Defonline, 11 junio, 2020
A
días de cumplirse un nuevo aniversario del 14 de junio de 1982, tres historias
para recordar con orgullo a los veteranos y caídos.
En estas últimas semanas,
DEF conversó con el coronel médico Rubén Juan Cucchiara, el general (retirado)
Luis María Pucheta y con el
contraalmirante (retirado) de la Armada Alejandro Guillermo Maegli para conocer
un poco más en profundidad sus historias y mantener viva la memoria de los
héroes que combatieron en Malvinas.
“La sanidad es esperanza”
El coronel médico Rubén Juan
Cucchiara, luego de su egreso, fue destinado al Regimiento de Infantería 4, en
la localidad correntina de Monte Caseros. Recién casado, llegó con su esposa a
ese destino en enero de 1982. “Tenía 27 años. Nadie pensaba que íbamos a
movilizarnos. Un día, en una vía de ferrocarril muerta que solía utilizarse
para llevar alfalfa para los caballos -cuando el regimiento era hipomóvil-, vimos
que entró una locomotora que tiraba chorros de fuego para quemar la maleza.
Recuerdo que pensé que eso no era una buena señal”, relata. Efectivamente, las
vías se usaron para trasladar los elementos que irían con ellos a la Patagonia.
“Para mí, era el día a día.
Me acuerdo de que mi mujer, pensando que íbamos al sur, cruzó a Brasil y me
compró barras de chocolate, que terminaron en Malvinas; las compartíamos todas
las noches con los soldados de la sección sanidad”, agrega. Al referirse a su
esposa, Rubén detalla que durante la noche previa a cruzar a las islas le
escribió para decirle que se quedara tranquila, no le dijo adónde iba porque
“no quería que se asustara”. De todos modos, confiesa, ella lo sospechó. “Le
escribí la noche antes de partir, así que no tenía modo de enviar esa carta.
Antes de embarcar, vi a un oficial. Me le acerqué: ‘Permiso, mi mayor, vea, yo
estoy por cruzar a Malvinas y querría que esta carta llegue a mi familia. Yo no
lo conozco, pero le pido a usted si la puede enviar’. La carta llegó”, cuenta,
al tiempo que se lamenta por no saber el nombre de aquel oficial.
“En la guerra, se ve de todo”, agrega y
recuerda que, durante una noche, les empezaron a tirar. Se escuchaban voces en
inglés alrededor de la enfermería, señalizada con la cruz roja. Eran los
ingleses que habían entrado por retaguardia. Mientras continuaba el combate,
los llevaron como prisioneros. Sin embargo, le permitieron seguir atendiendo.
Él y los heridos fueron trasladados al hospital británico de Fitz Roy: “Me recibió
el director del hospital, el teniente coronel médico británico John Robert, que
me pidió que colabore con los heridos argentinos. Se comportaron muy bien
porque entraba la gente a quirófano de acuerdo con cada caso, yo vi entrar
primero a argentinos que a ingleses porque estaban más graves”.
“El hecho de haber ido a
Malvinas me unió a la Fuerza, como los metales cuando hacen una aleación”,
afirma Rubén, al tiempo que insiste en que la guerra le dejó el “amor” por la
sanidad militar.
La última pieza, un orgullo
del Ejército
“El soldado argentino se ha
caracterizado, a lo largo de la historia, por su profesionalismo, su amor a la
Patria, su predisposición para afrontar los máximos sacrificios y su espíritu
de cuerpo. Eso es lo que yo vi en la guerra de Malvinas y es lo que todos
podemos apreciar en estos tiempos”, comienza su relato el hoy general
(retirado) Luis María Pucheta, quien peleó en Malvinas siendo subteniente del
Grupo de Artillería Aerotransportado 4.
“Nosotros estábamos
totalmente identificados, ellos tenían reconocimiento aéreo, radares y
tecnología. Todas las noches, sufrimos el cañoneo naval y, una vez que se
produjo el desembarco, se sumaron los ataques aéreos y de la artillería
británica. Creo que la protección y la dispersión de los cañones fue lo que nos
permitió tener apenas tres caídos”, confiesa el hombre que estuvo a cargo de la
Sección Comando y Servicios de la Batería de Tiro C y se instaló a dos
kilómetros de Puerto Argentino, en dirección al monte Dos Hermanas.
Para Pucheta, la última
noche de combate fue la más fría e intensa: “A la voz de ‘Alerta, cañón’ los
soldados corrían a sus puestos con una entereza que sorprendía. Se escuchaba
cada tanto un ‘¡Viva la Patria!’ y otras expresiones que intentaban renovar el
entusiasmo entre los compañeros, que, con las manos sangradas y heladas,
seguían abriendo los cajones de munición para abastecer a tiempo a las piezas
de artillería. Sabíamos que nuestro fuego estaba salvando muchas vidas propias
en la primera línea”.
A medida que transcurrían
las horas, los obuses se iban poniendo fuera de servicio por roturas y como
consecuencia de superar sensiblemente la cadencia de tiro aconsejada para el
material. Los artilleros del 4 seguían haciendo todo lo posible para cumplir
con las órdenes: “Con las primeras luces del 14 de junio, solo quedaba en
servicio un obús, operado y abastecido por un puñado de hombres, ya que el
resto de las Baterías habían sido replegadas. Comenzamos a ver a las tropas
británicas a nuestro frente y entablamos un intenso intercambio de fuego.
Nosotros ejecutamos tiro con puntería directa (viendo el blanco entre 700 y
1000 metros) con muchas limitaciones”. Resulta que la única pieza con la que
contaban ya estaba totalmente enterrada y comenzaban a experimentar dificultades
con los volantes en dirección y altura. “Cuando ya estábamos por agotar
munición, nos sorprendió un proyectil atascado en el tubo del obús, que no
pudimos sacar. Percibimos que era el final. Minutos más tarde, el jefe de la
Batería nos ordenó el repliegue en medio del fuego enemigo”, cuenta, sin saber
que esa noche se convirtió en leyenda.
Pucheta se muestra orgulloso
de los soldados que lo acompañaron. “La Batería C es una gran familia. Mis
soldados son héroes”, dice y comparte una anécdota que retrata a la tropa: “Ya
se había replegado casi todo el grupo. Vi que se acercaba, desde retaguardia,
una persona en medio del fuego enemigo. Traía algo en la mano y, cada tanto, se
tiraba cuerpo a tierra. Era el cabo cocinero Quiroga, no tenía nada que ver con
nosotros, porque su batería ya se había replegado, pero sin que nadie se lo
hubiera ordenado, calentó leche para nosotros. Se quedó y hasta pidió tirar un
tiro. Cuando se trabó el proyectil, no dudó en ayudar. Incluso replegó con
nosotros”.
Para concluir, agrega,
“todavía hoy me emociono al recordar la conducta de aquellos hombres, que
seguían firmes y decididos al lado de su obús dando muestras de extrema
abnegación, compañerismo, lealtad a sus jefes y amor a la Patria. ¡He visto
actos heroicos!”.
Vivir el hoy con las
enseñanzas del ayer
“Cuando era chico, iba a
pasear a la escollera norte y veía pasar los submarinos”, relata el
contraalmirante retirado de la Armada, Alejandro Guillermo Maegli, quien vive
en Mar del Plata desde pequeño. En ese entonces, desconocía que, con 27 años y
con el grado de teniente de fragata, participaría de la guerra de Malvinas en
una de esas naves: el submarino ARA San Luis. No fue casualidad, fue el llamado
de la Patria y el instinto de seguir su vocación. Entró a la Escuela Naval y la
curiosidad lo llevó a presentar la solicitud para hacer el curso de
submarinista.
“Cuando zarpamos, no
estábamos en guerra, era una crisis. Entonces, nos mandaban a un área de
espera, que estaba más o menos a mitad de camino entre Mar del Plata y las
Malvinas. Teníamos que estar cerca por si el evento escalaba”, especifica
Maegli en relación con las instrucciones que recibieron. Luego, había una
segunda parte que indicaba qué medidas debían adoptar una vez que la guerra se
desatara: acercarse a las Malvinas. Se establecieron diferentes zonas alrededor
de las islas, todas recibieron nombre de mujer: “Una se llamaba María, por mi
hija, me dijeron años después”, agrega.
Cerca del 28 de abril,
recibieron la orden de desplegar a máxima velocidad hacia el área de patrulla
María: “Todo contacto es enemigo, atacar. Nadie de la propia Fuerza iba a pasar
por esa zona, nos facilitaban la tarea, sabíamos que todo el que pasara por ahí
no era amigo”. Durante los días previos, comenta, el ánimo de los tripulantes
fue cambiando, las órdenes que recibían sumaban complejidad al panorama.
“Llegamos a la zona de
guerra. Estábamos ahí, las islas no las ves, pero las sentís. Nos dedicamos a
hacer patrulla hasta que tuvimos el primer contacto, el 1º de mayo. El submarino
requiere una maniobra, el snorkel, para poder comunicarlo con la atmósfera.
Para hacer la maniobra, es necesario poner en marcha los motores, así se cargan
las baterías y se renueva el aire”, explica. La operación a la que se refiere
se hacía de manera diaria antes del amanecer para evitar que el enemigo los
viera. Maegli hacía guardia todos los días entre las cuatro y las ocho de la
mañana, así que siempre estaba presente al momento de activar los motores: “Es
la maniobra más riesgosa, porque estás mostrándote y haciendo ruido”.
Desde las 8 hasta las 10.50,
estuvieron acercándose al blanco. Maegli recuerda el horario porque fue cuando
el comandante lanzó el torpedo. “El ruido del torpedo saliendo… es otro toque
de realidad. Atacamos a unos barcos que se acercaban a la isla. El torpedo no
se comportó como tenía que hacerlo: en vez de correr a 10 metros de profundidad
por debajo del agua, salió rápidamente a la superficie. Los helicópteros que
volaban delante de esos buques dieron alerta y los barcos se alejaron”. Durante
aquella jornada, el bautismo de fuego, recibieron hostigamiento hasta las seis
de la mañana del otro día. “Nos tiraron con todo lo que tenían. Luego tuvimos
que evadir un torpedo. Fueron 24 horas de estrés y con el aire que se agotaba.
Finalmente, pudimos salir a superficie y pasamos el informe de contacto; era
importante hacerlo para transmitir la certeza de que pasaron esas naves.
Después, nos enteramos de la noticia de que habían hundido el submarino Santa
Fe. Ese fue un bajón anímico, había compañeros allí”, narra, al tiempo que
agrega que, si bien los mensajes que se enviaban estaban cifrados, para que el
enemigo no detectara altas o bajas en el volumen de tráfico, las noticias eran
constantes. Lo importante y vinculado a las operaciones se encontraba mezclado
con noticias periodísticas y familiares. Estas últimas buscaron transmitirlas
en momentos puntuales, pues, en vez de levantarles el ánimo, tenían el efecto
contrario.
Maegli acompañado del
comandante durante el momento de snorkel. La mirada cansada refleja el stress
del momento. Foto: Gentileza contralmirante Alejandro Maegli.
“Ya no éramos las mismas
personas que empezamos. Ya no teníamos la mirada lánguida, queríamos darles,
estábamos ahí y había que resolverlo. El summum de eso fue la tercera acción:
eran dos naves. La primera venía por el este y se aproximaba rápido. De hecho,
nos dejó dando vueltas como a un trompo, ni siquiera nos dio tiempo de
acercarnos a distancia de tiro. Luego detectamos otro barco que venía del noreste.
La trayectoria de ambos se juntaba en el estrecho de San Carlos”, explica y
agrega que, ante ese contexto, el comandante decidió esperarlos: “Si entran por
allí, deben salir por el mismo lugar”.
“Hoy tengo 65. Con el
tiempo, me planteé un dilema: uno no tiene ganas de ir a la guerra y dejar a la
familia. Pero yo entré a la Armada pensando que esto iba a pasar, más como una
posibilidad. Ahora, cuando llega la posibilidad concreta, decís ‘¡A la pucha!’.
Es lo que yo quise hacer, el país paga por vos, por las dudas de que en un
momento te tenga que llamar. Esa obligación moral, cuando la mezclás con los
sentimientos del deber irrenunciable…A mí, no me gustó ir a la guerra, pero,
gracias a Dios, fui”, confiesa, al tiempo que resalta que no es la misma persona
de 1982.
“Cuando está en riesgo tu
vida, hay cosas que te generan sensaciones imborrables. La garganta seca en el
momento en el que el sonarista dijo ‘Torpedo en el agua’ (del enemigo) y el
submarino empieza a poner velocidad. Eso no lo te podés olvidar, y quizá fueron
40 segundos, pero para mí fueron una vida. El temblor de las piernas y ver que
el resto estaba igual o peor que yo, eso tampoco. ¿Qué es el miedo? Algo que
tenemos todos, el tema es cómo convivir con él”, sintetiza el contraalmirante.
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