Biden, en un callejón sin salida
Eugenio Capozzi
Brújula cotidiana,
25-03-2023
La cumbre en Moscú
entre Xi Jinping y Vladimir Putin ha desmentido todas las expectativas
estadounidenses y europeas sobre el aislamiento del presidente ruso. En cambio,
ahora es Estados Unidos quien se encuentra en una posición incómoda porque
nunca ha considerado un plan B, y puede que tenga que esperar a la salida de
Biden para salir del punto muerto.
En los últimos
meses, los comentaristas occidentales más afines a la línea de la
administración Biden sobre la guerra ruso-ucraniana siempre han desechado con
fastidio los temores de quienes señalaban el riesgo de que el “muro contra
muro” contra Putin reforzara sobre todo a China, vinculando cada vez más a
Moscú con Pekín y favoreciendo la soldadura de un bloque asiático con una
función antioccidental.
Las repetidas
expresiones de cercanía a Rusia del régimen de Xi Jinping -aunque desde una
posición declarada de “imparcialidad”- han sido regularmente minimizadas por
esos comentaristas como ficciones diplomáticas, tras las que se habría ocultado
una verdadera impaciencia china con la política imperialista de Putin, y que de
hecho habrían ido seguidas de una creciente presión sobre Moscú para poner fin
al conflicto que preocupa bastante a Pekín por sus posibles consecuencias
económicas y geopolíticas.
Pues bien, la
visita de Xi a Moscú en los últimos días parece desmentir de una vez por todas
estas interpretaciones, revelándolas esencialmente ilusiones de las
cancillerías de Estados Unidos y la OTAN. Durante toda la cumbre, ambos
gobiernos han enviado señales, todas y cada una de ellas con un significado
inequívoco: la solidaridad entre Rusia y China, el mayor fortalecimiento de sus
lazos mutuos, su oposición a la “mentalidad de guerra fría” atribuida a
Occidente, e incluso su voluntad de construir un “nuevo orden mundial” alternativo.
Una dirección de viaje significativamente acompañada por los datos económicos
del último año, que indican el aumento de las exportaciones de carbón, gas y
petróleo ruso a China y de productos manufacturados chinos a Rusia, así como el
megaproyecto de oleoducto “Power of Siberia 2”, compartido por ambos países y
Mongolia.
Por supuesto, el
esperado (por Putin) y temido (por los estadounidenses) anuncio de suministros
militares chinos a Putin no ha llegado. Xi sigue esforzándose por presentarse
ante la opinión internacional como un “mediador” entre Rusia y Ucrania,
ofreciendo su plan de paz como punto de partida para el diálogo. Pero no cabe
duda de que, en esta ocasión, ha dejado claro al mundo no sólo que no tiene la
menor intención de abandonar a Putin a su suerte, sino que está decidido a
reforzar su papel de “garante” y “protector” de los intereses geopolíticos de
Moscú, hasta el punto de considerar como propio cualquier daño que sufra el
“querido amigo” ruso (expresión repetida recíprocamente decenas de veces
durante los tres días).
Ante este hecho ya
innegable, los analistas “Bidenianos” ya están cambiando bruscamente su versión
de los hechos: del Leitmotiv “Ya verás, Xi va a dejar tirado a Putin” a ese
“¿Has visto? Dijimos que los chinos no eran de fiar, un tirano nunca iría
contra otro tirano...”. Ahora insisten sobre todo, tras la reacción
extremadamente nerviosa del portavoz del Pentágono, John Kirby, en que el plan
de paz chino es poco fiable, una mera tapadera para dar tiempo al aliado Putin
a consolidar sus conquistas (Kirby llegó a advertir a los ucranianos que no lo
tuvieran en cuenta incluso antes de que se les explicara en detalle, y que no
aceptaran ninguna propuesta de alto el fuego).
Pero precisamente
este nerviosismo y esta acusación son la prueba contraria de que todos los
petulantes comentarios anteriores sobre el supuesto aislamiento de Rusia eran
erróneos: algo que ya debería ser evidente desde hace meses, dado que el tan
esperado colapso de la economía rusa bajo el peso de las sanciones
internacionales no se ha producido, que más de la mitad del planeta no ha
adherido a esas sanciones, y que las posibles pérdidas de Moscú en las
relaciones con Occidente se han visto compensadas en gran medida por el aumento
del comercio con China, India, los países islámicos y latinoamericanos.
En realidad, el
espectáculo propagandístico mundial desplegado por los regímenes chino y ruso
en los últimos días consagra un hecho que una minoría de comentaristas
occidentales nada afines al Kremlin, pero constructivamente críticos, venía
señalando desde el comienzo de la guerra: ir al enfrentamiento frontal con
Moscú, sin contemplar siquiera una posibilidad de mediación, habría “entregado”
Rusia a China, ciertamente en una posición decididamente subordinada, pero en
conjunto sólida, como para permitir a Putin una guerra prolongada prácticamente
hasta el amargo final, y al mismo tiempo funcional para inclinar aún más el
centro de gravedad del poder mundial hacia Asia, proporcionando a Pekín
pretexto y medios para hacer oír su voz con respecto a Taiwán y la zona
Indo-Pacífica.
Ahora, a la luz de
los acontecimientos que ha puesto de relieve la visita de Xi a Moscú, quien se
encuentra en una situación muy incómoda es precisamente Estados Unidos. Tras la
política inequívocamente antirrusa abrazada por las administraciones demócratas
(y también por las republicanas, con la excepción de Trump), Biden ha optado
por tocar una sola nota en la partitura, la de “agresor y agredido”, apostando
todas sus cartas a la derrota militar de los rusos, o al menos a su desgaste en
el atolladero de un “Vietnam” este-europeo, y a la incorporación de facto de
Ucrania al sistema de alianzas político-militares atlánticas, sin plantearse
ningún “plan B”. Ahora, tras un año de conflicto, pérdidas humanas e inmensa
destrucción, los estadounidenses parecen haberse convertido en prisioneros de
esa línea, sin alternativas, y obligados a reiterar sin cesar, junto con el
presidente ucraniano Zelensky, el disparate de que la única forma de iniciar
conversaciones de paz sería la retirada de los rusos de todo el territorio de
Ucrania: algo que supondría una rendición incondicional rusa, tras la cual no
está claro qué habría que negociar.
Si durante muchos
meses la propaganda de la administración estadounidense, la OTAN, el G7 y la UE
parecía centrarse en un posible cambio de régimen en Moscú, con la destitución
de Putin, hoy parece ocurrir lo contrario: para salir de una situación de jaque
mate cada vez más problemática para Occidente, sólo hay que esperar un cambio
de guardia en la Casa Blanca, con un nuevo liderazgo capaz de reconsiderar la
cuestión ucraniana en el marco más amplio de un sistema de seguridad
continental que también sea aceptable, en cierto modo, para Moscú.
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