viernes, 19 de junio de 2020

MALVINAS: HEROÍSMO, VALOR Y AMOR A LA PATRIA



Defonline, 11 junio, 2020

A días de cumplirse un nuevo aniversario del 14 de junio de 1982, tres historias para recordar con orgullo a los veteranos y caídos.


En estas últimas semanas, DEF conversó con el coronel médico Rubén Juan Cucchiara, el general (retirado) Luis María Pucheta y  con el contraalmirante (retirado) de la Armada Alejandro Guillermo Maegli para conocer un poco más en profundidad sus historias y mantener viva la memoria de los héroes que combatieron en Malvinas.

“La sanidad es esperanza”

El coronel médico Rubén Juan Cucchiara, luego de su egreso, fue destinado al Regimiento de Infantería 4, en la localidad correntina de Monte Caseros. Recién casado, llegó con su esposa a ese destino en enero de 1982. “Tenía 27 años. Nadie pensaba que íbamos a movilizarnos. Un día, en una vía de ferrocarril muerta que solía utilizarse para llevar alfalfa para los caballos -cuando el regimiento era hipomóvil-, vimos que entró una locomotora que tiraba chorros de fuego para quemar la maleza. Recuerdo que pensé que eso no era una buena señal”, relata. Efectivamente, las vías se usaron para trasladar los elementos que irían con ellos a la Patagonia.

“Para mí, era el día a día. Me acuerdo de que mi mujer, pensando que íbamos al sur, cruzó a Brasil y me compró barras de chocolate, que terminaron en Malvinas; las compartíamos todas las noches con los soldados de la sección sanidad”, agrega. Al referirse a su esposa, Rubén detalla que durante la noche previa a cruzar a las islas le escribió para decirle que se quedara tranquila, no le dijo adónde iba porque “no quería que se asustara”. De todos modos, confiesa, ella lo sospechó. “Le escribí la noche antes de partir, así que no tenía modo de enviar esa carta. Antes de embarcar, vi a un oficial. Me le acerqué: ‘Permiso, mi mayor, vea, yo estoy por cruzar a Malvinas y querría que esta carta llegue a mi familia. Yo no lo conozco, pero le pido a usted si la puede enviar’. La carta llegó”, cuenta, al tiempo que se lamenta por no saber el nombre de aquel oficial.

 “En la guerra, se ve de todo”, agrega y recuerda que, durante una noche, les empezaron a tirar. Se escuchaban voces en inglés alrededor de la enfermería, señalizada con la cruz roja. Eran los ingleses que habían entrado por retaguardia. Mientras continuaba el combate, los llevaron como prisioneros. Sin embargo, le permitieron seguir atendiendo. Él y los heridos fueron trasladados al hospital británico de Fitz Roy: “Me recibió el director del hospital, el teniente coronel médico británico John Robert, que me pidió que colabore con los heridos argentinos. Se comportaron muy bien porque entraba la gente a quirófano de acuerdo con cada caso, yo vi entrar primero a argentinos que a ingleses porque estaban más graves”.

“El hecho de haber ido a Malvinas me unió a la Fuerza, como los metales cuando hacen una aleación”, afirma Rubén, al tiempo que insiste en que la guerra le dejó el “amor” por la sanidad militar.

La última pieza, un orgullo del Ejército

“El soldado argentino se ha caracterizado, a lo largo de la historia, por su profesionalismo, su amor a la Patria, su predisposición para afrontar los máximos sacrificios y su espíritu de cuerpo. Eso es lo que yo vi en la guerra de Malvinas y es lo que todos podemos apreciar en estos tiempos”, comienza su relato el hoy general (retirado) Luis María Pucheta, quien peleó en Malvinas siendo subteniente del Grupo de Artillería Aerotransportado 4.

“Nosotros estábamos totalmente identificados, ellos tenían reconocimiento aéreo, radares y tecnología. Todas las noches, sufrimos el cañoneo naval y, una vez que se produjo el desembarco, se sumaron los ataques aéreos y de la artillería británica. Creo que la protección y la dispersión de los cañones fue lo que nos permitió tener apenas tres caídos”, confiesa el hombre que estuvo a cargo de la Sección Comando y Servicios de la Batería de Tiro C y se instaló a dos kilómetros de Puerto Argentino, en dirección al monte Dos Hermanas.

Para Pucheta, la última noche de combate fue la más fría e intensa: “A la voz de ‘Alerta, cañón’ los soldados corrían a sus puestos con una entereza que sorprendía. Se escuchaba cada tanto un ‘¡Viva la Patria!’ y otras expresiones que intentaban renovar el entusiasmo entre los compañeros, que, con las manos sangradas y heladas, seguían abriendo los cajones de munición para abastecer a tiempo a las piezas de artillería. Sabíamos que nuestro fuego estaba salvando muchas vidas propias en la primera línea”.

A medida que transcurrían las horas, los obuses se iban poniendo fuera de servicio por roturas y como consecuencia de superar sensiblemente la cadencia de tiro aconsejada para el material. Los artilleros del 4 seguían haciendo todo lo posible para cumplir con las órdenes: “Con las primeras luces del 14 de junio, solo quedaba en servicio un obús, operado y abastecido por un puñado de hombres, ya que el resto de las Baterías habían sido replegadas. Comenzamos a ver a las tropas británicas a nuestro frente y entablamos un intenso intercambio de fuego. Nosotros ejecutamos tiro con puntería directa (viendo el blanco entre 700 y 1000 metros) con muchas limitaciones”. Resulta que la única pieza con la que contaban ya estaba totalmente enterrada y comenzaban a experimentar dificultades con los volantes en dirección y altura. “Cuando ya estábamos por agotar munición, nos sorprendió un proyectil atascado en el tubo del obús, que no pudimos sacar. Percibimos que era el final. Minutos más tarde, el jefe de la Batería nos ordenó el repliegue en medio del fuego enemigo”, cuenta, sin saber que esa noche se convirtió en leyenda.

Pucheta se muestra orgulloso de los soldados que lo acompañaron. “La Batería C es una gran familia. Mis soldados son héroes”, dice y comparte una anécdota que retrata a la tropa: “Ya se había replegado casi todo el grupo. Vi que se acercaba, desde retaguardia, una persona en medio del fuego enemigo. Traía algo en la mano y, cada tanto, se tiraba cuerpo a tierra. Era el cabo cocinero Quiroga, no tenía nada que ver con nosotros, porque su batería ya se había replegado, pero sin que nadie se lo hubiera ordenado, calentó leche para nosotros. Se quedó y hasta pidió tirar un tiro. Cuando se trabó el proyectil, no dudó en ayudar. Incluso replegó con nosotros”.

Para concluir, agrega, “todavía hoy me emociono al recordar la conducta de aquellos hombres, que seguían firmes y decididos al lado de su obús dando muestras de extrema abnegación, compañerismo, lealtad a sus jefes y amor a la Patria. ¡He visto actos heroicos!”.

Vivir el hoy con las enseñanzas del ayer

“Cuando era chico, iba a pasear a la escollera norte y veía pasar los submarinos”, relata el contraalmirante retirado de la Armada, Alejandro Guillermo Maegli, quien vive en Mar del Plata desde pequeño. En ese entonces, desconocía que, con 27 años y con el grado de teniente de fragata, participaría de la guerra de Malvinas en una de esas naves: el submarino ARA San Luis. No fue casualidad, fue el llamado de la Patria y el instinto de seguir su vocación. Entró a la Escuela Naval y la curiosidad lo llevó a presentar la solicitud para hacer el curso de submarinista.

“Cuando zarpamos, no estábamos en guerra, era una crisis. Entonces, nos mandaban a un área de espera, que estaba más o menos a mitad de camino entre Mar del Plata y las Malvinas. Teníamos que estar cerca por si el evento escalaba”, especifica Maegli en relación con las instrucciones que recibieron. Luego, había una segunda parte que indicaba qué medidas debían adoptar una vez que la guerra se desatara: acercarse a las Malvinas. Se establecieron diferentes zonas alrededor de las islas, todas recibieron nombre de mujer: “Una se llamaba María, por mi hija, me dijeron años después”, agrega.

Cerca del 28 de abril, recibieron la orden de desplegar a máxima velocidad hacia el área de patrulla María: “Todo contacto es enemigo, atacar. Nadie de la propia Fuerza iba a pasar por esa zona, nos facilitaban la tarea, sabíamos que todo el que pasara por ahí no era amigo”. Durante los días previos, comenta, el ánimo de los tripulantes fue cambiando, las órdenes que recibían sumaban complejidad al panorama.

“Llegamos a la zona de guerra. Estábamos ahí, las islas no las ves, pero las sentís. Nos dedicamos a hacer patrulla hasta que tuvimos el primer contacto, el 1º de mayo. El submarino requiere una maniobra, el snorkel, para poder comunicarlo con la atmósfera. Para hacer la maniobra, es necesario poner en marcha los motores, así se cargan las baterías y se renueva el aire”, explica. La operación a la que se refiere se hacía de manera diaria antes del amanecer para evitar que el enemigo los viera. Maegli hacía guardia todos los días entre las cuatro y las ocho de la mañana, así que siempre estaba presente al momento de activar los motores: “Es la maniobra más riesgosa, porque estás mostrándote y haciendo ruido”.

Desde las 8 hasta las 10.50, estuvieron acercándose al blanco. Maegli recuerda el horario porque fue cuando el comandante lanzó el torpedo. “El ruido del torpedo saliendo… es otro toque de realidad. Atacamos a unos barcos que se acercaban a la isla. El torpedo no se comportó como tenía que hacerlo: en vez de correr a 10 metros de profundidad por debajo del agua, salió rápidamente a la superficie. Los helicópteros que volaban delante de esos buques dieron alerta y los barcos se alejaron”. Durante aquella jornada, el bautismo de fuego, recibieron hostigamiento hasta las seis de la mañana del otro día. “Nos tiraron con todo lo que tenían. Luego tuvimos que evadir un torpedo. Fueron 24 horas de estrés y con el aire que se agotaba. Finalmente, pudimos salir a superficie y pasamos el informe de contacto; era importante hacerlo para transmitir la certeza de que pasaron esas naves. Después, nos enteramos de la noticia de que habían hundido el submarino Santa Fe. Ese fue un bajón anímico, había compañeros allí”, narra, al tiempo que agrega que, si bien los mensajes que se enviaban estaban cifrados, para que el enemigo no detectara altas o bajas en el volumen de tráfico, las noticias eran constantes. Lo importante y vinculado a las operaciones se encontraba mezclado con noticias periodísticas y familiares. Estas últimas buscaron transmitirlas en momentos puntuales, pues, en vez de levantarles el ánimo, tenían el efecto contrario.


Maegli acompañado del comandante durante el momento de snorkel. La mirada cansada refleja el stress del momento. Foto: Gentileza contralmirante Alejandro Maegli.
“Ya no éramos las mismas personas que empezamos. Ya no teníamos la mirada lánguida, queríamos darles, estábamos ahí y había que resolverlo. El summum de eso fue la tercera acción: eran dos naves. La primera venía por el este y se aproximaba rápido. De hecho, nos dejó dando vueltas como a un trompo, ni siquiera nos dio tiempo de acercarnos a distancia de tiro. Luego detectamos otro barco que venía del noreste. La trayectoria de ambos se juntaba en el estrecho de San Carlos”, explica y agrega que, ante ese contexto, el comandante decidió esperarlos: “Si entran por allí, deben salir por el mismo lugar”.

“Hoy tengo 65. Con el tiempo, me planteé un dilema: uno no tiene ganas de ir a la guerra y dejar a la familia. Pero yo entré a la Armada pensando que esto iba a pasar, más como una posibilidad. Ahora, cuando llega la posibilidad concreta, decís ‘¡A la pucha!’. Es lo que yo quise hacer, el país paga por vos, por las dudas de que en un momento te tenga que llamar. Esa obligación moral, cuando la mezclás con los sentimientos del deber irrenunciable…A mí, no me gustó ir a la guerra, pero, gracias a Dios, fui”, confiesa, al tiempo que resalta que no es la misma persona de 1982.

“Cuando está en riesgo tu vida, hay cosas que te generan sensaciones imborrables. La garganta seca en el momento en el que el sonarista dijo ‘Torpedo en el agua’ (del enemigo) y el submarino empieza a poner velocidad. Eso no lo te podés olvidar, y quizá fueron 40 segundos, pero para mí fueron una vida. El temblor de las piernas y ver que el resto estaba igual o peor que yo, eso tampoco. ¿Qué es el miedo? Algo que tenemos todos, el tema es cómo convivir con él”, sintetiza el contraalmirante.

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