de católico y boy scout a poner la bomba
vietnamita en el atentado más sangriento de Montoneros
Ceferino Reato *
Infobae, 12 de
Marzo de 2022
Un sábado como
hoy, cuarenta y cinco años atrás, el 12 de marzo de 1977, José María Pepe
Salgado fue secuestrado por un grupo de marinos en José León Suárez y Los
Patos, en Lanús, cerca de su casa, donde había sido guardado por sus compañeros
de Montoneros luego de que colocara la bomba vietnamita que mató a veintitrés
personas e hirió a otras ciento diez, mientras almorzaban en un comedor de la
Policía Federal.
Fue el atentado
más sangriento de los 70 y, en realidad, de toda la historia argentina hasta la
voladura de la AMIA, en 1994.
La onda expansiva
de la violencia que desató terminó alcanzándolo también a él, primero en su
cautiverio en las mazmorras de la Marina en la ESMA y luego bajo la forma de
una muerte horrible, fraguada por la dictadura en un tiroteo con la policía que
nunca existió.
Los miembros del
grupo de tareas de la ESMA sabían que formaba parte del servicio de
Inteligencia e Informaciones de Montoneros, bajo la jefatura directa del
periodista y escritor Rodolfo Walsh, Esteban, a quien también ellos
consideraban como la pieza clave de esa área.
Pero ignoraban que
Pepe Salgado había sido el autor material del bombazo en el Casino de la
Superintendencia de Seguridad Federal, en la calle Moreno al 1400, en el centro
de la ciudad de Buenos Aires, el viernes 2 de julio de 1976.
En mi libro
Masacre en el comedor, describo el calvario de Pepe Salgado en la ESMA, que
derivó en la muerte de su jefe, Walsh, el 25 de marzo de 1977, cuyos restos
continúan desaparecidos. Y también cómo fue que sus captores se enteraron de
que no siempre se había ocupado de falsificar pasaportes y otros documentos,
que era su rol en el momento de su captura.
Pepe Salgado nos
muestra cómo y por qué un joven que lo tenía todo se vuelca primero al
peronismo y luego a la lucha armada, y a los veintiún años decide matar a
sangre fría a personas indefensas, a muchas de las cuales se las habrá cruzado
en el comedor o en algún pasillo del Departamento Central de Policía, donde
trabajaba como agente, a una cuadra del comedor.
Es lo que le pasó
a tantos jóvenes en los 70.
Pepe Salgado
creció en una familia feliz que vivía en una amplia casa de dos plantas, de
ladrillos a la vista y tejas francesas, que ocupaba dos lotes en la esquina de
las calles Juan B. Justo y Carlos Villate, a once cuadras de la residencia
presidencial de Olivos, en la zona norte del Gran Buenos Aires.
Católicos
practicantes, los Salgado tenían un muy buen pasar económico debido a que el
papá, Jorge, era un abogado especializado en derecho comercial que compartía
con un socio un estudio muy activo en la zona de Tribunales.
Pero no hacían
ostentaciones. Por el contrario, eran austeros y solidarios al punto que
realizaban frecuentes tareas de beneficencia en los barrios pobres del
municipio.
Un lugar muy
importante para Pepe y su familia fue la parroquia La Asunción de la Virgen, a
seis cuadras de su casa, donde la mamá tocaba el órgano, el papá leía en la
misa y presidía la Acción Católica, y los tres hijos varones hacían de
monaguillos.
Pepe nació el 27
de enero de 1955; era el hijo del medio, el más lindo, el más gracioso, el más
canchero; un divino, el preferido entre los cinco hermanos Salgado. Al menos
para la mamá, Josefina, que era el vértice de la familia y festejaba todas las
ocurrencias del menor de los varones.
El papá, Jorge,
tenía un único hermano, al que era muy apegado: un militar, que se convertiría
en el general Enrique Salgado, jefe del Tercer Cuerpo de Ejército, con asiento
en Córdoba y dominio directo en nueve provincias. Un cargo muy importante en un
Ejército poderoso, habituado a participar como un actor protagónico en la
política nacional.
El papá de Pepe,
Jorge, no guardaba un buen recuerdo del peronismo porque a fines de 1949 había
estado preso una semana por una pelea con partidarios del presidente Juan
Domingo Perón en la Facultad de Derecho y esos antecedentes le habían demorado
bastante la matrícula, una vez recibido.
También los
abuelos paternos de Pepe eran antiperonistas. Guzmán Feliciano Luis Salgado,
hijo de inmigrantes españoles, odiaba a Perón desde antes de que estatizara el
banco británico en el que trabajaba, a fines de los 40. Tanto que renunció y se
dedicó a llevar los libros de contaduría de varios negocios.
Por eso, a don
Guzmán le costó entender que Pepe y sus hermanos —sus tres únicos nietos
varones— se hicieran peronistas en aquel 1973 en el que el mundo parecía
haberse dado vuelta para los antiperonistas.
Pasó en tantas
familias gorilas: no sólo Perón regresaba cubierto de gloria, y de votos, de un
exilio que había durado casi dieciocho años, sino que los hijos y los nietos de
muchos antiperonistas se hacían peronistas primero y, casi en simultáneo,
adoptaban la lucha armada para acelerar la revolución socialista y la dictadura
del proletariado enviando al arcón de la historia tanto al capitalismo burgués
como a la democracia liberal.
Para Guzmán
Salgado la perspectiva de una Argentina socialista o comunista era una
verdadera pesadilla: sentía que con un hijo abogado y otro general había tocado
el cielo con las manos, pero sus propios nietos integraban la legión que
prometía terminar con el mundo al que él y tantos como él habían aspirado
siempre.
Una de las primas
de Pepe, Cristina Salgado, se sorprendió mucho cuando se enteró de la novedad.
—¿Qué haces por
acá, Pepito? —le preguntó, inocente, un día que había ido a visitar a sus abuelos
al departamento de Juramento al 2600, en la ciudad de Buenos Aires.
—Estoy acá, en
Cabildo y Juramento, con unos caballetes, repartiendo panfletos con los
compañeros de la JP.
—¿Vos? ¿De la
Juventud Peronista? ¿Te volviste loco?
—Somos peronistas,
de la JP. Los tres hermanos.
La abuela Teresa,
que prefería sus nietos varones a los vidriosos asuntos de la política, ya le
había preparado la vianda para el almuerzo y terminaba de colocarle el
triángulo para ensanchar los pantalones Oxford, que se caracterizaban por las
botamangas acampanadas.
En la cocina, don
Guzmán se agarraba la cabeza.
—¿Cómo puede ser?
Vienen los tres a matarse el hambre acá y después van a repartir panfletos de
los peronistas.
De los tres
hermanos, solo Pepe eligió la lucha armada.
En su caso, ni los
varios sacerdotes que frecuentó ni la parroquia en la que hacía de monaguillo
ni sus estudios en el colegio Jesús en el Huerto de los Olivos ni la Acción
Católica ni una precoz militancia o sensibilidad política o social; nada de eso
parece explicar el vuelco de Pepe Salgado hacia el peronismo y la guerrilla, y
esa fuerza espiritual, ese convencimiento íntimo, de que estaba haciendo lo
correcto cuando colocó la bomba.
Jorge Salgado
hijo, Jorgito, seis años mayor que Pepe, no encuentra todavía una explicación
que lo convenza plenamente sobre el drástico giro en la vida de su hermano, que
marcó a toda su familia: “Pepe era muy alegre de chico; un pibe simpático,
jodón, hasta que entró en eso. Creo que le lavaron la cabeza, imagino que fue
en 1974, cuando se vinculó a Montoneros. Después, ya era imposible hablar con
él; hasta el carácter le cambió”.
“Yo —agregó— no
era boludo y me daba cuenta de que estaba muy metido en algo porque a mi casa
llamaban muchas veces por teléfono, preguntando por Sergio o por Daniel. Yo
contestaba: ‘Acá no vive nadie con ese nombre’, y colgaban. Sergio y Daniel
fueron sus nombres de guerra, según me enteré después. Recuerdo que uno de los
que más se hacía llamar El Vasco, no sé quién sería”.
“Intenté varias
veces disuadirlo, pero no pude. A veces, me daba miedo lo que decía: ‘Los vamos
a reventar’ o ‘Vamos a ganar, vamos a tomar el poder’. ¡Cómo había cambiado!
Era una cosa espantosa”, completó el hermano mayor.
En realidad, fue
Jorge el primero de los hermanos Salgado que se vinculó al peronismo y a la
Juventud Peronista, ya en el primer año en la Facultad de Ingeniería, en el
Centro de Estudiantes: “Empecé yo, creo que para saber qué era el peronismo.
Allí conocí a muchos peronistas que no eran de la Tendencia Revolucionaria ni
de Montoneros; eran más moderados. Iba a charlas, militaba ahí. Después, fui
abandonando esa militancia, en 1974, cuando vi que todo derivaba a una
violencia muy peligrosa. Ojo que yo sigo rescatando cosas del peronismo”.
También sus
compañeros del colegio piensan que el otro Pepe fue apareciendo en la Facultad
de Ingeniería a medida que se afirmaba en su militancia en la JP y en
Montoneros, fogoneada también por la intensa relación, muy apasionada, que a
partir de mediados de 1974 lo unió a la primera novia que ellos le conocieron,
Mirta Noemí Castro.
Seis estudiantes
del Jesús en el Huerto de los Olivos decidieron seguir Ingeniería. Pepe y otros
tres que vivían cerca iban todos los días desde Olivos a la Facultad en el
Citroën 2CV de uno de ellos, que, además, tenía registro para conducir. Eran
cuatro estudiantes afortunados, sin apremios económicos, con toda la vida por
delante.
Comenzaron la
universidad en 1973, cuando cursaron el ingreso, que no resultó ningún obstáculo,
menos para Pepe, que ya era un genio en Matemáticas.
Sus compañeros de
estudio todavía recuerdan la rutina del viaje en el Citroën 2CV: el piloto
nunca cambiaba de ruta hasta la avenida Paseo Colón 850 y Pepe se configuraba
en el asiento de atrás en modo estudio, calladito durante todo el trayecto, con
los apuntes desplegados sobre la valijita negra de la que nunca se despegaba.
Hasta que alguien
lo interrumpía para preguntarle sobre algo que no entendía de las clases del
día anterior. “Y el guacho de Pepe, que no había abierto la boca, empezaba a
explicarle todo lo que había dicho el profesor, dando cátedra”, recordó uno de
los viajeros.
Los cuatro se
reunían a estudiar y todo marchaba bien hasta que Pepe comenzó su militancia
política para sorpresa de sus compañeros de Olivos, que nunca pensaron que se
volcaría al peronismo y menos con la intensidad con la que lo hizo.
Ese cambio se notó
a principios del año siguiente, en 1974, cuando la situación en el grupo de
estudios se volvió muy tensa porque Pepe se mostraba interesado solo en hablar
de política, lo cual llevaba a frecuentes choques y discusiones. “Recuerdo un
día —dijo otro de sus ex compañeros— que estábamos en silencio, concentrados en
unos ejercicios. De repente, se escucha un tarareo muy pero muy bajo, aunque
persistente; afinando el oído se podía captar la música de la marchita
peronista. Era Pepe, pero distraído, sin darse cuenta. Uno de nosotros se paró
y le gritó: ‘Pepe, ¡déjate de joder que estoy tratando de resolver este kilombo
y no me puedo concentrar!’. Por supuesto, era el más gorila del grupo. A partir
de allí y solo para molestar, cada vez que estábamos estudiando en silencio,
Pepe jodía y jodía con la marchita”.
“Todavía —señaló—
teníamos nuestros momentos gratos como grupo, pero eran cada vez menos. Otro
día, el clima se cortaba a machetazos; de repente, uno de nosotros levanta la
mirada y la clava en Pepe, que estaba concentradísimo en unos cálculos, y le
dice: ‘Boludo, ¿te estás dejando el bigote?’. Todos lo miramos y Pepe se puso
colorado; nos dimos cuenta de la pelusa que asomaba debajo de su nariz y nos
reímos a carcajadas. También Pepe, obvio. ¡Éramos unos chicos de dieciocho,
diecinueve años!”.
Personaje clave en
el cambio de Pepe para todos ellos fue Mirta Noemí Castro, la novia y luego
pareja de Salgado, con quien tendría un hijo al que no llegaría a conocer.
Pepe Salgado había
tenido otra novia, Stella Semino, a la que conocía de la parroquia La Asunción
de la Virgen, fuera del círculo de la Facultad y de sus ex compañeros del
colegio de Olivos. “Fuimos novios —contó ella— cuando yo tenía diecisiete,
dieciocho años, y él también. Yo iba a Derecho y él, a Ingeniería; los dos
éramos de zona norte y más que nada íbamos a misa juntos; él era muy católico,
de una familia de clase media, muy buen estudiante. Nunca militamos juntos; él
militaba, mejor dicho, iba a la Juventud Universitaria Peronista, pero nada que
ver. En el momento en que él se enganchó más con la militancia fue cuando
rompimos”.
Stella Semino
ubica la ruptura cuando él comenzó el servicio militar, a mediados de 1974.
Tiene un excelente recuerdo del Pepe que ella conoció: “Era… ¡un boy scout! Él
había sido boy scout; tenía un perfil de chico de zona norte que quería tener
una familia, una persona muy normal; muy conservadores éramos, ésa es la
verdad. Era una persona muy humana, muy derecha. El Pepe que yo conocí no fue
el Pepe que después se puso a militar y tuvo una compañera que era mayor que
él. De ese Pepe no puedo decir nada porque no lo conocí”.
Pepe Salgado había
descubierto en la Facultad un mundo nuevo; le pasó lo mismo que a tantos
jóvenes en aquella década de vértigo, cuando la revolución socialista parecía
al alcance de la mano, no solo en la Argentina sino en todo el mundo. Así lo
indicaban las luchas descolonizadoras de los países que se independizaban, la
rebelión juvenil en Francia en 1968, la derrota de Estados Unidos en Vietnam y
—un hecho clave en nuestra región— la revolución cubana victoriosa de 1959,
protagonizada por Fidel Castro y el médico argentino Ernesto Che Guevara.
Pepe Salgado se
fue radicalizando luego de conocer en la Facultad a un escritor que ya
admiraba, Rodolfo Walsh, que lo incorporó al servicio de Inteligencia e
Informaciones de Montoneros. Tanto fue así que en los últimos meses de 1975
abandonó Ingeniería, cuando cursaba materias del segundo año. En aquel momento,
ya casi no participaba del grupo de estudios con sus compañeros de Olivos y las
pocas veces que iba se dedicaba a hablar de política.
Si hasta
principios del año pasado solo hablaba maravillas del general Perón, ahora lo
maldecía como el peor traidor de la Patria y del pueblo; también criticaba
duramente a su sucesora, Isabelita, pero elogiaba a Evita, la anterior esposa
de Perón, de quien decía que ella sí había dado su vida por los pobres.
“A nosotros
—recordó uno de sus ex compañeros de estudio— eso no nos interesaba. Al final
siempre lograba que el más gorila del grupo se enganchara y se pudría todo. Fue
en aquella época que le escuché una frase que me quedó grabada: ‘En este país
habría que matar a un millón de boludos y arreglas todo. Y haces Patria’.”
A partir de aquel
momento, ocho meses antes del atentado, no lo vieron más. En el grupo, no lo
extrañaron demasiado porque en los últimos meses lo notaban sarcástico y
arrogante, además de que perturbaba la dinámica de estudio en la que los otros
tres integrantes estaban embarcados.
Claro que, de
ninguna manera, imaginaban que el mismo Pepe con el que habían ido al colegio
desde primero inferior sería capaz del atentado que lo convertiría en el
enemigo público número 1 de la Policía Federal.
* Ceferino Reato
es periodista y escritor. El texto fue extraído de su libro Masacre en el
comedor.