viernes, 15 de julio de 2022

LA MUERTE DE MOR ROIG

 

 el cobarde asesinato de Montoneros y el dolor sin deseos de venganza de su hija


Adrián Pignatelli

Infobae, 15 de Julio de 2022

 

 

“Siento un enorme dolor, cada vez más intenso”, confiesa Ana María, una de las hijas de Arturo Mor Roig, asesinado por montoneros un 15 de julio de 1974, frente a Infobae. “A la distancia, me parece tan en vano lo que hizo; sus proyectos e ilusiones eran enormes”, se lamenta aun cuando pasaron 48 años de un trágico hecho que, asegura, le cambió la vida para siempre.

 

 

Desde que había dejado de ser ministro del Interior del gobierno de facto de Alejandro Lanusse, donde trabajó para la apertura democrática que desembocó en las elecciones de 1973, se ganaba la vida como asesor legal.

 

Como necesitaba cubrir años de aportes para poder jubilarse, trabajaba en una fábrica elaboradora de metales y afines en la localidad de San Justo llamada Socema, propiedad de un amigo de Ramallo. Ganaba lo justo para vivir y acababa de sacar un crédito para llegar a fin de mes y continuar pagando un departamento en donde vivía en la ciudad de Buenos Aires.

 

Como lo hacía habitualmente, almorzaba en la cantina Rincón de Italia, en Provincias Unidas 3701, a una cuadra de su lugar de trabajo. Ese lunes 15 de julio lo hacía acompañado de dos ejecutivos de la empresa.

 

Había nacido en Lérida el 11 de diciembre de 1914 y tenía siete años cuando su mamá Carmen decidió emigrar con sus padres. En España quedó un marido y una hija, también llamada Carmen. Se establecieron en la zona de San Pedro; su mamá se volvió a casar y tuvo otros dos hijos, que llevaron el apellido Solsona. Uno de ellos sería su secretario privado.

 

En San Nicolás Mor Roig cursó sus estudios secundarios en el Don Bosco y estudió Derecho en la Universidad de Buenos Aires.

 

Ese lunes el restaurant estaba colmado. Una de las mesas estaba ocupada por dos hombres jóvenes bien vestidos. Pasadas las 14:25 estacionó en la puerta un Fiat, presumiblemente modelo 1500 color rojo. Adentro había cuatro personas.

 

Fanático de Huracán y gran lector, había tomado la ciudadanía argentina y adoptó dos apellidos: Mor por su papá y Roig por su mamá. En 1939 se afilió al radicalismo.

 

Acostumbraba a vestir ropas de colores oscuros. Trabajó en un importante estudio jurídico y en San Nicolás fue concejal en dos oportunidades, senador provincial por la segunda sección electoral y diputado nacional entre 1963 y 1966, donde ocupó la presidencia de la cámara baja. Cuando el radicalismo se dividió en 1956, le costó mucho tomar la decisión si quedarse con Ricardo Balbín o con Arturo Frondizi. Finalmente, luego de pensarlo una y mil veces, incluso en largas charlas con su esposa, lo hizo en la Unión Cívica Radical del Pueblo, junto a Balbín.

 

Ese 15 de julio, Mor Roig iba a ir a Retiro a recibir a su hija quien, acompañado de sus tres hijos, pasarían unos días en Buenos Aires aprovechando las vacaciones de invierno. Les había comprado entradas a sus nietos –que le decían “Tata”- para ir a ver Hollyday on Ice en el Luna Park.

 

Hacía tiempo que escribía columnas semanales en el diario El Día, de La Plata, con el seudónimo de Esteban Sastre. Ese día le habían publicado una titulada “Las responsabilidades multiplicadas”. Al director del diario, su amigo David Kraiselburd, lo habían secuestrado el 25 de junio de ese año y lo mataron 54 horas después que a él cuando la policía descubrió la casa en Gonnet donde lo tenían cautivo.

 

Él estaba ya en el restaurante cuando los cuatro hombres que habían llegado en el Fiat ingresaron al local. En ese instante, los dos jóvenes bien vestidos se pararon. A corta distancia lo acribillaron de dos disparos de Itaka, y lo remataron a tiros de pistola. Mor Roig murió instantáneamente y su cuerpo quedó sobre la mesa. Tenía 59 años.

 

Los asesinos se subieron al auto y desaparecieron por la calle Pichincha en dirección a Haedo.

 

El hecho causó una profunda conmoción. Desde que el general Alejandro Lanusse había entregado el poder, Mor Roig se había alejado de la función pública y de la política y sobrevivía con su puesto en la metalúrgica.

 

El que venía oliendo el peligro era Ricardo Balbín. Desde que hablaba con Juan Domingo Perón, y éste escuchaba y solía implementar los consejos que el radical le daba, la dirección de Montoneros recurrió a él para llegar al anciano presidente porque éste no los recibía. Los guerrilleros le advirtieron al radical que podrían tomar represalias contra alguno de colaboradores o amigos. Balbín pensó en Mor Roig y lo llamó para advertirle: “Arturo, guárdese por un tiempo”, le suplicó. Similar aviso recibió de Lanusse por la ola de atentados que sufría el país. Habían hablado el 1 de julio por última vez.

 

Cuando aceptó el cargo de ministro del Interior, causó un gran cimbronazo en el radicalismo. Balbín -con el recuerdo vivo del paso de radicales por el gobierno de la Revolución Libertadora- como jefe del partido, trató de hacer equilibrio y Jorge Paladino, el delegado de Perón lo aprobaba. Sin embargo, la tenaz oposición interna llevó a Mor Roig, que integraba la mesa directiva del partido, a desafiliarse. Cuenta su hija que la separación de la UCR fue muy dolorosa para él. Balbín justificó la participación de su amigo en el gobierno de facto. “¿Sabe lo que pasa? El ‘Catalán’ ha pensado que podía dar la solución. Ha ido de buena fe”. Además tenía el aval de La Hora del Pueblo, un nucleamiento multipartidario que presionó a la dictadura a dar elecciones.

 

Asumió el 26 de marzo de 1971. A su familia le dijo que había llegado el momento de “hacer, y no de ser”. Le desvelaba contribuir a la normalización institucional del país. Pretendió convertirse en el custodio de un proceso de democratización real que terminase en elecciones limpias y transparentes, y que Balbín fuera el presidente. Pero la corriente iba en dirección a Perón.

 

El 1 de abril dispuso la rehabilitación de la actividad de los partidos políticos. Armó una comisión asesora que estudiase una reforma constitucional. Dispuso que el presidente y su vice fueran elegidos por el voto directo, duraban cuatro años en el cargo con una sola reelección. Contempló el ballotage en caso de que ningún partido alcanzase la mayoría. Estableció tres senadores por provincia también por elección directa, dos por la mayoría y el tercero por el partido que siguiera en el número de votos. Dispuso que las sesiones ordinarias del Congreso se celebrasen desde el 1 de abril al 30 noviembre, y no de mayo a septiembre. Además, se crearon jurados de enjuiciamiento para magistrados inferiores, entre otras medidas.

 

Esta reforma –detallada en la ley 19608 de enmienda parcial de la Constitución Nacional- se aplicó para las elecciones nacionales de marzo, abril y septiembre de 1973, pero luego quedaron sin efecto porque caducó la cláusula que exigía su ratificación por una convención constituyente. Tuvo un reconocimiento póstumo: muchas de estas medidas fueron incorporadas a la Constitución votada en 1994.

 

Llevaron su cuerpo al Instituto de Cirugía de Haedo, donde le hicieron la autopsia; tenía 32 impactos producto de los perdigones. El dueño del restorán y los mozos quedaron incomunicados en la comisaría de Haedo.

 

Esa tarde, hubo un tiroteo en un puesto de control, donde se produjo un muerto y un herido. En un primer momento se pensó que se trataban de los asesinos, pero los hechos no estaban ligados entre sí.

 

El gobierno de Isabel Perón decretó duelo nacional, ya que “prestó importantes servicios al país como legislador y ministro”.

 

Desde las 21:40 fue velado en el salón de los Pasos Perdidos del Congreso. En la entrada del velorio, por las dudas la policía palpaba de armas a los hombres de pelo largo, a los que lucían barba o a los que no llevaban corbata. Fue mucha gente joven.

 

Entre los asistentes estuvo Raúl Alfonsín; Mor Roig lo quería mucho. Por un tiempo, los dos junto a Juan Carlos Pugliese habían vivido apretujados en un departamento alquilado cuando paraban en Buenos Aires.

 

A las dos de la mañana, el murmullo característico de los velatorios se acalló y la gente fue haciendo un pasillo natural, por el que se vio venir a Balbín del brazo de su esposa Indalia Ponzetti. Primero abrazó a un hijo del fallecido, luego a las hijas y cuando llegó al féretro, la madre de 82 años estalló en una crisis. Desde que su marido había muerto, Arturo se había convertido en su sostén.

 

Balbín, apabullado, se quitó los anteojos, y lloró en silencio junto al cuerpo de su amigo.

 

Despidieron sus restos en el Congreso el justicialista Ferdinando Pedrini y el radical Juan Carlos Pugliese. Al mediodía del día siguiente llegó Lanusse, que se había enterado por la radio. No entró al Congreso, sino que esperó en la puerta de calle y acompañó el cortejo a San Nicolás. A las 15:50 hubo una misa de cuerpo presente en la Catedral de esa ciudad y a las 17:45 fue sepultado en el cementerio local. Lo despidieron Walter Carter, director de la Casa del Acuerdo; León Lapauyale, presidente del comité radical local; Carlos Contín, vicepresidente segundo del Comité Nacional de la UCR; y el propio Lanusse.

 

La policía no tenía demasiadas pistas. Salieron a la caza de un Fiat 1500 rojo, aunque podría haber sido un 128, un 125 o un 1600. La confusión aumentó cuando notaron que los Fiat 1500 rojos habían salido de circulación. Por precaución, hubo dueños de esa marca que en los días siguientes los dejaron guardados en el garaje.

 

Era, a todas luces, un crimen desconcertante por tratarse de una persona sin actividad política ni pública. Tomó la causa el juez federal Alfredo Nocetti Fassolino. En los días siguientes ordenó la detención de 28 integrantes del Partido Socialista de los Trabajadores, a los que tuvo que liberar porque no tenían nada que ver.

 

El asunto comenzó a esclarecerse cuando en actos montoneros, la gente cantaba: “¡Oy, oy, oy, qué contento que estoy! Vivan los montoneros que mataron a Mor Roig!”

 

Los terroristas quisieron justificar su accionar cuando sostuvieron que había sido el teórico de Gran Acuerdo Nacional, propiciado en su momento por Lanusse, y que eso aseguraba la permanencia de los intereses imperialistas en el país, en una alianza con monopolios y la burguesía “nacional”.

 

En un encuentro que Balbín tuvo con Roberto Quieto, integrante de la conducción de Montoneros, le explicó que pretendieron hacerle entender a la UCR que ellos no podían ser dejados de lado por el gobierno de Isabel Perón (hacía 15 días que había muerto Perón) y por eso mataron a un dirigente radical. Balbín no pudo hacerle entender que Mor Roig no era dirigente y que estaba desafiliado.

 

Cuando un integrante de la organización le preguntó a Quieto el por qué de la muerte, contestó que había traiciones que no podían olvidarse, y que en el caso de Mor Roig se había dictado sentencia por los fusilamientos de Trelew, y esa sentencia debía cumplirse en el momento que se pudiese, “con independencia de la situación política y de la oportunidad”.

 

Mor Roig se había casado con Odilia Bertolini, una maestra de San Pedro. Tuvieron cuatro hijos: Raúl Arturo, Alicia Carmen, Ana María y Marta Teresa. Siendo diputado nacional, a su esposa le detectaron un tumor cerebral. Sacó un crédito bancario para pagar la operación, pero como el médico que la operó no quiso cobrarle, pensaba destinar el crédito a costear un tratamiento en el exterior. Pero su esposa falleció el 1 de julio de 1964. Tenía 49 años. A los años volvió a casarse con Nélida Chichita Cheyllada.

 

Como su pasión era la política, hizo un posgrado de Ciencias Políticas en la UCA aprovechando los años de silencio impuestos por la dictadura de Juan Carlos Onganía.

 

Con su hermana que había quedado en España siempre se comunicaba y se alegraba mucho cuando recibía una carta desde Barcelona. Ella viajó al país cuando asumió como ministro.

 

La historia familiar está muy ligada al radicalismo. Raúl, su hijo, que militaba en el partido, estudió Derecho en La Plata y se había hecho amigo de Osvaldo y Enrique, los hijos de Balbín.

 

Ana María aprendió a escribir con la esposa de Balbín, que era maestra. Ocurre que la criatura era zurda y en la escuela la obligaban a usar la mano derecha. Cuando el líder radical estuvo preso en San Nicolás en 1950, su esposa se quedaba en lo de Mor Roig y para distraerse ayudaba a la niña con la escritura. Fracasó en el intento de que usase la derecha ya que siguió usando la otra mano.

 

Cuando mataron a su papá, Ana María estaba terminando de organizar el viaje cuando su mundo cambió de golpe. “Me cambió la vida”.

 

Hoy confiesa haber quedado destruida, y explica que tiene en blanco los dos años siguientes. “Excesivamente dolorosos”, a tal punto que dejó por un tiempo esa casa familiar tan llena de recuerdos, y de la que tiene presente la inmensa biblioteca de su papá, que se la conocía de memoria.

 

Dice ser “una sufriente”, que además debió padecer, como su familia, la portación de apellido. Los radicales la tildaban de traidora porque su papá había colaborado con un gobierno de facto y los peronistas la acusaban de gorila. Incluso sus hijos tuvieron problemas en conseguir trabajos por esa cuestión. Aun así, cuenta orgullosa que en San Nicolás una plaza lleva el nombre de su papá y una calle el de su suegro Manuel Zárate quien fue conocido en esa ciudad como “el médico de los pobres”.

 

Casi no le quedan recuerdos de su papá. Con unas medallas de oro, Mor Roig había mandado a hacer esclavas que año a año, se las regalaba a su esposa. Las perdió en un robo. Guarda todos los discursos de su padre, tanto los pronunciados como diputado como cuando fue funcionario.

 

“Siento orgullo de ser hija de mi padre; fue un faro en mi vida; era bueno, generoso y leal”. Asegura que ese fue su legado.

 

Y concluye: “Quisiera que ese dolor que siento se transforme en bronca, pero las enseñanzas de mi papá no me lo permiten”.

 

Hace años que la fábrica de San Justo cerró, como la cantina del trágico hecho. Lo que aún permanece abierto es ese sentimiento inexplicable de ausencia del ser querido que ya no está más.

 

Fuentes: Doy Fe, de Heriberto Kahn; La Voluntad, de Eduardo Anguita y Martín Caparrós; Mi Testimonio, de Alejandro A. Lanusse; Balbín, el presidente postergado, de A. Pignatelli; diario La Opinión; revista Primera Plana

No hay comentarios:

Publicar un comentario