía haber colocado el sello de la presidencia, del
que era custodio, y entregar a los destinatarios los nombramientos de 42 jueces
de paz designados por Adams y ratificados por el Congreso saliente. Marshall se
olvidó u omitió adrede entregar cuatro de aquellos nombramientos, entre los que
se encontraba el de William Marbury. Más tarde, Marbury y los demás
damnificados se presentaron ante la Corte para pedirle que emitiera un writ of
mandamus para recibir el cargo, como los autorizaba la ley de organización
judicial en su sección 13. Marshall sabe que, si satisface el pedido de su
correligionario, Madison va a desconocer el mandamiento, dejando a la Corte
desautorizada y definitivamente sin poder. La ley de organización judicial, por
otra parte, redactada en 1789, en 1801 había sido revisada por Marshall siendo
secretario de Estado, sin encontrarle falla en la referida sección. Como dice
Beard, ferviente partidario del control constitucional fuerte, “la sección
anulada estaba, en el peor de los casos, mal redactada, pero no era contraria a
la constitución” (66). Marshall, un “estadista judicial”, como se lo ha
correctamente llamado, pensó, más allá de la coyuntura y de la apetencia de su
correligionario, cómo asegurar el poder de los jueces federalistas luego de la
llegada al poder Jefferson, y cómo extender un cerrojo tanto a las mayorías en
los representantes como a la propia prerrogativa presidencial. Por lo tanto, se
dijo, tomemos esta sección tercera de la ley de organización y veamos qué
podemos hacer con ella (67). Desde luego, podía declarar que la Corte era
incompetente para emitir originariamente el writ of mandamus o que –en un
control constitucional débil- la sección tercera de la ley, en ese punto,
chocaba con la constitución en cuanto esta limitaba los casos de competencia
originaria del más alto tribunal y, en consecuencia, reenviar la demanda al
juez de primera instancia. Con un control débil, la causa llegaría en algún
momento nuevamente a la Corte, volviendo la cuestión, políticamente, a fojas
cero. Entonces, en un tour de force que salta sobre la coherencia lógica, llega
al control fuerte e invalida, por primera vez, una ley federal votada por el
Congreso y que él mismo había encontrado, en función ejecutiva, impecable. Y
ello a pesar de que ni una palabra, ni una señal, ni la letra ni el espíritu de
la constitución de 1787 indica que el tribunal podía revisar las leyes del
Congreso o los actos del presidente. La Corte Suprema se afirmaba así como un
cuerpo político porque, a partir de allí, a ella y sólo a ella le correspondía
determinar qué es lo que la Constitución dice y cómo puede extenderse eso que
la Corte dice que aquella dice. “No es posible, quizás ni siquiera deseable,
-dice Robert B. McKay (68)- definir una teoría de la revisión judicial que sea
coherente y totalmente defendible”. Aquel poder debía ser ejercido con notable
prudencia y self-restraint. “No es probable que ningún régimen [político]
permita que un cuerpo judicial libre de limitaciones políticas ejerza un poder
político relevante –afirma Martin Shapiro (69)- en la medida en que los
tribunales hacen derecho, los jueces serán incorporados a la coalición
gobernante, a la élite dirigente, a los representantes autorizados del pueblo o
a cualquier otro grupo que exprese el régimen político”. La función del control
judicial fuerte de la Corte norteamericana, durante un largo período, fue la de
proteger la supremacía del nivel de gobierno federal sobre los niveles
estaduales y proteger a los pocos de los muchos –en el mismo caso, la Corte
Suprema argentina. En ocasión del New Deal, la Corte supo cambiar a tiempo
–“switch in time that saved nine”- cuando la amenaza de Roosevelt de aumentar a
quince el número de sus miembros, y supo convertir en transformativo su poder
constituyente secundario.
Pero reconozcamos,
en fin, que ni en el nacimiento ni en el desenvolvimiento, la justicia
constitucional hizo buen matrimonio con la soberanía popular expresada en
decisiones de la mayoría.
Paradoja
democrática, dificultad contramayoritaria y posdemocracia
La custodia, por
parte de la justicia constitucional, de un santuario indisponible y expansivo,
como presupuesto para el ejercicio democrático, ha llevado a lo que Juan Carlos
Bayón (70) llama “la paradoja de las precondiciones de la democracia”, y que
plantea así:
“El procedimiento
de decisión por la mayoría no encarna un ideal valioso (…) a menos que estén
satisfechas ciertas condiciones previas; pero cuanto más exigente sea la
definición de esas condiciones, mayor es el número de cuestiones que (…)
deberían sustraerse al procedimiento de decisión de la mayoría; así que, en el
extremo, el procedimiento democrático alcanzaría su valor pleno cuando apenas
quedaran condiciones sustanciales a discutir por la mayoría”. A mayor
afinamiento de las precondiciones, menor ámbito de ejercicio democrático; en el
punto máximo de las precondiciones, el ejercicio democrático tendería a cero.
Alexander Bickel, en
su libro “The Last Dangerous Branch: the Supreme Court at the Bar of Politics”, expuso medio siglo
atrás la llamada “dificultad contramayoritaria”: si la constitución deposita en
la rama legislativa y en la rama ejecutiva del gobierno, con funcionarios
electos responsables ante la ciudadanía a través del sufragio el poder de
sancionar leyes y establecer direcciones políticas, cómo se justifica que, al
mismo tiempo, se otorgue a la rama judicial, no surgida de la elección, la
facultad de invalidar esas leyes y direcciones políticas. A mi juicio, se trata
de una versión particular de la “dificultad democrática” expuesta más arriba:
no cabe afirmar a la vez que el pueblo soberano es quien crea y legitima el
poder y luego impedirle que se sirva de ese poder del modo que crea
conveniente, a través de la justicia constitucional. Bickel soluciona la
dificultad con la afirmación de que los jueces son los mejor situados y
habilitados para defender los valores fundamentales de una sociedad política
–id est, el santuario La respuesta, como las demás que se proponen desde el
constitucionalismo, dan por sentado lo que deben demostrar: que justicia
constitucional y democracia son compatibles en sus bases teóricas y en sus
realizaciones prácticas. Ya hemos visto que no.
Quizás ha llegado
el momento de considerar la crítica formulada desde diversos ángulos en el
sentido, de que transcurrimos actualmente una etapa “posdemocrática”. Un
notable politólogo argentino caracteriza al Estado Constitucional actual como
“una sociedad lo más civilizada y republicana posible, pero democrática, en el
sentido estricto de la palabra (…) cada vez menos posible” (71).
La cuestión queda
abierta al debate. El propósito de este trabajo ha sido abrir la discusión
sobre un tema inconfortable, que el discurso constitucionalista habitual
prefiere pasar por alto.-
En julio de 1999
la Corte Suprema argentina falló el caso “Fayt”. Carlos S. Fayt, miembro de la
misma Corte Suprema, había interpuesto una acción declarativa contra la reforma
introducida en 1994 en el art. 99, inc. 4º, tercer párrafo, por el cual, una
vez cumplidos los setenta y cinco años, sería necesario un nuevo nombramiento
para mantener en el cargo a los magistrados federales. Esos nuevos nombramientos
se harían por cinco años y podrían ser repetidos indefinidamente por el mismo
trámite. La Corte declaró que una reforma constitucional producida por una
convención constituyente era justiciable por los tribunales federales, en
ejercicio del control constitucional. En cuanto al fondo de la cuestión, falló
haciendo lugar a la acción promovida, ya que el tribunal entendió que la
reforma violaba el límite impuesto a la convención constituyente por la ley de
convocatoria a la reforma, invalidándose así el inciso constitucional citado.
–
Ver al respecto
Carl SCHMITT, “Teoría de la Constitución”, trad. de Francisco Ayala, Alianza
Editorial, Madrid, 1982, p. 33/34. Gustavo ZAGREBELSKY (“El Derecho Dúctil”),
trad. de Marina Gascón, Trotta, Madrid, p. 12/14, prefiere hablar de una
“Constitución sin soberano”, que se refiere a los principios contenidos en la
“constitución cosmopolítica” y difusa contenida en el derecho posmoderno de los
derechos humanos, aplicable a las actuales sociedades pluralistas. Aunque así
se soslaya el concepto de soberanía, siempre nos encontraremos con la decisión
de alguien, un tribunal, nacional, regional o internacional, que fallará en
última instancia en nombre de aquella constitución planetaria y recurrirá a un
brazo armado actuante en nombre de una soberanía global para hacer cumplir sus
sentencias.
Bertrand de
JOUVENEL, “Sobre el Poder”, trad. de Juan Marcos de la Fuente, Unión Editorial;
Madrid, 1998, p. 366
Giovanni SARTORI,
“Théorie de la Démocratie”, Armand Colin, Paris, 1973, p. 3
“Del Espíritu de
las Leyes”, parte I, libro II, 2
“Democracia es
identidad de dominadores y dominados, de gobernantes y gobernados, de los que
mandan y de los que obedecen” (Carl SCHMITT, “Teoría…”, p. 230). “Democracia
significa identidad de dirigentes y dirigidos, de sujeto y objeto del poder del
Estado, y gobierno del pueblo por el pueblo”. (Hans KELSEN, “Esencia y Valor de
la Democracia”, trad. de Luis Legaz y Lacambra, ed. Guadarrama, Madrid, s/f,
p.30)
La regla de las
mayorías, así como las técnicas electorales y deliberativas actuales se
originan en la práctica monástica y de los concilios y cónclaves de la Iglesia
católica que, no pudiendo recurrir a la regla hereditaria para la asignación de
cargos, debió afinar modalidades de mayorías simples y calificadas, voto
secreto, etc.
Me remito al
estudio clásico de J.L. TALMON, “Les origines de la démocratie totalitaire”,
trad. de Paulette Fara, Calmann-Lévy, Paris, 1966.
Inserto
normalmente en las constituciones; a título de ejemplo: “a soberanía popular
será exercida…” (art. 14, constituiçao do Brail); “principio de la soberanía
del pueblo” (art. 33), “principio de la soberanía popular” (art.37,
constitución argentina)
11 ) Hablando del
contrato social, dice ROUSSEAU (“Du Contrat Social, L. I, 6): “este acto de
asociación produce un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros
como votos haya en la asamblea, el cual recibe de ese mismo acto su unidad, su
yo común, su vida y su voluntad...con respecto a sus asociados, toman colectivamente
el nombre de pueblo y en particular se llaman ciudadanos, como participantes en
la autoridad soberana”
12 ) “La
demócratie est un problème beacoup plus qu’une solution”, en la introducción a
Moiei OSTROGORSKI, “La démocratie et les partis politiques”, ed. du Seuil,
1979, p. 7
“El pueblo no
delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades creadas
por esta Constitución”, art. 22 de la constitución argentina.
“Du Contrat…” cit, , L. III, 15
“Teoría...”, cit,
p. 216/7, bastardillas del autor. Sobre identidad y representación, ver en la
misma obra p. 207 en adelante.
“Esencia y
Valor…”, cit., p. 52/55.
“Teoría General
del Estado”, trad. de Luis Legaz y Lacambra, ed. Labor, Barcelona, 1934, p.
397.
Ernesto Garzón
Valdés, “El Consenso Democrático: fundamentos y límites del papel de las
minorías”, Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho, nª 0, http://www.uv.es/CEFD/0/Garzon.html
Ernesto Garzón
Valdés, en Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero, “Entrevista con Ernesto Garzón
Valdés”, Revista “Doxa” nº 4, 1987, en http://www.lluisvives.com/servlet/sirve
obras/doxa/cuaderno4/Doxa4_27.pdf
Lo que se conmoce
en la doctrina alemana como Ausstrahlungswirkung y Drittwirkung der
Grundrechte.
Sigo en este punto
a Gustavo BUENO, “El Mito de la Izquierda”, ed. BSA, Madrid, 2006, p. 136.
Joseph de MAISTRE,
“Consaidérations sur la France”, Librairie Catholique Emmanuel Vitte, Paris,
1924, p. 74
“Hombre”.a
entender como decía hace siglosGayo en el Digesto (LXVI): “no se dude que en la
palabra hombre se incluye tanto a la mujer como al varón”. Homo incluía ambos
sexos; cuando se refería al sexo masculino, se utilziaba la voz vir.
Ver Luis María
BANDIERI, “Ojeada sobre el Globalismo Jurìdico”, ED, 25/3/2009
Ver nota 20
Con tal premisa,
anota SCHMITT (“Teoría…”, cit., p. 224) “no pueden construirse ningunas
instituciones especialmente estructuradas, y sólo pueden comportar la
disolución y abolición de distinciones e instituciones que ya no tengan fuerza
por sí mismas”
Ver Luis María
BANDIERI, “Derechos el Hombre y Derechos Humanos ¿son lo mismo?”, ED 18/IX/2000
Emmanuel Joseph
SIEYES, “El Tercer Estado y otros escritos”, CEC, Madrid, 1991
SCHMITT dice: “con
la doctrina democrática del poder constituyente del pueblo (…) ligó Sieyès la
doctrina antidemocrática de la representación de la voluntad popular mediante
la Asamblea Nacional Constituyente” (Teoría…”, cit. p. 97)
Ver Luis María
BANDIERI, “·El poder constituyente: su sentido y alcance actual”, ED 27/II/2007
Woodrow Wilson,
cuando fue presidente de los EE.UU., comentó que la Corte Suprema funcionaba
como “una convención constituyente en sesión permanente”. Este comentario
crítico, que debe tomarse cum grano salis, ha sido extrañamente interpretado
como una afirmación seria y dogmática por gran parte de nuestra doctrina
constitucionalista, que repite el aserto sin considerar, cuando menos, su
colisión con la doctrina de la soberanía popular afirmada en la propia
Constitución (art. 33).
Paulo BONAVIDES se
refiere a esta facultad de un tribunal constitucional de ampliar los contenidos
originarios de la constitución como “segundo poder constituinte originário”
(“Curso de Direito Consittucional”, 19ª ed. Malheiros, Sao Paulo, 2006, p. 187)
Ver Luis María
BANDIERI, “Notas sobre el Neoconstitucionalismo”, ED 19/IV/2011. Una muy
valiosa visión crítica sobre la ponderación judicial en George MARMELSTEIN, “A
difícil arte de ponedera o impondrável: reflexoes em torno da colisao de
direitos fundamentais e da ponderaçao de valores”, en George SALOMAO LEITE,
Ingo Wolfgang SARLET y Miguel CARBONELL, “Direitos, deveres e garantías
fundamentais”, Ed. Jus Podium, Salvador, 2011, p. 441
Descriptas como
tiranía de las mayorías. No puede afirmarse que las mayorías, en nombre de la
soberanía popular , tengan por regla tomar decisiones opresivas, sino que se
establece un instrumento de contralor para el caso de que así ocurriera. Nada
indica, tampoco, que el tribunal constitucional en función de custodio no pueda
llegar a una decisión opresiva, o bendecir con su aprobación una decisión
opresiva tomada en otra sede. ¿La diferencia es que en este último caso no hay
barrera preestablecida ni invalidación contemplada y se nos remite al quis
custodiet custodes ipsos?
Ver Luigi
FERRAJOLI, “Hipótesis para una Democracia Cosmopolita”, en “Razones Jurídicas
del Pacifismo”, Trotta, Madrid, 2004, p. 101
Sobre los alcances
de este proceso y un examen del pensamiento neoconstitucionalista, me remito al
trabajo referido en la nota 32.
“Teoría de la
Constitución”, Alianza Editorial, Madrid, 982, p. 137
Una decisión
consciente de la unidad política, a través del pueblo como titular de poder
constituyente, que adopta por sí y se da para sí una particular forma de
existencia política. “Teoría de la Constitución”, p. 47
Expresión de Otto
Kirchheimer citada por ZAGREBELSKYy, “El Derecho…”, cit. p. 13
Cit. en Gustavo
BINEMBOJM, “Duzentos anos de jurisdicao constitcional: as liçoes de Marbury vs.
Madison”, en Revista Latino-Americana de Estudos Constitucionais, nº 9 jul/dez
2008), Fortaleza, p. 537.
Ibídem, 147
Ibídem, p. 18. Es
el resumen que el prologuista, Gerardo Pisarello, hace del pensamiento de su
maestro respecto de este punto.
“Estado de
Excepción”, Adriana Hidalgo ed., Bs. As., 2004, pp. 25/26
“Il Nemico nella Guerra e nella Pace” en “Il
Terzo, el Nemico, il Conflitto –Materiali para una teoria del Político”,
Giuffrè, Milano, 1995, pp. 289/305
Ver Danilo ZOLO,
“La Justicia de los Vencedores –de Nuremberg a Bagdad”, Edhasa, Buenos Aires,
2007
La referencia en
Enrique GARCÍA MEROU (h), “Recurso Extraordinario”, Bs. As., 1915, p. 31
Expresión de la
Corte Suprema argentina en el caso “Sojo” (1887), que encierra una aplicación
analógica de Marbury vs. Madison. La frase ha sido reiterada en muchas
ocasiones por la Corte.
“Del Espíritu…”, cit. parte 2, L. XI,6
“La Defensa de la Constitución”, trad. de
Manuel Sánchez Sarto, Tecnos, Madrid, 2ª ed., 1998
Ver Mark TUSHNET,
“Formas alternativas de controle judicial”” en Andres Ramos TAVARES, George
SALOMAO LEITE e Ingo Wolfgang SARLET, “Estado constitucional e organizacao do
poder”, ed. Saraiva, Sao Paulo, 2010, p. 37. Ver Jeremy WALDRON, “Law and
Disagreement”, Oxfor, Clarendon Press, 1999. Una excelente presentación de la
posición de Waldron en Glauco SALOMAO LEITE, “Supremacía Judicial, Direitos
Fundamentais e Democracia: o controle judicial das leis na encruzilhada?”, en
“Direitos, Deveres…”, cit. p. 539 y sgs.
En el caso
argentino, salvo los miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación,
sometidos al “juicio político” (arts. 53, 59 y 60 de la constitución), los
demás jueces de los tribunales federales se designan a propuesta de un Consejo
de la Magistratura (art. 114 de la constitución), que también tiene a su cargo
las sanciones disciplinarias y la formulación de acusación ante un jurado de
enjuiciamiento. Integrado por representantes del Ejecutivo, el Legislativo, los
jueces, los abogados y los académicos, su composición permite, por ejemplo,
mantener abiertos prácticamente sine die procesos disciplinarios o amenazas
acusatorias sobre jueces en funciones, con la consiguiente presión sobre ellos.
Ejemplo es el caso
“Sosa c/Provincia de Santa Cruz”. En el año 1995, Eduardo Sosa, procurador ante
la el Tribunal Superior de la Provincia de Santa Cruz fue cesado por decisión
de la Legislatura provincial. Iniciado juicio a la provincia, catorce años
después obtuvo un fallo favorable de la Corte Suprema de Justicia de la Nación,
que ordenó su reposición. Ella no se pudo llevar a cabo por negativa de las
autoridades provinciales a cumplir el fallo judicial, para lo cual contaban con
el apoyo del ejecutivo federal (el cese de Sosa se había producido siendo el
luego presdiente de la Reública, Néstor Kirchner, gobernador de Santa Cruz). La
Corte, finalmente, decidió enviar los antecedentes al Congreso Nacional, donde
no se ha producido avance alguno.
Podría afirmarse
que los gobiernos argentinos, durante el siglo XIX, acudieron sistemáticamente
a la noción de “facultades extraordinarias” como programa de Estado que les
diera sustentabilidad y, durante el siglo XX (y lo que va del presente) a la
noción de “emergencia”, con la misma finalidad, estableciendo, en ambos casos,
una suerte de “excepcionalidad permanente”. La doctrina de la “emergencia”, en
sede judicial, arranca con el caso “Ercolano c/Lanteri de Renshaw”, de 1922,
donde se declaró la constitucionalidad de dos leyes por las que se congelaban
los precios de los alquileres destinados a vivienda y se suspendían los
desalojos, que fueron atacadas por afectar el derecho de propiedad. En 1934,
por el fallo “Avico c/De la Pesa”, la Corte convalidó una ley que recortaba los
intereses pactados en los préstamos con garantía hipotecaria, limitándose el
derecho de propiedad, otra vez, en nombre del bienestar general. En 1990, en el
fallo “Peralta c/Estado Nacional” la Corte convalidó un decreto, dictado
durante el receso del Congreso, por el cual se privaba a los ahorristas de los
plazos fijos que tenían depositados, canjeándolos por bonos de la deuda pública
a largo plazo (al momento de ser entregados, estos bonos cotizaban a la mitad
de su valor nominal). Se invocaron, para justificar la emergencia, “los poderes
del Estado para proveer todo lo conducente a la prosperidad del país y al
bienestar de los habitantes”. En “Smith”, del 1º de febrero de 2002, y en
“Provincia de San Luis”, de 2003, la Corte fulminó como inconstitucionales los
decretos que habían impuesto restricciones a los depósitos bancarios de
cualquier tipo (“corralito”) y su posterior “pesificación” (expresión en pesos
de los depósitos en dólares, a un valor muy inferior al de plaza), invocándose
en ambos casos que los mecanismos para superar la emergencia habían superado
toda razonabilidad. Se iniciaron entonces “juicios políticos”, conforme los
arts, 53, 59 y 60 de la Constitución Nacional, primero contra la Corte en
bloque y luego contra cada uno de los ministros. Fueron destituidos dos de
ellos por esa vía y renunciaron los demás. Con una nueva composición se
dictaron los fallos “Cabrera” y “Bustos” donde se convalidó la pesificación,
volviéndose en sustancia a la doctrina establecida en el precedente “Peralta”.
Como el fallo “Bustos”, en rebeldía inédita, no fue acatado por los tribunales
inferiores, que continuaron aplicando la doctrina anterior, se dictó el fallo
“Massa” (2006) en el que se aplicó a la relación peso/dólar, con ciertos retoques
en los intereses, un valor aproximado al de su cotización de ese momento en
plaza, pero manteniendo la mayoría la constitucionalidad del bloque de decretos
de la emergencia, esto es, ratificándose otra vez “Peralta”.
Charles L. BLACK
jr , The People and the Court. NY, MacMillan, 1960, p. 35
Kelsen lo integró
como juez vitalicio y relator permanente. Fue reformado en 1929, pasando a ser
sus integrantes designados por el Ejecutivo y haciéndose cesar la designación
por vida. Al poco tiempo, Kelsen renunció a su cargo.
Consecuencia, a su
turno, del mello democrático, según Kelsen, que es el relativismo. Todas las
opiniones y doctrinas son iguales para la democracia y, por lo tanto, el
ejercicio político democrático por excelencia es la transacción (ver
“Esencia…”, cit. p. 156)
Este desbalanceo no preocupaba a Kelsen desde
el punto de vista de la doctrina de la división del poder, ya que para él no
resultaba compatible con la democracia y el dogma de la soberanía popular.
Consideraba la doctrina de Montesquieu como “piedra angular en la ideología de
la monarquía constitucional” (ver “Esencia…”, cit. p. 113)
Reunidos los tres
en “La Defensa de la Constitución”, ed. Tecnos, Madrid, 1998
Op. cit. n. 135,
p. 46
Ver John R. CUNEO,
“John Marshall, judicial statesman”,, NY, 1975, p. 73
“El movimiento se
hizo con gran habilidad. No tomó la forma de una agitación, sino la de una
conspiración, o si se quiere, la de un hábil cabildeo. Jorge Washington habló
con algunos amigos suyos en Mount Vernon, su hermosa casa a orillas del
Potomac, y esta conversación dio por resultado la reunión de la Convención
Comercial de Anápolis, en septiembre de 1786. La Convención, un pretexto. Pidió
al congreso que convocase una reunión semejante. Ya estaba todo preparado, y el
congreso votó la célebre resolución de febrero de 1787, convocando delegaciones
de los Estados para que, reunidas en Filadelfia, revisaran los Artículos de la
Confederación, y diesen un informe al congreso. Nada se decía de adoptar una
nueva constitución”. Carlos PEREYRA, “La Constitución de los Estados Unidos
como instrumentos de dominación plutocrática” ed. América, Madrid, s/f, p. 60
Ver Alberto
BENEGAS LYNCH-Carlota JACKISCH, “Límites al Poder – Los Papepels
Antifederalistas”, Ed. Lumiere, Bs. As., 2004
“El Federalista”,
I
En “El
Federalista”, X. Hacia el final de su vida, Madison matizó su opinión
refutatoria por principio del gobierno de las mayorías. Ver Robert DAHL, “¿Es
emocrática la constitución de los Estados Unidos?”, FCE, Bs. As., 2003, p. 46.
Charles Austin
BEARD, “An Economic Interpretation of the Constitution of the United States”,
The Free Press, Mvc Millan, 1961. La primera edición es de 1913.
Cit. en Clemente VALDÉS S. “Marbury vs.
Madison: un ensayo sobre el origen del poder de los jueces en los Estados
Unidos”, p. 330.
Lief H. CARTER, “Derecho Constitucional
Contemporáneo –la Suprema Corte y el arte de la política”, Abeledo-Perrot, Bs.
As., 1992, p. 60.
Cit.en CARTER, op.
cit. p. 363.
“Courts: a
comparative and political analysis”, Universitu¡y of Chicago Press, Chicago,
1981, p. 34
“Democracia y
Derechos: problemas de fundamentación del consttittucionalismo”, p. 15
Carlos STRASSER,
diario “La Nación” 17/I/2002
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