EE.UU. y Francia
evalúan las estrategias
Brújula cotidiana,
24-02-2021
Tanto la nueva
administración de Biden en Estados Unidos como la Francia de Macron cuestionan
sus largos conflictos contra el terrorismo yihadista. Estados Unidos es incapaz
de poner fin al largo conflicto en Afganistán y, si se retiran, saben que los
talibanes tomarán ventaja. Lo mismo se aplica a los franceses en el Sahel, en
la campaña contra Isis y Al Qaeda.
¿Irse, dejando el
terreno a los yihadistas y a las débiles fuerzas del gobierno local o quedarse
y luchar sin perspectivas de victoria a corto o medio plazo? El dilema afecta a
todo Occidente en las campañas contra los yihadistas en Afganistán, Irak y el
Sahel, pero la impresión es que pocos se dan cuenta realmente del significado
estratégico de las decisiones que se tomarán.
En los últimos
días, el general Kenneth McKenzie, jefe del Comando Central de Estados Unidos
responsable de las operaciones en Irak, Siria y Afganistán, acusó a los
talibanes de ser responsables de la violencia en Afganistán. “Isis palidece
en comparación con lo que están haciendo los talibanes. Están desatando una
serie de ataques en todo el país contra las fuerzas afganas, con asesinatos
selectivos en varias áreas urbanas. La violencia no está dirigida contra
nosotros ni contra nuestros amigos de la coalición de la OTAN, está dirigida
contra las fuerzas militares y de seguridad afganas y también contra el
pueblo”, dijo McKenzie.
Ya el 29 de enero,
el Pentágono acusó a los talibanes de no cumplir las promesas que incluyen la
reducción de los ataques y cortar los lazos con grupos terroristas como
al-Qaeda. Los talibanes, que han lanzado una serie de ofensivas especialmente
en el Sur, respondieron exhortando a Estados Unidos a respetar el acuerdo de
Doha alcanzado con Donald Trump, que prevé la retirada de las tropas
estadounidenses de Afganistán para mayo, a cambio de garantías de seguridad. La
administración Biden parece estar considerando una revisión del acuerdo, pero
aún no está claro si se trata de una reevaluación de toda la campaña militar o
simplemente de un despecho contra la administración anterior. “Sin respetar el
compromiso de renunciar al terrorismo y detener los ataques contra las fuerzas
de seguridad afganas y, por tanto, contra el pueblo afgano, es muy difícil ver
específicamente cómo podemos avanzar con el acuerdo negociado”, dijo el portavoz
del Pentágono, John Kirby, a finales de enero; destacando que, por lo tanto,
aún no se había tomado ninguna decisión.
Kirby reiteró que
la administración Biden quiere mantener el compromiso asumido con el acuerdo.
“El secretario de Defensa fue claro en su audiencia en el Senado, que debemos
encontrar un final razonable y racional a esta guerra, y esto debe suceder a
través de un acuerdo negociable que involucre al gobierno afgano”. En cambio,
el secretario de Estado, Antony Blinken, anunció una revisión del acuerdo para
“comprender exactamente los compromisos asumidos por los talibanes y los
compromisos asumidos por nosotros”. Más allá de los matices del lenguaje
político, la cuestión parece muy clara, al menos en términos militares: la
retirada de Estados Unidos y sus aliados conducirá a un ataque talibán a gran
escala, destinado a socavar las defensas de las fuerzas de Kabul y recuperar el
control de la nación centro-asiática.
Si los
estadounidenses muestran incertidumbre y titubean, incluso la OTAN solo puede
hacer lo mismo. “Nos enfrentamos a muchos dilemas y no hay opciones fáciles. No
hemos tomado una decisión final sobre nuestra presencia futura, pero a medida
que se acerca la fecha límite del 1º de mayo, continuaremos consultando y
coordinando juntos como una Alianza”, dijo el secretario general de la OTAN,
Jens Stoltenberg, el 18 de febrero después de la cumbre de ministros de la
Alianza del Atlántico. Para Stoltenberg, la OTAN “sólo dejará Afganistán cuando
sea el momento adecuado”, la prioridad “es apoyar el diálogo y los compromisos
por la paz”, que representan “el único camino hacia la pacificación” del país
en el que “los aliados fueron juntos y se irán juntos”.
En Irak y Siria,
la situación no es menos incierta. Si bien el Estado Islámico está volviendo a
ser activo y cada vez más organizado y letal, la presencia de los Estados
Unidos es cada vez menos bienvenida tanto para las fuerzas del gobierno sirio
(que las consideran invasoras) como para las tropas turcas que han ocupado
partes del norte de Siria e Irak (que los considera amigos de los “terroristas”
kurdos) y de las milicias escitas iraquíes proiraníes (que atacan las bases de
la Coalición con cohetes y morteros). Para dar una señal de discontinuidad con
la Era Trump, la administración Biden ha enviado 200 soldados a Siria Oriental
( en donde hay menos de mil estadounidenses), evalúa enviar algunos refuerzos a
Irak (en donde hay solo 2.500 militares estadounidenses como en Afganistán). En
cualquier caso, fuerzas insuficientes para constituir un disuasivo creíble o
para entrenar y apoyar a las tropas del gobierno local en el campo de batalla.
Por ello, si la
Casa Blanca renunciara a la retirada tendría que proceder con un nuevo refuerzo
de los contingentes, especialmente el de Afganistán, pidiendo nuevamente ayuda
a los aliados de la OTAN y renovando un tira y afloja estratégico que ha hecho
que inútiles las victorias del pasado e inconsistentes las capacidades
operativas desplegadas.
El mismo dilema lo
enfrenta en estos meses Francia en el Sahel. El presidente Emmanuel Macron
anunció el 16 de febrero, en la cumbre del G5 Sahel en N’Djamena, que se
revisará la presencia militar francesa en el Sahel, como muchos piden a París,
pero no de inmediato. “Se realizarán cambios significativos en nuestro
dispositivo militar a su debido momento, pero no de inmediato”, dijo Macron.
Por lo tanto, la Operation Barkhane contra los yihadistas sahelianos no sufrirá
una reducción, por ahora: involucra a 5.100 soldados con 500 vehículos
blindados, más de 400 vehículos logísticos, una veintena de aviones y unos
cuarenta helicópteros que apoyan a las fuerzas de Mali, Níger, Burkina Faso,
Chad y Mauritania (G5 Sahel), además de las fuerzas de paz de la ONU en Mali.
En la región además hay fuerzas militares estadounidenses, que también se están
reduciendo en África. Un compromiso agotador pagado por París con 55 bajas,
cientos de heridos y costos que superaron los mil millones por año; sin que las
batallas ganadas hubieran llevado a la derrota decisiva del enemigo y sin que
los socios europeos salieran al campo con tropas y medios consistentes.
Si excluimos a los
pequeños contingentes checos, estonios, suecos y pronto también italianos del
grupo de trabajo de las fuerzas especiales de Takuba, la campaña contra los yihadistas
de al-Qaeda (Grupo de Apoyo al islam, a los musulmanes y a Katiba Macina) y el
Estado Islámico (Estado Islámico en el Gran Sahara) sigue siendo un “affaire”
francés. Sin embargo, basta con echar un vistazo al mapa para comprender que
acabar con los yihadistas en el Sahel sería de interés común y que esa campaña
debería ser librada por toda Europa, no solo por Francia. Una victoria de los
yihadistas en esta región, aumentaría la presión sobre las naciones del norte
de África, ya muy expuestas a la amenaza yihadista, y sobre el sur de Europa.
La ampliación del radio de acción de las fuerzas yihadistas ya es de hecho una
realidad: en noviembre de 2020 el director de la Dirección General de Seguridad
Exterior (DGSE), Bernard Emié, afirmó que al-Qaeda está desarrollando un
“proyecto de expansión” hacia el Golfo de Guinea, en particular en Costa de
Marfil y en Benin.
En enero de 2020,
en la cumbre de Pau, Francia anunció el envío de 600 soldados para reforzar el
Sahel e indicó el principal enemigo a ser derrotado en el Estado Islámico en el
Gran Sahara: un año después, París enfatizó la necesidad de luchar contra las
milicias de Al-Qaeda, fortaleciéndose hasta el punto que los gobiernos de Mali,
Níger y Burkina Faso ahora planean abrir negociaciones con los insurgentes.
Exactamente como hizo Estados Unidos y luego el gobierno de Kabul con los
talibanes. El resultado está ahí a la vista de todos.
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