cuando un solo
hombre salva a una nación
Por Carlos
Manfroni
(para La Nación)
Finalmente, y más allá de la depravación mental que lo niega y de la complicidad cobarde que lo calla, se iniciaron las investigaciones preliminares para determinar la procedencia de un camino que a su término lleve a los altares del culto de los santos al coronel Argentino del Valle Larrabure. Secuestrado en 1974, cuando 70 terroristas asaltaron la Fábrica Militar Villa María, en plena vigencia de las instituciones democráticas, padeció durante más de un año el encierro y la tortura.
Podría
haberse librado de tanto sufrimiento si
no hubiera mantenido una dignidad superlativa
inexplicablemente silenciada hasta nuestros días, tal vez porque su
honor nos muestra en la debilidad con la que toleramos que se despedace la
república. Pero sobre todo exhibe a
otros en su ambición depredadora de bienes
públicos y en su complicidad en la entrega escandalosa del suelo de
la patria, mientras invocan una
soberanía en la que nunca creyeron.
Era un ingeniero químico militar. Los canallas
pretendían que traicionara a su bandera
y a su pueblo y trabajara para ellos en la fabricación de los explosivos con los que llevaron la muerte
a todas partes y derribaron día por día
la grandeza de la Argentina. Se negó, no en el
arrojo de un acto heroico, que ya de por sí hubiera sido magnánimo,
sino que lo hizo durante cada uno de los
372 días en los que permaneció en un
pozo estrecho y cubierto como un féretro al que el aire le llegaba mediante dos pequeños tubos conectados a un extractor.
No fue una, sino cientos de miles de decisiones
heroicas que se repetían cada minuto,
mientras su asma crónica luchaba contra el escaso oxígeno de aquel ataúd de ladrillos y cemento en
medio de una oscuridad que tampoco lo
apabulló, porque vivió su último año iluminado por la luz de la fe. Entonaba el Himno Nacional cada mañana
y la entereza de su canto, como en una
famosa novela de Chesterton, infundía pavor a sus carceleros. Les asustaba su libertad suprema
en el encierro, pero sobre todo los
confundía el amor con el que aquel extraño
prisionero se expresaba, justo en medio de ellos, que eran
profesionales del odio. ¡Cómo hubiesen
deseado que aquel hombre no hubiera
nacido! Ni vivo ni muerto; simplemente lo querían inexistente, desaparecido incluso de su escasa conciencia
de asesinos. El pozo comenzó a aprisionar
a los captores en el desconcierto de su propia
pequeñez y, paradójicamente, se cerraba sobre ellos hasta que, asfixiados por semejante ejemplo de
templanza, lo estrangularon con un
cable. Su cuerpo, herido y quemado, pesaba para entonces cuarenta kilos, pero la grandeza de su espíritu no podía ser
contenida en aquella cárcel en la que
encerraron al pueblo.
La entereza de ese
coronel en el valor es un desafío a todos nuestros temores, presentes y
futuros. En sus cartas a la familia, les
exhortaba a no odiar a sus verdugos sino
a perdonar, un mandato que nos vuelve a interpelar a todos cuando lo vemos cumplido por un contemporáneo en
circunstancias extremas.
La banda de sus asesinos se llamaba Ejército
Revolucionario del Pueblo, el pueblo del
que los sobrevivientes de aquella horda se burlaron con sus negocios y hasta con sus privilegios
sanitarios.
Ahora, el proceso eclesiástico dará al mundo una
muestra de la Argentina oculta. El
coronel Larrabure no lo necesita. Su alma ya ha pasado por el justo Juicio de Dios, que no establece
prescripciones desiguales. Pero lo
necesitamos nosotros, en una Argentina siempre pendiente de las estadísticas en la que, sin embargo, el
ejemplo de un solo hombre íntegro podría
salvarnos de tanta miseria moral.
No hay comentarios:
Publicar un comentario