por José Luis
Milia
Informador
Público, 6-6-21
Hubo un momento en
el que los argentinos creyeron que la guerra que los atormentaba, una guerra
sucia y desgraciada, colateral de la guerra fría- donde el eje de la acción bélica
era la bomba, la huelga revolucionaria o el asesinato por la espalda en
cualquier esquina del país, pero también el asalto a cuarteles y el bosque
tucumano como remedo de un Vietnam autóctono- había terminado. Era tanto el
deseo que así fuera que no se les ocurrió pensar que generalmente las
expresiones de deseo casi nunca se cumplen.
Que fue la
flaqueza moral de los políticos argentinos lo que llevó, ese 24 de marzo, a
unos desconcertados militares a tomar el gobierno es algo que no necesita
demostración, pero no exculpa a los mandos militares de este dislate ya que
creían, a pie juntillas, que esa guerra era una continuación de la política y
que, ganándola militarmente, ahí acababa todo.
Hoy, en Argentina
2021, la realidad se ríe del axioma de Clausewitz porque hace casi cuarenta
años que estamos viviendo una política que es la continuación de esa guerra que
no se supo manejar, ni menos aún, ganar. Ese día, el 24 de marzo de 1976, la
República estaba ganando la guerra y ese mismo día, perdió la oportunidad de
terminarla. ¿Por qué sucedió este desatino?
Hay variadas
razones que explicarían el desastre, pero solo una es, a mi modo de ver,
aceptable y, aunque para muchos sea indecoroso mencionarla, lo que se vive hoy
en la Argentina lo confirma. Ese día de marzo de hace cuarenta y cinco años un
grupo de generales, almirantes y brigadieres impidieron, con su acción, que la
guerra que se libraba en el territorio nacional, y que estaba circunscripta a
las “orgas” terroristas y a las Fuerzas Armadas, se extendiera a toda la
población, que esa guerra de facciones se convirtiera en una guerra civil hecha
y derecha.
Más allá del hecho
que permitir a los civiles hacer la guerra a las “orgas”- fuera del servicio
militar obligatorio- era la imagen plena de la Patria en armas, esta hubiera
tenido también una consecuencia práctica que hoy sería inapreciable, si esa
multitud que antes de marzo del ’76 pedía cadalsos y fusilamientos públicos
hubieran tenido en sus manos la sangre de los terroristas muertos o desaparecidos
otra sería la Argentina de hoy. A nadie, o a muy pocos, les preocuparía si el
enemigo había dejado 10 ó 30.000 cadáveres, ni si estaban enterrados o
fondeados en el mar, porque fuera cual fuese el número, cada uno de ellos nos
pertenecería a todos, y de esta manera, la guerra, sí hubiera terminado.
Pero esos jefes se
dejaron seducir también por interesados cantos de sirenas que le soplaban al
oído que no solo estaban para ganar una guerra, sino que esta era también una
oportunidad para hacer algo más que lo que su profesión les dictaba. Tenían una
tarea superadora de la guerra- les decían las “sirenas cantoras”- tenían que
reorganizar el país, tenían que devolver la ética a la República. Un sueño que
solo podían soñar, pero que no estaban capacitados para hacerlo realidad. No
permitieron a la sociedad civil meterse en la guerra, pero tampoco le
permitieron hacer que la paz fuera algo más que una ilusión.
Siete años
después, toda esa ilusión se había perdido. Todo había terminado peor que mal.
Con mucha pena y la única gloria que la Argentina tuvo en los últimos años -esa
que diez mil tipos con su valor y denuedo le dieron a la Patria en esas islas
tan lejanas, pero tan queridas-, el proceso se fue. Los argentinos, vaya
novedad, se habían cansados. Con la furia y la cobardía del converso querían
abrevar en una biblia nueva, les había fallado la espada, tantas veces pedida,
y la “solución” estaba en ese librito liminar de la República al cual, tantas
veces, civiles y militares habían usado de papel higiénico. Ni lerdo ni
perezoso un “santón” laico- devenido hoy en “padre de la democracia”, porque
para la mentalidad “argenta” la muerte mejora a cualquiera- lo ensilló para
llevar adelante su proyecto. Nada de su prontuario les importó a los
argentinos, ni que hubiera sido abogado defensor de terroristas ni que la
ineptitud fuera el común denominador de él y de sus colaboradores, un ilustre
conjunto de vanos charlatanes que creían que la única manera de solucionar los
problemas de la República era inventando impuestos o revisando el pasado;
pasado del cual ellos, al igual que todos los políticos, habían sido
responsables.
Por estupidez o
por ideología eligió, el “santón de la democracia”, limpiarse el trasero con la
Constitución Nacional y dio el puntapié inicial que inauguró los circos
judiciales destinados a vengarse de todo aquel que hubiera combatido a la
subversión, primer acto de esta ópera trágica que aún no ha concluido y que
tiene como objetivo la destrucción de las Fuerzas Armadas y, por extensión, de
la República.
Ese 10 de
diciembre de 1983, con el proceso en fuga, comenzó la segunda parte de esa
guerra que a la Argentina le había costado tanta sangre y dolor y que se
hubiera podido ganar. La subversión, incapacitada militarmente supo que las
condiciones estaban dadas para seguirla de otra manera, sembrando en silencio
su semilla. Se enfocaron en Gramsci y dejaron para el “Che” las camisetas,
porque el tiempo había dejado de importar. Disfrazados de “progres”, sabían que
ahora podían contar con la confusión y la hipócrita contrición de la mayoría de
los argentinos que, de haber pedido mil horcas en Plaza de Mayo, ahora se
horrorizaban por los desaparecidos como si desapariciones y muertes hubieran
ocurrido en Mongolia. Y a caballo de nuestra desidia lo fueron haciendo bien.
Empezaron a copar las escuelas donde en poco tiempo consiguieron que la
disciplina fuera una expresión cuartelera insoportable en la nueva “escuela
democrática”, pues era menester que el orden y la autoridad desaparecieran de
ella.
Lo que vino
después, es conocido, una democracia enclenque manejada por iletrados pedantes
que la han reducido a la decisión del voto sin haber enseñado al pueblo que le
diferencia de ésta con una dictadura son las obligaciones civiles que su
ejercicio conlleva. Si los primeros doce años de la Argentina “democrática”
fueron malos, los últimos, hasta el día de hoy, no podrían haber sido peores.
Año a año hemos visto que la preocupación de la dirigencia política no ha sido
combatir la pobreza que ha crecido hasta el numero vil que nos dice que de cada
diez chicos menores de diecisiete años siete son pobres, que pese a las vanas
promesas de mejorarla, la educación pública solo sirve para adoctrinar futuros
piqueteros y tirabombas en el resentimiento revolucionario y que, aunque se han
llenado la boca con la defensa de la salud pública, esta no ha dejado de ser
una ficción, ficción que puesta a prueba en esta pandemia que asola al mundo
nos ha entregado 80.000 cadáveres, de los cuales un tercio podrían seguir vivos
si la gestión vacunatoria no hubiera sido una infame sucesión de negociados,
componendas y hurtos.
Hoy, con este
gobierno están dadas las condiciones para que los argentinos perdamos paz y
libertad, su objetivo es la pauperización de la sociedad argentina, objetivo
que con el “manejo” de la economía y de la pandemia- cuarentenas eternas,
cierre de escuelas, fábricas y negocios y pésima gestión en salud- se está
logrando. El modelo político que el kirchnerismo promueve es el mismo de los
años setenta, un modelo autoritario que de republicano ni siquiera tiene un
barniz.
Estos son los
hitos de esa guerra que continúa, y que es probable que perdamos
definitivamente. Guerra que nunca dejó de estar presente entre nosotros aunque
no queríamos verla y los políticos ocultaban.
No hay comentarios:
Publicar un comentario