los estremecedores detalles del atentado más
sangriento de Montoneros del que nadie habla
Ceferino Reato
Infobae, 18 de
Febrero de 2022
El sargento de
guardia Oscar Domínguez caminaba sin apuro hacia la salida del edificio cuando vio
reflejado en el vidrio del portón un fogonazo que le pareció de color azul
eléctrico; la aureola diabólica de una bola de fuego que avanzaba desde el
comedor devorando todo: cuerpos, mesas, sillas, armarios, pedazos de
mampostería y hasta el escritorio del personal de vigilancia. Domínguez no tuvo
ni tiempo de darse vuelta y fue arrastrado también él por la onda expansiva de
la bomba montonera, que arrancó el portón de cuatro metros de alto por seis de
ancho como si fuera de cartulina y deglutió a los agentes Víctor Flores y Hugo
Biazzo, que, parados en la vereda, custodiaban el ingreso con postura marcial.
El portón de
madera, hierro y vidrio voló por encima de la calle Moreno al 1400, en el
centro de la ciudad de Buenos Aires, y quedó estampado en la fachada de mármol
del edificio de enfrente; Domínguez rebotó contra el portón, dio otra vuelta en
el aire y cayó sentado —ya inconsciente— en diagonal a la sede policial; Flores
y Biazzo fueron arrastrados varios metros y también terminaron despatarrados, Flores
cerca de Domínguez, en la vereda de enfrente, y Biazzo en el medio de la calle,
junto al agente Roberto Palacios que acababa de salir de la Superintendencia de
Seguridad Federal para buscar el auto de uno de sus jefes cuando escuchó la
fuerte explosión y se vio tirado al suelo y puesto a rodar por la impiadosa
onda expansiva.
También el agente
Julio César Yusso terminó tirado en la calle, junto a Biazzo y Palacios; Yusso
viajó en la bola de fuego desde una mesa ubicada en la tercera fila del sector derecho
del comedor; a la una y veinte en punto de la tarde del viernes 2 de julio de
1976, en plena dictadura, Yusso terminaba el postre —un Vigilante: dulce de
membrillo y queso Mar del Plata— cuando fue levantado de la silla por la
rotunda explosión que cambiaría la vida de todos ellos y de sus familiares,
amigos y colegas.
De la bola de
fuego solo se salvó la imagen de la Virgen de Luján, patrona de la Policía
Federal, entronizada muy cerca del techo, a unos tres metros del portón de
ingreso. La Virgen de cerámica no se cayó, ni siquiera se movió; atravesó
indemne aquel infierno.
El sargento
Domínguez y los agentes Flores, Biazzo, Palacios y Yusso sufrieron quemaduras
en el rostro, cortes variados y fracturas en las piernas; pudieron recuperarse
luego de permanecer internados en el hospital policial Bartolomé Churruca, en
el barrio de Parque Patricios, aunque Domínguez quedó rengo de por vida. Los
cinco policías formaron parte de los ciento diez heridos que provocó la
explosión de la bomba colocada por Montoneros en el núcleo —el cerebro— del
dispositivo preparado por la Policía Federal durante una década y media para
vigilar, investigar, infiltrar y reprimir a las organizaciones guerrilleras.
Ciento diez
heridos y veintitrés muertos, el saldo total del peor atentado guerrillero
durante la sangrienta década de los 70, el más devastador ataque contra una
sede policial en todo el mundo. Y el
más cruento en la violenta historia de Argentina hasta el atentado contra la
sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) el 18 de julio de 1994.
La bomba de
Montoneros dejó incluso más muertos —una persona más— que la voladura de la
embajada de Israel en la Argentina, el 17 de marzo de 1992.
Entre los heridos,
los casos de Domínguez, Flores, Biazzo, Palacios y Yusso no fueron los más
graves. Varios policías sobrevivieron con graves mutilaciones; algunos,
postrados para siempre. Seis cadáveres quedaron destrozados, irreconocibles a
simple vista: carbonizados; sin brazos ni piernas; decapitados o con la cabeza
apenas colgando y convertida en una masa sin forma.
Todo eso por las
características del artefacto explosivo utilizado contra la fortaleza de la
Inteligencia policial: una “bomba vietnamita”, del tipo Claymore: además de
entre cinco y siete kilos de trotyl, cargaba bolas o postas de acero que
salieron disparadas como una metralla, que agujereó cuerpos, maderas y paredes,
junto con los tenedores, cuchillos, platos, vasos, botellas, bandejas, y hasta
la caja registradora y las patas de las sillas y mesas del comedor, que también
salieron volando para todos lados.
Precisamente, el
oficial ayudante Héctor Alejandro Castro, Castrito, que había cumplido
veinticuatro años el día anterior, fue atravesado de lado a lado por la pata de
una mesa metálica; lo encontraron gritando, pidiendo por su mamá, Carmen, y lo
llevaron al Churruca, donde murió ocho días después, el 10 de julio. El médico
Héctor Murro explicó que “no salió en ningún momento del grave coma de grados
tercero y cuarto” en el que fue internado.
“Castro era
compañero de promoción mío, la promoción número 69″, dijo el comisario
inspector Carlos Sablich, quien agregó: “Aquel día, yo iba a Defraudaciones y
Estafas, en el Departamento Central de Policía. En el momento de la explosión,
estaba en Moreno y Sáenz Peña, a menos de cien metros del lugar del atentado;
la puerta de entrada voló y se estampó enfrente”.
“En un atentado
así, si no te mata la onda expansiva te puede atravesar un cuchillo, un
tenedor, la pata de una mesa. Vuela todo lo que puede volar y se convierte en
un proyectil. Vi que, entre los primeros heridos, salía uno con un cuchillo
atravesado en la cara”, señaló Sablich, que con el tiempo se convertiría en el
hombre fuerte de Defraudaciones y Estafas durante varios años.
Es que este tipo
de bombas no solo buscaba matar sino también despedazar los cuerpos. Ya lo
indica el nombre con el que fueron bautizadas: Claymore eran las temibles
espadas de doble filo, que pesaban un kilo y medio y debían ser manejadas a dos
manos por los guerreros de las tierras altas de Escocia contra los invasores
ingleses durante la Edad Media.
Diecinueve de las
víctimas fatales murieron en el acto y sus restos fueron ordenados y numerados
menos de tres horas después del ataque, a las cuatro y cuarto de la tarde de
aquel viernes de tanta sangre y tanto dolor, en una sala contigua a la farmacia
del Churruca, cada una con un número escrito a mano atado al dedo gordo de uno
de sus pies; las otras cuatro personas fallecieron entre cuatro y ocho días después
en el hospital policial a causa de las gravísimas heridas recibidas.
Entre los
veintitrés muertos en el comedor de la calle Moreno 1417 hubo cinco mujeres.
Una de ellas fue la única persona que no pertenecía a la policía, la única
víctima civil: Josefina Melucci de Cepeda, de 42 años, casada, tres hijos, que
trabajaba en la empresa estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales, y aquel
viernes fue a comer con su amiga, la sargenta María Olga Pérez de Bravo, que
también falleció.
Carolina Cepeda
vio por última vez a su mamá aquel viernes 2 de julio a media mañana, cuando
ella tenía cinco años y el subte de la Línea B paró en la estación Uruguay y la
nena bajó con su papá, que la llevaba al médico. Fue el último beso que le dio
y que la acompañaría, como un tesoro, durante toda su vida.
La madre siguió
viaje una parada más, hasta la estación Carlos Pellegrini; trabajó un par de
horas en la sede de YPF y salió para almorzar con su amiga; en el camino, entró
a una tienda y compró un tapado, obligada por el frío intenso de aquel mediodía
de invierno.
Josefina Melucci
de Cepeda murió en el acto por una herida profunda en la base del cuello y su
cuerpo fue retirado al día siguiente por su esposo, que tenía una gomería en el
límite entre los barrios de Villa Urquiza y Belgrano.
Es que, si bien la
mayoría de los comensales solían ser policías, iban también empleados de
comercios y empresas de la zona. Por ejemplo, de Suixtil, que estaba en la
esquina y fabricaba trajes, camperas, camisas y corbatas, y donde los suboficiales
y oficiales podían abrir una cuenta corriente a sola firma. También de YPF,
ESSO y algunos bancos, como el Nación.
Montoneros
afirmaba que buscaba eliminar preferentemente al personal superior de la
Policía Federal, en tanto “centro de gravedad” de la represión ilegal de la
dictadura, pero de los veintitrés muertos solo dos eran oficiales y de muy baja
graduación. Siete de las víctimas fatales ni siquiera cumplían tareas
policiales: el encargado del comedor, el cajero, un mozo, un enfermero, un bombero,
un suboficial retirado que estaba haciendo su changa de repartidor de pan y
“Fina” Melucci de Cepeda, empleada de YPF.
Es que, por lo
general, los jefes no iban al Casino, que es como los policías llaman al
comedor; almorzaban en sus despachos o en algún restaurante de Monserrat, San
Telmo, Congreso o el Microcentro, o volvían a comer a sus casas ya que tenían
horarios más flexibles.
A pesar de que fue
el atentado más sangriento en la historia del país hasta la AMIA, nunca fue
investigado por la Justicia. Primero la jueza federal María Servini de Cubría
en 2006 y luego la Corte Suprema en 2012 rechazaron una denuncia contra los
presuntos autores del atentado, entre ellos el ex número uno de Montoneros,
Mario Eduardo Firmenich, Pepe, y el periodista Horacio Verbitsky.
Todas las
instancias judiciales coincidieron en que el ataque no debía ser ni siquiera
investigado porque había pasado demasiado tiempo y, en consecuencia, estaba
prescripto. No fue considerado un delito de lesa humanidad, como solicitaban
los abogados de algunas de las víctimas del estrago, sino un delito común.
No solo permanece
impune, sino que, hasta Masacre en el comedor, no se sabía bien cómo había
ocurrido ni quiénes habían sido sus autores: no existía ningún libro
—periodístico o histórico— ni, obviamente, ningún documental o película. Ni una
placa en la ciudad de Buenos Aires tienen esas víctimas ignoradas.
¿Por qué tanto
desinterés? ¿Será por el carácter notoriamente terrorista del ataque? Me ocupo
del tema en la Introducción del libro.
Desde un punto de
vista estrictamente militar, la voladura del comedor fue una perfecta operación
de Inteligencia protagonizado por un infiltrado audaz, un jefe perspicaz, una
escueta pero eficiente red de apoyo y una cúpula montonera lanzada a una
ofensiva militar contra la policía, que reveló la facilidad con la que
Montoneros había logrado penetrar nada menos que en la fortaleza de Seguridad
Federal, el núcleo duro del dispositivo organizado desde hacía una década y media
para vigilar, infiltrar, controlar y reprimir a los grupos guerrilleros, no
solo en la capital del país. El autor material del ataque fue José María
Salgado, Pepe, un joven agente de policía de 21 años que también estudiaba
Ingeniería Electrónica en la Universidad de Buenos Aires. Los Salgado eran
una familia de clase media alta que vivía en una casa de dos plantas en Olivos;
el papá era abogado con un estudio muy activo en la zona de Tribunales, y la
mamá, profesora de Ciencias, aunque no ejercía; su tío, Enrique Salgado, era
general.
Como sus cuatro
hermanos, Pepe Salgado fue al Jesús en el Huerto de los Olivos, que era el
colegio de la quinta presidencial, una institución católica inaugurada en 1959
con la presencia del presidente Arturo Frondizi y el gobernador de Buenos
Aires, Oscar Alende.
Pepe Salgado se
fue convirtiendo en uno de los recursos principales del servicio de
Inteligencia e Informaciones de Montoneros, donde el hombre clave era el famoso
periodista y escritor Rodolfo Walsh, Esteban, hoy un personaje de culto para
muchos intelectuales y políticos, homenajeado con cátedras, premios,
monumentos, plazas, calles, escuelas, centros de salud y hasta barrios enteros,
en todo el país.
Walsh, autor de
Operación Masacre y de otros libros magistrales, era el “responsable” de
Salgado ya que estaba a cargo de los montoneros infiltrados en el Ejército, la
Marina, la Aeronáutica y la policía, entre las múltiples tareas que desempeñaba
este verdadero hombre orquesta de la guerrilla, que, además, antes de morir
hace cuarenta y cinco años a manos de un grupo de tareas de la Marina, dejó un
legado escrito que sugería un drástico cambio de táctica para llegar al poder,
que incluía el reconocimiento de “la derrota militar”, el “abandono del terror
individual” y la apropiación de la “bandera fundamental de los Derechos
Humanos”.
La secuencia sobre
la colocación de la bomba vietnamita parece de película. Salgado fue a comer al
Casino de Seguridad Federal con su maletín Primicia negro de siempre; no se
pudo sentar en el lugar que quería y tuvo que conformase con una mesa cerca de
las dos columnas centrales del edificio. El mozo que lo atendió recordó que
unos minutos antes de la explosión que lo depositó no muy suavemente en la
puerta del comedor, Salgado se levantó de la silla, dejó sobre la mesa —sin
tocarlo— el plato de carne al horno con papas que él acababa de servirle, y
caminó hacia la salida del comedor, como si fuera a saludar a algún conocido.
Hasta se levantó sin su sobretodo, que quedó plegado sobre el respaldo de la
silla donde había apoyado su maletín en el que cargaba la bomba.
Los precisos datos
del mozo que atendió a Salgado coincidieron con los testimonios de algunos
comensales, como, por ejemplo, el agente Juan Domingo Figueroa, que también se sentó
en el sector derecho del comedor y vio que “a unos cuatros metros
aproximadamente y hacia el fondo del comedor había una mesa con cuatro sillas
donde presumiblemente fue colocado el artefacto explosivo, recordando que había
un sobretodo color beige tirado sobre el respaldo de una de las sillas y un
plato al parecer con carne asada”.
Con la cúpula de
Montoneros, el vínculo del servicio de Inteligencia e Informaciones era
directo, a través de la secretaría Militar de la Conducción Nacional, a cargo
del comandante Horacio Mendizábal, Hernán, que, a su vez, reportaba a Firmenich
y al número dos, el comandante Roberto Perdía, Carlos o Pelado.
Perdía aseguró que
habían evaluado cuáles serían las represalias de la dictadura antes de
autorizar el atentado que mató al jefe de la Policía Federal, el general
Cesáreo Cardozo, el viernes 18 de junio de 1976, y la voladura del comedor,
apenas dos semanas después.
“La esencia del
enfrentamiento no es tanto la muerte como la quita de la voluntad de combatir.
La apuesta era, con esos atentados, quitarles la voluntad. Pensábamos que la
represión salvaje podía pararse de alguna manera con operaciones que les
produjeran un daño importante”, señaló.
Fue el propio
Mendizábal quien explicó el 24 de julio de 1976 en una reunión con
corresponsales de diarios y revistas del extranjero que el artefacto “fue
introducido en el edificio por un compañero que estaba infiltrado y que había
entrado durante una semana con un paquete similar, pero inofensivo, como
prueba”.
“Cuando vimos que
todo andaba bien —completó—, se largó la operación, que también sirvió para
demostrar la alta moral y serenidad de nuestros combatientes porque el
compañero que accionó el explosivo, estuvo almorzando allí y se retiró siete
minutos antes del lugar”.
Los guardias ya se
habían habituado a aquel joven tan simpático y cordial que llegaba con su
maletín negro siempre puntual: diez minutos antes de la una de la tarde.
*Periodista y
escritor, extraído de su último libro, Masacre en el comedor
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