El fracaso de una nación después de treinta
años de guerra
Brújula cotidiana,
02-02-2021
Hace treinta años,
el 26 de enero de 1991, en Somalia terminó la dictadura de Siad Barre, un
régimen que había durado 22 años, y comenzó una furiosa guerra entre clanes que
aún no ha acabado. Casi todo el mundo en aquellos primeros días se había
alegrado por el comienzo de una nueva era, convencido de que por fin, al
derrocar al tirano, los somalíes harían realidad los ideales de libertad y
justicia que habían inspirado las revueltas anticoloniales en toda África,
aprovecharían sus recursos humanos y naturales, dejarían atrás el subdesarrollo
y la dependencia de las potencias extranjeras y la ayuda internacional. Los
pocos que comprendieron la realidad fueron silenciados tachados de “profetas de
desventuras”: son aquellos que sostenían que los clanes, mantenidos bajo
control durante décadas por Barre y posteriormente unidos en una efímera
coalición contra él, comenzarían a luchar por el poder, completamente incapaces
de compartirlo y ni siquiera, al menos, de dividirlo.
Los líderes de los
clanes somalíes son uno de los peores ejemplos de liderazgo africano:
irresponsables, insensatos y codiciosos, sin freno. Han permitido que la
población sea diezmada por una hambruna sin precedentes mientras sus milicias
luchaban con saña contra los civiles para conquistar y defender un metro de
territorio tras otro; sin escrúpulos hasta el punto de que los convoyes
humanitarios organizados por la comunidad internacional tenían que pagar
derechos para entrar en los territorios controlados por los distintos clanes:
detenidos, amenazados y obligados a pagar más dinero cuanto más grave era la
emergencia, la urgencia de llegar y de salvar vidas.
Se les llamaba
“señores de la guerra” y ciertamente vivían como señores, a expensas de la
comunidad internacional, huéspedes de los mejores hoteles de la capital de la
vecina Kenia, Nairobi, donde la diplomacia internacional consiguió que se
reunieran en torno a interminables mesas de negociación en 2004. Dichos
encuentros desembocaron en la formación de un gobierno y un parlamento en el
exterior, con puestos y cargos asignados estrictamente según el peso de los
cuatro clanes principales. Pero esto no fue suficiente para que los
contendientes depusieran las armas, ni siquiera cuando al año siguiente las
instituciones políticas fueron trasladadas a regañadientes a la capital somalí,
Mogadiscio. Por el contrario, casi de inmediato nació una coalición
antigubernamental que, a su vez, se fragmentó en otras unidades: la Unión de
Tribunales Islámicos, vinculada al terrorismo islámico internacional y lo
suficientemente fuerte como para tomar Mogadiscio y otras ciudades importantes,
de la que en 2006 surgió Al Shabaab, el poderoso grupo yihadista vinculado a Al
Qaeda, que aún controla vastos territorios y realiza atentados en el corazón de
la capital.
Los líderes
somalíes prometieron una transición democrática que habría seguido una hoja de
ruta detallada –redactar una constitución, hacer un censo de la población y
luego acudir a las urnas para elegir al parlamento y al jefe de Estado- y a
cambio obtuvieron una financiación astronómica y una protección militar
constante. El único paso real dado, sin embargo, fue la carta constitucional
aprobada en 2012 por la Asamblea Constituyente –un acontecimiento aclamado por
la ONU como “un logro histórico”-, que en realidad fue redactada
apresuradamente sobre la base de una plantilla proporcionada por la ONU y que
para ser definitiva necesita un referéndum popular que nadie sabe cuándo se
convocará. El territorio nacional está lejos de la paz y la seguridad y tampoco
existe un registro de las personas habilitadas para votar (es impensable
intentar un censo de la población), por lo que las elecciones parlamentarias y presidenciales
que, tras muchos aplazamientos, deberían haber tenido lugar en 2020 y 2021
respectivamente, están actualmente aplazadas sine die. El Parlamento y el
presidente siguen siendo elegidos por los líderes de los clanes y subclanes.
La financiación ha
llegado igualmente a pesar de la fallida transición democrática, de los
continuos escándalos de corrupción y de las denuncias de desaparición de fondos
de cooperación internacional. Un informe elaborado en julio de 2012 por el
Grupo de Seguimiento sobre Somalia por encargo de la ONU reveló que “de cada
diez dólares que la comunidad internacional entrega al gobierno somalí para la
reconstrucción y el apoyo a la población, siete nunca llegan a las arcas del
Estado”. El informe llegaba a decir que “nada se hace en las instituciones
somalíes sin que alguien pronuncie la frase ‘¿Y yo qué gano con esto?’”. Dos
meses antes, un informe del Banco Mundial aseguraba que entre 2010 y 2011 se
había perdido el 68% de la ayuda internacional proporcionada al gobierno somalí.
Aun así, en 2013, una conferencia de países donantes acordó una de las mayores
contribuciones jamás realizadas para el “New Deal” somalí: 1.800 millones de
euros, de los cuales más de un tercio fue aportado por la UE, y se sumaron a
los 1.120 millones de euros ya entregados entre 2008 y 2013.
La seguridad de
las instituciones políticas somalíes y el desempeño de las actividades
económicas siguen estando garantizados por un ingente despliegue de fuerzas y
recursos internacionales. A finales de 2006, Etiopía intervino con un
contingente militar, con el apoyo de Estados Unidos. Luego, en 2007, se creó
Amisom, una misión de la Unión Africana, compuesta por 22.000 “cascos verdes”,
soldados y agentes de policía suministrados por ocho Estados africanos, pero
financiados por la UE, que desde entonces garantiza el control de parte de la
capital. El peor atentado perpetrado en Mogadiscio por Al Shabaab, uno de los
más graves del mundo, fue en octubre de 2017, cuando un coche bomba con cientos
de kilos de explosivos detonó en el centro de la ciudad y mató a más de 500
personas. El más reciente, el 2 de enero, fue un atentado suicida en una obra
de construcción de una carretera turca en el Bajo Juba, en el que murieron
cuatro personas y más de diez resultaron heridas. La retirada de 700 soldados
estadounidenses a mediados de enero hace temer una intensificación de las
actividades yihadistas. A su vez, el aplazamiento de las elecciones está
creando tensiones que podrían degenerar, comprometiendo el delicado y frágil
equilibrio político del país.
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