Mario Meneghini (*)
Con motivo de
haberse comentado, en varios encuentros virtuales y en algunas de las
propuestas efectuadas por miembros del Consejo Programático de Políticas
Públicas, de Córdoba, sobre la necesidad de efectuar reformas en el sistema
institucional argentino, nos parece conveniente analizar el tema.
La última reforma
a la Constitucional Nacional, se efectuó en 1994; en los 28 años transcurridos,
ningún sector político y ningún constitucionalista ha puesto en duda la
legitimidad de dicha Constitución. Por lo tanto, las reformas que se propongan
deberán someterse al procedimiento respectivo, fijado en el propio texto
constitucional (art. 30), de manera que no podrá concretarse sin el apoyo
explícito de la mayoría de dos tercios del total de los diputados y senadores.
En síntesis, no habrá ninguna reforma institucional sin la participación activa
de los partidos políticos.
Uno de los
aspectos más criticados de la política contemporánea es el de la representación;
la crítica al sistema contemporáneo de partidos está, obviamente, justificada.
Dicho sistema se basa en la llamada democracia indirecta o representativa,
consistente en que, como todo el pueblo -en quien se supone reside la
soberanía- no puede gobernar por sí mismo, debe delegar en sus representantes
la función de gobierno, sin abandonar por ello la soberanía. Como el gobierno
-especialmente el Congreso- debe representar la Voluntad General, se establece
por medio de una ficción jurídica que cada representante representa, no a los
ciudadanos que lo han elegido, sino a todo el pueblo. Con lo cual se invalida
en la práctica la figura invocada del mandato, según la cual los gobernantes
reciben, al ser elegido, un mandato del pueblo, para ejercer en su nombre el
gobierno.
En efecto, esta
figura se podía aplicar legítimamente durante la Edad Media, con la monarquía
tradicional, pues en las cortes o asambleas los representantes eran elegidos
por un grupo social determinado (estamentos, ciudades, corporaciones) y
únicamente representaban a ese grupo, con mandato “imperativo” a través de
instrucciones precisas que, en caso de no ser cumplidas fielmente por el
representante, el mandato de éste podía ser revocado.
Por el contrario,
en los parlamentos modernos -y ya desde la Revolución Francesa- se prohíben los
mandatos imperativos, y los representantes ejercen una representación “libre”,
es decir que, una vez elegidos -si bien alegan actuar en nombre del pueblo-, no
reciben órdenes de sus electores y actúan con total independencia.
Por otra parte,
todos los representantes son propuestos al electorado por los partidos
políticos, únicas entidades que tienen acceso legal a los cargos públicos
electivos, no permitiéndose ni las candidaturas de ciudadanos independientes ni
la representación de otros grupos sociales (CN, Art. 38).
Es por estar
basado en el mito de la soberanía popular y en una falsa teoría de la
representación, que el sistema actual de partidos políticos carece de solidez y
produce efectos negativos en la sociedad.
Durante la
vigencia de la monarquía, la actividad gubernamental estaba a cargo del propio
rey y de la nobleza, es decir, el estamento aristocrático que rodeaba al rey y
cuyos integrantes se preparaban para la guerra y el gobierno. Las cortes o
asambleas, ya mencionadas, se limitaban a informar y asesorar al rey sobre los
problemas e inquietudes, y, en casos excepcionales, a consentir medidas de
emergencia como impuestos especiales, pero la decisión estaba reservada al
monarca que representaba la unidad del reino, al estar por encima de todos los
sectores.
Al ser reemplazada
la monarquía por el sistema republicano, surge la necesidad de sustituir a la
nobleza en dicho rol, y este lugar lo ocupan -aunque imperfectamente-, los
representantes del pueblo, elegidos a través de los partidos políticos.
La alternativa que
proponen distinguidos profesores y publicistas, consiste -explícita o
tácitamente- en sustituir el régimen de partidos por: a) una participación
activa en la vida socio-política de los cuerpos intermedios; y b) la dictadura
como forma de gobierno.
Los cuerpos
intermedios son las asociaciones ubicadas entre la familia y el Estado, que
persiguen un fin común (sindicatos, entidades profesionales, cámaras
empresarias, centros vecinales, cooperativas, mutuales, cooperadoras escolares,
etcétera). Toda sociedad contiene en su seno infinidad de entidades y grupos
mediante los cuales los hombres tratan de lograr objetivos que sirven a su
perfección. Un sano orden social requiere la aplicación del principio de
subsidiariedad que demanda que el Estado no absorba las actividades que pueden
realizar eficazmente las asociaciones inferiores. En virtud de este principio,
la Iglesia siempre sostuvo que los cuerpos intermedios deben gozar de la mayor
autonomía posible y ocuparse de muchas tareas que hoy el Estado tiene a su
cargo y le impiden ejercer correctamente el rol que le compete como gestor del
Bien Común. Asimismo, mediante la interconexión y colaboración mutua, los
cuerpos intermedios pueden constituir organismos que resuelvan por sí mismos
ciertos problemas sociales y económicos, evitando la lucha de clases: es lo que
se llama corporativismo u organización profesional.
En este sistema,
los grupos intermedios se van articulando hasta formar un Consejo o Cámara
nacional en la que se hallan representados todos los grupos e intereses
sociales existentes en la sociedad, con la finalidad de asesorar al gobierno,
o, incluso, cumplir funciones legislativas. No cabe duda de que este sistema,
recomendado por el magisterio pontificio -especialmente en la Encíclica “Cuadragésimo
Anno”-, permite un mejor funcionamiento de la sociedad y a la vez impide los
posibles abusos del Estado, pero no puede asumir -en exclusividad- la
conducción de éste, ni ocuparse de la actividad específicamente política.
“Es verdad que
estos grupos, si bien necesarios, cada uno según su propia finalidad
específica, representan sólo intereses delimitados y parciales, no el bien
universal del país. No tienen, por consiguiente, competencia para participar en
aquellas decisiones superiores que son peculiares del supremo poder político,
primer responsable del bien común” (Carta de la Secretaría de Estado del
Vaticano a la XXVI Semana Social de España, 18-3-1967).
Es por eso que,
inevitablemente, cuando no se quiere aceptar la existencia de los partidos, se
busca una monarquía sin corona: la dictadura. No negamos que pueda resultar
inevitable y hasta conveniente establecer un gobierno de facto para producir un
cambio integral, en casos como el de nuestro país, desquiciado hasta extremos
difíciles de revertir, luego de tantos años de influencia liberal, e
insuficiente participación cívica. Pero ocurre que, por definición, la
dictadura es una fórmula de transición, que no puede prolongarse indefinidamente.
Sus creadores, los
romanos, limitaban su duración a seis meses; aunque aquí se prolongó durante
seis años, en dos ocasiones, ¿bastó ese lapso para producir los cambios
necesarios? Tampoco las dictaduras nacionales de Franco, en España, y de
Oliveira Salazar, en Portugal, que se extendieron por más de 30 años, pudieron
modificar el sistema.
Por todo lo
explicado, la alternativa comentada, como reemplazo de la partidocracia, no nos
parece satisfactoria como solución factible y útil.
Hecho el análisis
precedente, se advierte que la empresa de reconstruir el orden social no es sencilla
ni fácil, y los patriotas debemos aceptar la guía de la Iglesia, cuya
experiencia milenaria resulta invalorable, sin olvidar que es depositaria de la
Verdad. Pues bien, la doctrina de la Iglesia en materia de regímenes políticos,
nos enseña que, en el terreno de las ideas, los católicos pueden preferir uno u
otro, incluso llegar a precisar cuál es el mejor, en abstracto, puesto que la
Iglesia no se opone a ninguna forma de gobierno legítimo. Pero, en cada
sociedad, las circunstancias históricas van creando una forma política
específica, que rige la selección y reemplazo de los gobernantes. Y, como toda
autoridad proviene de Dios, cuando se consolida de hecho un régimen político
determinado, “su aceptación no solamente es lícita, sino incluso obligatoria,
con obligación impuesta por la necesidad del bien común...” [1].
En nuestro país,
existe desde hace 206 años la forma republicana de gobierno, que no podemos
desconocer, como tampoco negar la vigencia de la Constitución que le dio fuerza
legal, sin desviarnos de la doctrina que acabamos de citar. A partir de estas
realidades es que debemos desplegar nuestro esfuerzo por mejorar el
funcionamiento de la sociedad en que la Providencia nos ha colocado.
Por otra parte, la
actuación de los partidos no es necesariamente mala. En efecto, en todos los
tiempos, los hombres se han agrupado en torno a líderes, ideas o intereses,
para tratar de influir en la conducción de la sociedad, incluso cuando regía la
monarquía y existía la aristocracia. La parte no siempre constituye una
facción, ni la discrepancia afecta al bien común, mientras se mantenga dentro
de ciertos límites. Por eso la Iglesia reconoce como legítima “la diversidad de
pareceres en materia política...La Iglesia no condena en modo alguno las
preferencias políticas, con tal que éstas no sean contrarias a la religión y la
justicia” [2].
Ahora bien, ya
hemos dicho que los grupos sociales intermedios –que, por ser intermediarios
entre la familia y el Estado, son infrapolíticos- no pueden asumir la
conducción del Estado ni ejercer la actividad específicamente política. Por
ello, la conducción global de la sociedad, que compete al Estado, debe estar
reservada a un tipo de personas con características especiales.
“El hecho natural
de la existencia de un estamento dirigente de la vida política,…se conecta con
la doctrina clásica de la vocación, según la cual en los hombres existen
aptitudes naturales para los diversos oficios que requiere la comunidad,
incluso para el más elevado, esto es, el oficio político, pues, como decía
Aristóteles, hay hombres cuya tarea propia parece ser la de gobernar a los
demás” [3].
Entonces, ¿a
través de qué medios pueden seleccionarse a los hombres que habrán de gobernar
en un sistema republicano, y en qué tipo de entidades habrán de agruparse de
acuerdo a sus preferencias políticas? En el mundo contemporáneo, en la casi
totalidad de Estados, existen sistemas pluripartidarios o de partido único; las
pocas excepciones consisten en Estados con gobiernos militares. Pero, aún en
esos casos, la experiencia del último siglo indica que, luego de períodos
transitorios, se produce “el eterno retorno de los partidos” [4]. No se ha
logrado articular todavía una forma de convivencia que pueda prescindir de los
partidos en la actividad política.
Como reconoce el
Concilio Vaticano II: “Es perfectamente conforme con la naturaleza humana que
se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los
ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades
efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos
jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la
determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones
y en la elección de los gobernantes” (Constitución Gaudium et Spes, p. 75).
El profesor Félix
Lamas ha explicado, con mucha claridad, que los partidos: “Pueden considerarse
de existencia necesaria en la misma medida en que es inevitable una cierta
dosis de discordia en toda comunidad...”, y por ello es que hay “un margen
funcional admisible en los partidos: pueden constituir vehículos de opinión o
canales del querer sobre cuestiones opinables, cuando éstas no encuentren
adecuada expresión a través de las comunidades naturales, vgr.: la postulación
de candidatos o el sostenimiento de un determinado programa conforme con el
bien común” (Cabildo, setiembre de 1982).
Creuzet añade:
“Acontece también que su existencia resulta el único medio de contrabalancear
el poder tiránico de un Estado descarriado... En este caso, los partidos de la
oposición se transforman en verdaderos cuerpos intermedios, apoyo de las
personas, de las familias, de los otros cuerpos sociales, en su justa resistencia
contra la tiranía” [5].
Debe reflexionarse, además, en que hoy, más que nunca,
la actividad gubernamental es tremendamente compleja y requiere una formación
adecuada, que se adquiere luego de muchos años de estudio y experiencia.
Precisamente, porque no aceptamos la ilusión populista de que cualquier persona
puede desempeñar un cargo público, ni bastan la honestidad y el patriotismo
para gobernar con eficacia, es que pensamos que resulta imprescindible
constituir grupos de hombres con auténtica vocación política, que se preparen
seriamente para gobernar. Y,
por ahora, no hay otra vía idónea que la que ofrecen los partidos, que se
fundamentan -o deberían hacerlo- en una cosmovisión global y elaboran programas
con las soluciones que proponen para cada uno de los problemas que debe
afrontar el Estado. Los aspectos
negativos del funcionamiento de los partidos en la Argentina, podrían
corregirse fácilmente, con una modificación de la ley orgánica respectiva, para
lo cual, debe existir, por supuesto, la previa decisión de un número suficiente
de patriotas dispuestos a intervenir en el único ámbito donde se pueden mejorar
las instituciones públicas.
Para finalizar,
recordemos la advertencia de San Juan Pablo II, al decir que los fieles:
“de ningún modo
pueden abdicar de la participación en la política”.
“Las acusaciones
de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con
frecuencia son dirigidas a los hombres de gobierno, del parlamento, de la clase
dominante, del partido político, como también la difundida opinión de que la
política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifican lo más mínimo
ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa
pública” [6].
(*) Extractado de:
Mario Meneghini. “La Política: obligación moral del cristiano”; Ediciones Del
Copista, 2008,
1) León XIII. Au
milieu des sollicitudes, p. 23.
2) León XIII. Cum
multa, p. 3.
3) Sampay, Arturo. “Introducción a la Teoría del Estado”;
Bibliográfica Omeba, p. 490.
4) Lucas Verdú, Pablo. “Principios de la política”;
Tecnos, T. III, p. 48.
5) Creuzet, Michel. “Los cuerpos intermedios”; Speiro, p.
101.
6) Juan Pablo II. Cristifideles
laici; p. 42.
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