a la criminalidad organizada como política de
Estado
Andrés Basso
Infobae, 16 Ago,
2023
Es sabido que para
enfrentar con posibilidades de éxito al crimen organizado resulta necesario el
compromiso real de todos los poderes del Estado, a través de una actuación
coordinada de los actores, agencias e instituciones con responsabilidad en la
temática.
Si bien
habitualmente la mirada se circunscribe -equivocadamente- sólo en el Poder
Judicial, la realidad es que los jueces y los fiscales son los encargados de
actuar en último término, cuando los hechos, en la gran mayoría de los casos,
ya han sucedido.
Por eso es vital
la adopción, por parte del Estado, de políticas criminales estables, que sean
permanentes y a largo plazo, que trasciendan los gobiernos de turno;
desechándose de plano las soluciones efectistas a las que son muy propensos
-lamentablemente- las autoridades políticas.
A fin de poner en
contexto el tema que aquí nos convoca, cabe afirmar que los delitos relativos
al narcotráfico, lavado de activos, trata de personas con fines de explotación
laboral o sexual, venta de armas, terrorismo, corrupción, entre otros, forman
parte de la denominada delincuencia organizada trasnacional y tienen, en
efecto, características particulares que los distinguen de los delitos comunes.
Así, puede
afirmarse que el crimen organizado engloba toda aquella actividad ilícita
industrial, comercial y financiera de alta rentabilidad, llevada a cabo por un
grupo de personas bajo un modelo de actuación preestablecido, con orientación
empresarial y carácter transnacional, con el objetivo de obtener un beneficio
económico o material, utilizando frecuentemente la corrupción de funcionarios
públicos para procurar el éxito del emprendimiento y la impunidad de sus integrantes.
Estas
organizaciones tercerizan gran cantidad de sus tareas en servicios
profesionales (lo relativo a cuestiones financieras, contables, legales, entre
otras). A su vez, cuentan, a la par de esta asistencia profesional calificada,
con personas que ocupan los eslabones menores y que son utilizadas para la
realización de las tareas que no requieren mayor cualificación, las que
usualmente suelen aprovecharse para los actos más riesgosos de la operatoria
criminal, siendo tal aporte, por ende, fungible.
Se trata, ni más
ni menos, del aprovechamiento que realizan estos grupos delictivos de aquellas
personas que integran las franjas sociales más vulnerables del tejido social,
aquellos excluidos del sistema como las mulas en el caso del narcotráfico,
indigentes utilizados como prestanombres para que figuren como titulares de
sociedades comerciales o a cargo de operaciones financieras, en casos de lavado
de dinero, entre otros.
El cuadro
descripto se complejiza aún más al verificar que, por el gran poderío económico
con que cuentan estas organizaciones criminales, tienen la posibilidad de
corromper todo tipo de instituciones públicas, ya sea policiales, políticas,
judiciales; como así también del ámbito empresarial, a la vez que cuentan con
poder de influencia en los medios de comunicación.
El escenario
reseñado muestra a las claras que estamos ante verdaderas redes delictivas,
altamente sofisticadas y con gran capacidad de penetración institucional. En
consecuencia, es un verdadero desafío para el Estado enfrentar este tipo de
criminalidad organizada que, sin dudas, resultan una verdadera amenaza para el
mantenimiento del Estado de derecho, puesto que socavan las bases mismas de los
sistemas democráticos.
Ante esa realidad,
la política criminal de los distintos países, a lo largo de los años, fue
receptando los distintos institutos, herramientas, recomendaciones, técnicas
especiales de investigación y demás protocolos establecidos por diversos
instrumentos internacionales, para tipificar los delitos de criminalidad
organizada conforme los parámetros establecidos en esos instrumentos, a la par
que se fueron diseñando dispositivos legales que permitieran investigar con más
posibilidades de éxito a estas organizaciones delictivas. Este proceso
efectivamente se produjo en nuestro país, a través de la adecuación de la
legislación local, tanto procesal como de fondo.
Lógicamente esta
situación se dio porque los sistemas penales, con sus herramientas
tradicionales, no resultaban suficientes -ni aptos- para poder investigar,
esclarecer y sancionar a este tipo de organizaciones criminales. En efecto, el
aparato estatal de prevención y represión de delitos no estaba preparado para
dar una respuesta adecuada y eficiente frente al delito complejo.
Sin perjuicio de
los avances logrados en la legislación, es necesario enfatizar que se necesita
del compromiso firme y continuo de todos los poderes del Estado (Ejecutivo,
Legislativo y Judicial), tanto a nivel nacional y provincial, como así también
del conjunto de las organizaciones de la sociedad civil.
Para ello, en
primer lugar, resulta esencial contar con instituciones fuertes, con plena
vigencia de la división de poderes y especialmente que se resguarde la
independencia judicial. Ninguna duda cabe al respecto que el fracaso de los
países en la lucha contra la criminalidad organizada viene del fracaso de sus
instituciones con responsabilidad en la materia.
Asimismo es clave
la cooperación internacional. En efecto, la criminalidad transnacional no puede
combatirse sólo con las herramientas contenidas en las legislaciones locales;
es necesario entender el delito complejo como fenómeno mundial, que opera sin
límites ni fronteras territoriales, no siendo posible -en la mayoría de los
casos- enfrentarlo sólo a través de las instituciones de un país. Por ello, el
accionar conjunto entre las naciones no es una alternativa, sino una necesidad
de primer orden.
Por otra parte, un
aspecto central que toda política de Estado debe tener para el abordaje de este
tipo de criminalidad, es el relevamiento de la enorme capacidad que estas
organizaciones delictivas tienen para corromper -de distintas maneras- a las
autoridades públicas. En sus relaciones con el poder político -y también
empresarial- estas redes criminales procuran asegurarse la forma de mantener
influencia, para así generar un marco de impunidad para desarrollar sus
acciones ilícitas.
Debe tenerse en
cuenta que esta penetración institucional es aún más grave en los países menos
desarrollados, ya que resultan los más vulnerables a la corrupción, por la
simple razón de que carecen de medios para controlarla con eficacia. La
criminalidad organizada se sirve fundamentalmente de la corrupción sistémica
(política, policial, sindical, empresarial) para desplegar sus actos delictivos.
En los países más
desarrollados, el combate sistemático y permanente a la corrupción y el crimen
organizado, la vigencia de la división de poderes y el respeto por la
independencia judicial, constituyen los mayores motores para el progreso y el
desarrollo, tanto en lo económico, para la recepción de inversiones genuinas,
como en lo institucional.
Por las razones
mencionadas es que, más allá de las reformas legales que puedan elaborarse,
resulta esencial que se releve y enfrente ese sistema corrupto, que funciona
como aliado indispensable del crimen complejo. En el ámbito regional, se pueden
apreciar las consecuencias nocivas y devastadoras generadas por la falta de
control y actuación a tiempo de las autoridades estatales.
Cabe reiterar aquí
lo dicho al comienzo, con una investigación judicial es posible esclarecer,
sancionar y eventualmente neutralizar en parte el delito complejo. Pero si no
existen políticas de Estado que impliquen una planificación estratégica, con
ejecución de las mismas en el mediano y largo plazo (más allá de los cambios en
las coyunturas políticas), con inversión de los recursos económicos necesarios
y con el acuerdo firme de todas las instituciones con competencia en la
materia, como así también de la ciudadanía, no se podrá combatir exitosamente
el vínculo existente entre la criminalidad organizada y ese sistema de malas
prácticas, máxime cuando esa vinculación se encuentra tan difundida y
articulada.
Y aquí cabe
destacar ciertas falencias estructurales del sistema institucional de nuestro
país, tales como el funcionamiento de los organismos de control de la gestión
pública, siendo necesario bregar por el mejoramiento del sistema de auditorías
de la gestión estatal, que permitan detectar las anomalías y los actos desviados
en forma previa al abordaje penal.
Así también la
necesidad de un sistema transparente para la contratación pública. Finalmente,
y estrechamente vinculado a lo que se viene diciendo, resulta necesario revisar
todo lo relativo al financiamiento de los partidos políticos.
En fin, el
abordaje para atender una problemática de la magnitud del crimen organizado
debe ser integral, con una mirada interdisciplinaria, y como parte integrante
de una verdadera política de Estado, que involucre a todos los poderes públicos
e instituciones competentes. Sólo de esa manera, con mecanismos de prevención
especialmente diseñados, cabe entender la trascendente actuación que luego le
cabe al Poder Judicial, en lo atinente a la investigación y, de corresponder,
sanción de los hechos sometidos a su conocimiento.
* El
autor es juez federal y presidente del Tribunal Oral en lo Criminal Federal
Nro. 3 de Capital Federal
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