de los cinco curas Palotinos y 46 cadáveres en
la morgue, la atroz “vendetta” de la dictadura
Ceferino Reato
Infobae, 4 de
Julio de 2022
La masacre en el
comedor policial endureció la represión ilegal de la dictadura y la primera
reacción fue desplazar al flamante jefe de la Policía Federal, Arturo Corbetta,
un general y abogado que quería luchar contra las guerrillas, pero “con el
Código Penal en la mano”, como afirmó en su discurso de asunción, una semana
antes del sangriento atentado.
Corbetta fue el
último general “legalista” que ocupó una función relevante en el gobierno
militar; en su lugar asumió el general Edmundo Ojeda. El cambio fue bien recibido por Montoneros porque,
según ellos, revelaba la naturaleza fascista de la dictadura, que le impedía
reprimirlos dentro de la ley, sin secuestros ni torturas y con tribunales que
les permitieran la defensa.
“Cualquier tesis
contraria es rápidamente derrotada, caso del general Corbetta, luego de nuestro
rotundo golpe al centro de gravedad de la represión policial”, sostuvo el jefe
del llamado Ejército Montonero, el “comandante” Horacio Mendizábal, Hernán, en
relación al atentado que dejó veintitrés muertos y ciento diez heridos.
Para los
montoneros, era una lucha entre buenos y malos, y, mientras más salvaje e
inhumana fuera la represión, más motivos tendría el pueblo para darse cuenta
que debían apoyar a quienes representaban lealmente sus intereses y
aspiraciones, que eran, obviamente ellos. Cuanto peor, mejor.
Ya en la madrugada
del domingo 4 de julio de 1976 un grupo de personas con cascos de acero bajó de
un automóvil frente al Obelisco arrastrando a un joven; lo apoyaron contra una
de las paredes de piedra blanca del monumento, formaron un pelotón de
fusilamiento y lo agujerearon a balazos. Y se fueron, dejando allí el cadáver.
Según el Nunca
Más, el informe de la Comisión sobre la Desaparición de Personas, entre el 3 y
el 7 de julio ingresaron a la Morgue porteña 46 cadáveres, casi todos con el
mismo diagnóstico: “Heridas de bala en cráneo, tórax, abdomen y pelvis;
hemorragia interna”.
El punto
culminante de la vendetta ocurrió en la zona más elegante del barrio de
Belgrano, en la calle Estomba 1942, menos de dos días después de la voladura
del comedor, cuando cinco religiosos fueron asesinados en la casa parroquial de
la Iglesia de San Patricio. La “Masacre de San Patricio” fue la peor matanza
sufrida por la Iglesia Católica en sus más de cuatrocientos años en territorio
argentino.
El domingo 4 de
julio a la madrugada cinco personas irrumpieron en la casa parroquial de los
palotinos, hicieron arrodillar a tres curas y dos seminaristas en el living del
primer piso, les ataron las manos, les vendaron los ojos y los acribillaron con
veintiocho disparos en la cabeza y el tórax que partieron de cuatro pistolas
Browning y una pistola ametralladora.
Antes de irse,
pintaron en la puerta del living: “Por los camaradas dinamitados de Seguridad
Federal. Viva la Patria”, y en la alfombra colorada del pasillo: “Estos zurdos
murieron por ser adoctrinadores de mentes vírgenes y son MSTM”, en alusión al
Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Además, arrancaron de una de las
habitaciones un poster de Mafalda que, señalando la cachiporra de un policía,
comentaba: “¿Ven? Éste es el palito de abollar ideologías”, y lo arrojaron
sobre el cuerpo de Salvador Barbeito, uno de los seminaristas.
El principal
blanco de “La Masacre de San Patricio” fue el otro seminarista: Emilio
Barletti, de veintitrés años. Tanto fue así que los asesinos redujeron primero
a los tres sacerdotes que encontraron en la casa parroquial: Alfredo Leaden,
Alfredo Kelly y Pedro Dufau; los dos primeros ya estaban en pijamas, y el otro,
Dufau, recién había vuelto de una fiesta de bodas. Y esperaron a Barletti, que
llegó del cine junto a Barbeito a las dos y media de la madrugada. Ni siquiera
pudo sacarse la bufanda con la que había salido a la calle aquella noche fría
de invierno.
Los asesinos
buscaron un castigo ejemplar; de allí, la matanza de cuanto cura o seminarista
encontraron en la parroquia aquella madrugada de terror. Los dos seminaristas
que también habían ido a ver El Veredicto, con Jean Gabin y Sofía Loren, pero
decidieron a último momento ir a dormir con sus padres, se salvaron de una
muerta segura.
Era uno de los últimos
días de Barletti en esa parroquia, un poco por las quejas de los palotinos
sobre su excesiva politización; otro poco porque se sentía más cómodo entre
religiosos más comprometidos con la opción pastoral por los pobres, como los
Hermanitos del Evangelio de Charles de Foucault, que vivían en comunidad en un
conventillo de La Boca.
Eran “curas
obreros”: alternaban el sacerdocio con el trabajo concreto en los barrios
populares, algo que fascinaba a Barletti, un joven carismático, vástago de una
familia pudiente de San Antonio de Areco que entró al seminario cuando le
faltaban solo cinco materias para recibirse de abogado.
Barletti era
inquieto: también formaba parte de Cristianos Para la Liberación (CPL), un
grupo de curas y laicos de Montoneros encabezado por uno de sus dirigentes más
lúcidos, el periodista Norberto Habegger, e integrado por, entre otros, Pablo
Gazzarri, de la parroquia vecina Nuestra Señora del Carmen, de Villa Urquiza, y
monseñor Joaquín Carregal.
En ese rol,
Barletti facilitaba la parroquia para esconder folletos, documentos y revistas
de Montoneros. También para realizar reuniones de los integrantes de CPL y de
jóvenes con dirigentes de la guerrilla más o menos conocidos, como Juan Carlos
Dante Gullo y Roberto Perdía.
Emilio Jauretche,
ex oficial primero de Montoneros, sostuvo en la revista 3 puntos que, en mayo
de 1976, atravesó “todo Buenos Aires trasladando en un rapiflet el mimeógrafo y
un abultado paquete de originales de Evita Montonera hasta una parroquia
palotina de la calle Estomba”, donde, según él, imprimían la revista
partidaria.
“Tiempo después,
el grupo de sacerdotes que me recibieron, conocidos hoy como víctimas de la
intolerancia religiosa, sumaron sus nombres a la vasta nómina de mártires
montoneros”, agregó. Jauretche ya había estado allí inmediatamente después del
golpe de Estado para “trasladar algunos papeles” de la oficina de prensa del
Partido Peronista Auténtico —una criatura de Montoneros— debido a que en esa
iglesia “tenían el contacto con unos curas compañeros”, según su biógrafo, el
periodista Guillermo Paileman.
Pero, el
compromiso de Barletti con la guerrilla no finalizaba ahí ya que integraba la
llamada Columna Sur de Montoneros, donde estaba a las órdenes de un ex
sacerdote, el cordobés Elvio Alberione, el Gringo o el Mayor Esteban. Su campo
de acción abarcaba las zonas de Esteban Echeverría, Lanús, Avellaneda y
Quilmes.
—Sí, conocí a
Emilio. Yo era el jefe de su columna —le confirmó Alberione al periodista y
escritor Gabriel Seisdedos en su muy documentado libro El Honor de Dios, sobre
la matanza de los palotinos.
En junio de 1976,
el mes anterior a su muerte, Barletti —Alberto era su nombre de guerra— había
sido promovido en esa columna de Unidad Básica Revolucionaria a Unidad Básica
Combatiente, es decir que era considerado no solo un “cuadro” —un dirigente—
político sino también militar.
El valioso
testimonio de Seisdedos ilustra los enojos que puede causar un buen periodista:
cuando este libro estaba siendo escrito, un sector de los palotinos seguía
atribuyendo a esa revelación el principal obstáculo para que los cinco
religiosos fueran beatificados por el papa Francisco.
No todos los
palotinos pensaban así. “La verdad cuesta decirla, pero más cuesta ocultarla.
Si ésa es la verdad, tenemos que conocerla”, le dijo el padre Thomas O´Donnell,
superior de los palotinos en el país, cuando, en plena investigación, el
periodista le confió que “Emilio estaba metido”.
En la Iglesia, el
martirio —el asesinato a causa de la defensa o del ejercicio de la fe católica—
es suficiente para que una persona ascienda a la categoría de beato, que es el
paso previo a la santidad. En ese caso, ya no necesita de un milagro para la
beatificación.
En 2005, cuando
todavía era arzobispo de Buenos Aires y cardenal primado de la Argentina, Jorge
Bergoglio, impulsó la beatificación de los cinco palotinos e incluso afirmó que
había sido confesor de Alfie Kelly, el párroco de San Patricio.
De todos modos, el
expediente de beatificación puede ser dividido y personalizado, con lo cual
bien podrían ser beatificados las otras cuatro víctimas en el supuesto de que
solo Emilio Barletti hubiera estado efectivamente involucrado en la guerrilla.
—Pero, los
palotinos quieren que sean los cinco juntos —me dijo Seisdedos. Por ese motivo,
el expediente continuaba trabado en el Vaticano.
La matanza
tensionó las relaciones de la cúpula eclesiástica con el gobierno militar; hubo
quejas públicas y privadas de sus principales dirigentes, liderados por el
cardenal Raúl Primatesta, y el nuncio, el italiano Pío Laghi. De todos modos,
se esforzaron por no romper con el presidente Jorge Rafael Videla, a quien
consideraban un “moderado”, como tantos otros, incluidos los dirigentes de la
cúpula del Partido Comunista.
“Fue un acto de
torpeza tremenda”, me dijo en prisión el ex dictador Videla en una de las
entrevistas para mi libro Disposición Final. Y agregó: “Había dos seminaristas
muy comprometidos con la subversión, que eran militantes montoneros, pero el
problema podría haber sido evitado; derivó en una confrontación innecesaria con
la Iglesia, que no nos lastimaba. Podríamos haberle pedido a la Iglesia que los
sacaran del país, por ejemplo, a Venezuela, y lo hubiera hecho, si compresión
les sobraba”.
“Nunca supimos
quiénes fueron y por qué lo hicieron”, aseguró Videla. La dictadura culpó a
“elementos subversivos”, según el comunicado del Comando de la Zona I,
encabezado por el general Carlos Suárez Mason, que sostuvo que “el vandálico
hecho demuestra que sus autores, además de no tener patria, tampoco tienen
Dios”.
El comunicado del
Ejército no convenció a nadie; en primer lugar, a la Iglesia, que siempre
atribuyó la matanza a los sectores más duros de la represión ilegal; en
especial, a Suárez Mason, quien se consideraba el dueño de la vida y de la
muerte en su vasta zona de influencia, la ciudad de Buenos Aires en primer
lugar.
Si bien la Iglesia
sigue atribuyendo la matanza a Suárez Mason, con el tiempo y ante la ausencia
de resultados en la Justicia, algunas sospechas también abarcaron a los marinos
de la ESMA y a un grupo de policías federales vinculados al ministro del
Interior, el general Albano Harguindeguy.
*Periodista y
escritor, extraído de su último libro: Masacre en el comedor.
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