martes, 31 de mayo de 2022

LARRABURE

 

cuando un solo hombre salva a una nación


Por Carlos Manfroni


 (para La Nación)

 

Finalmente, y más allá de la  depravación mental que lo niega y de la complicidad cobarde que lo  calla, se iniciaron las investigaciones preliminares para determinar la  procedencia de un camino que a su término lleve a los altares del culto  de los santos al coronel Argentino del Valle Larrabure. Secuestrado en  1974, cuando 70 terroristas asaltaron la Fábrica Militar Villa María, en  plena vigencia de las instituciones democráticas, padeció durante más  de un año el encierro y la tortura. 

Podría haberse librado de tanto  sufrimiento si no hubiera mantenido una dignidad superlativa  inexplicablemente silenciada hasta nuestros días, tal vez porque su honor nos muestra en la debilidad con la que toleramos que se despedace la república.  Pero sobre todo exhibe a otros en su ambición depredadora de bienes  públicos y en su complicidad en la entrega escandalosa del suelo de la  patria, mientras invocan una soberanía en la que nunca creyeron.

 

Era  un ingeniero químico militar. Los canallas pretendían que traicionara a  su bandera y a su pueblo y trabajara para ellos en la fabricación de  los explosivos con los que llevaron la muerte a todas partes y  derribaron día por día la grandeza de la Argentina. Se negó, no en el  arrojo de un acto heroico, que ya de por sí hubiera sido magnánimo, sino  que lo hizo durante cada uno de los 372 días en los que permaneció en  un pozo estrecho y cubierto como un féretro al que el aire le llegaba  mediante dos pequeños tubos conectados a un extractor.

 

No  fue una, sino cientos de miles de decisiones heroicas que se repetían  cada minuto, mientras su asma crónica luchaba contra el escaso oxígeno  de aquel ataúd de ladrillos y cemento en medio de una oscuridad que  tampoco lo apabulló, porque vivió su último año iluminado por la luz de  la fe. Entonaba el Himno Nacional cada mañana y la entereza de su canto,  como en una famosa novela de Chesterton, infundía pavor a sus  carceleros. Les asustaba su libertad suprema en el encierro,  pero sobre todo los confundía el amor con el que aquel extraño  prisionero se expresaba, justo en medio de ellos, que eran profesionales  del odio. ¡Cómo hubiesen deseado que aquel hombre no hubiera  nacido! Ni vivo ni muerto; simplemente lo querían inexistente,  desaparecido incluso de su escasa conciencia de asesinos. El pozo  comenzó a aprisionar a los captores en el desconcierto de su propia  pequeñez y, paradójicamente, se cerraba sobre ellos hasta que,  asfixiados por semejante ejemplo de templanza, lo estrangularon con un  cable. Su cuerpo, herido y quemado, pesaba para entonces cuarenta kilos,  pero la grandeza de su espíritu no podía ser contenida en aquella  cárcel en la que encerraron al pueblo.

 

La entereza de ese coronel en el valor es un desafío a todos nuestros temores, presentes y futuros.  En sus cartas a la familia, les exhortaba a no odiar a sus verdugos  sino a perdonar, un mandato que nos vuelve a interpelar a todos cuando  lo vemos cumplido por un contemporáneo en circunstancias extremas.

 

La  banda de sus asesinos se llamaba Ejército Revolucionario del Pueblo, el  pueblo del que los sobrevivientes de aquella horda se burlaron con sus  negocios y hasta con sus privilegios sanitarios.

 

Ahora,  el proceso eclesiástico dará al mundo una muestra de la Argentina  oculta. El coronel Larrabure no lo necesita. Su alma ya ha pasado por el  justo Juicio de Dios, que no establece prescripciones desiguales. Pero  lo necesitamos nosotros, en una Argentina siempre pendiente de las  estadísticas en la que, sin embargo, el ejemplo de un solo hombre  íntegro podría salvarnos de tanta miseria moral.

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