el momento de jugar la carta ganadora
Por Julio González Insfrán
La
Hidrovía Paraná-Paraguay es un ejemplo de cómo un recurso clave para el
desarrollo económico se transforma en fuente de pérdidas. ¿Se decide la
Argentina a revertirlo para salir de esta pandemia?
En las últimas semanas, como
parte de las primeras medidas oficiales para reactivar la economía de cara a la
salida de esta horrible pandemia, se volvió noticia la Hidrovía
Paraná-Paraguay. El Estado nacional y siete provincias conformaron una empresa
para administrar este recurso clave -una suerte de enorme "autopista de
agua" cuyo 50% corre íntegramente por territorio argentino, y por donde
circula hacia el resto del mundo la producción de cinco naciones-, y el Ministerio
de Transporte creó un gabinete con la participación de todos los actores
-sindicatos, empresas, profesionales, funcionarios- vinculados al sector.
Este es un gesto político
decisivo por el que varias fuerzas nacionales, ligadas tanto al capital como al
trabajo, vienen bregando pacientemente desde hace años. Por eso es importante
comprender por qué los argentinos -sea cual fuere nuestra actividad y nuestro
color político- no deberíamos dejar de prestarle atención.
La Hidrovía Paraná-Paraguay
ha sido uno de los más claros ejemplos de cómo un recurso privilegiado de la
geografía, capaz de conferir extraordinarias ventajas económicas (tal como
ocurre en los países que han sabido aprovechar sus ríos), puede transformarse
en una fuente de pérdidas a causa de malas -o nulas- políticas de Estado.
Con diversos matices a lo
largo de las últimas cuatro décadas, el régimen impositivo y legal argentino ha
favorecido sistemáticamente a las empresas transportistas extranjeras que se
adueñaron del negocio del flete en toda la cuenca fluvial y en el sector de
ultramar. Nuestro país hoy exporta unos 14 millones de toneladas sólo en granos
-un volumen que pocos países del mundo producen-, pero ninguna empresa
argentina, ni pública ni privada, participa del transporte de esa carga. Ni en
la exportación, ni en el tráfico de cabotaje desde el interior hacia los
puertos de ultramar.
Esto, según nuestros
cálculos, representa 3.400 millones de dólares anuales de pérdida -en un país
donde la falta de divisas es un problema capital- a manos de las empresas
transnacionales que han conseguido hacerse cargo del negocio del transporte
fluvial y marítimo. Entre otras prebendas, estas compañías operan en aguas
locales con tripulaciones menos capacitadas que las locales, pagan menos
impuestos que un buque de bandera argentina y cargan combustible en nuestros
puertos por un precio 35% menor.
Nuestro país hoy exporta 14
millones de toneladas de granos, pero ninguna empresa argentina participa del
transporte de esa carga, ni en la exportación, ni en el tráfico de cabotaje
desde el interior hacia los puertos de ultramar. Así se pierden ingresos por
USD 3.400 millones al año.
Esta es la razón por la que
la Argentina prácticamente no tiene buques de carga propios -con suerte llegan
al 2% del total-, y por la que la poderosa industria naval que en algún momento
de su historia el país supo conseguir, con astilleros estatales como Tandanor y
Río Santiago más excelentes astilleros privados, pelea por su subsistencia. Una
flota mercante de bandera y una industria naval pujante conforman un sistema
estratégico para la economía, porque tienen el poder de generar clusters de
industrias proveedoras con productos de alto valor agregado y puestos de
trabajo altamente calificados.
Esta llave estratégica forma
parte de las oportunidades perdidas a lo largo de estas décadas por la
Argentina. Teniendo en vista las ventajas que la cuenca fluvial representa para
las economías regionales, cinco naciones -Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay
y Bolivia- firmaron en 1994 el Tratado Internacional de la Hidrovía, con el
objetivo de explotar equilibrada y responsablemente este recurso en beneficio
de sus pueblos.
Pero Argentina lo
desaprovechó, y ese desaprovechamiento terminó convirtiendo la ventaja en un
problema grave. Además de desincentivar el transporte fluvial de carga, se
respondió al crecimiento de los volúmenes de producción con una estructura
logística irracional, donde el 85% es transportado en camiones, un medio por
lejos menos eficiente (y más contaminante) que los buques y los ferrocarriles.
En lugar de diseñar un sistema de transporte multimodal, aprovechando las
ventajas relativas que cada medio ofrece para cada uso y región, se invirtió en
rutas y también -porque el Tratado lo exigía- en el mantenimiento de la
Hidrovía, pero sólo para garantizarle la explotación del recurso a las
multinacionales.
Como resultado, a los
productores del norte argentino se les hace más costoso transportar la carga
que generan para exportación hasta un puerto de ultramar, como Rosario, que lo
que cuesta el flete desde Rosario hasta el puerto de Rotterdam, en Holanda. La
estructura logística es un factor determinante en la competitividad de una
economía, y en la Argentina este factor no parece haber sido tenido en cuenta.
Hasta aquí, la historia del
problema; pero la posible solución también tiene su historia. En 2013, el
Centro de Patrones y Oficiales Fluviales y otros sindicatos nucleados en la
Federación Marítima, Portuaria y de la Industria Naval Argentina iniciaron una
gestión por la recuperación de la marina mercante y la industria naval, con una
clara visión del potencial de este sector para generar 20.000 nuevas fuentes de
trabajo. En este movimiento fueron incluyendo poco a poco a otros sindicatos,
cámaras empresarias, profesionales, instituciones y dirigentes de todo el arco
político.
La movida logró trascender
la coyuntura política e incluso sobrevivió a varias divergencias entre
distintos intereses. El objetivo era generar un nuevo marco legal y regulatorio
con el consenso más amplio posible, para suprimir las asimetrías que -hasta el
día de hoy- hacen prácticamente inviable mantener un buque navegando bajo
bandera argentina.
Las ventajas, si se lograba,
eran claras. Hoy el transporte fluvial de gran porte se realiza con
remolcadores de empuje guiando convoyes de barcazas con capacidad de cargar
40.000 toneladas en un solo viaje. Con una flota de 50 unidades de este tipo el
sector de comercio exterior ahorra el 30% de lo que hoy son pérdidas en
concepto de flete, y los productores argentinos ganarían competitividad. La
fabricación de un convoy de este tipo representa 175.000 horas hombre de
trabajo calificado para los astilleros nacionales.
En el sector de ultramar,
con que apenas un 10% de los buques que retiran carga de exportación en el
puerto de Rosario lo hagan bajo bandera argentina, la economía nacional ganaría
1.200 millones en divisas genuinas. Y esto no requiere -como podría pensarse-
de una inversión millonaria del Estado: basta apenas -y nada menos- con una
decisión de política fiscal que, en lugar de establecer prebendas, favorezca la
industria, el comercio, la producción y el trabajo de los argentinos, con
sentido federal. Una simple decisión política inteligente -y patriótica, hay
que decirlo- podría permitirle al Estado argentino cuidar las inversiones
privadas en el sector e inclinar la balanza para convertir un gran problema en
una gran solución.
En el sector de ultramar,
con que apenas un 10% de los buques que retiran carga de exportación en el
puerto de Rosario lo hagan bajo bandera argentina, la economía nacional ganaría
1.200 millones en divisas genuinas.
Al cabo de cinco años de
trabajosa gestión, el proyecto de legislación consensuada entre sectores se
convirtió en la Ley 27.419, con el voto afirmativo de casi todas las fuerzas
políticas incluido el entonces oficialismo, pero el presidente Mauricio Macri
vetó las cláusulas relativas a un nuevo régimen impositivo para la marina
mercante y el financiamiento de la industria naval por crédito fiscal.
Esto significaba atar a la
iniciativa de pies y manos: el sistema fiscal argentino impone cargas del 70% a
los buques de bandera, cuando en otros países de la Hidrovía, como Paraguay,
estas se reducen a la mitad. Pero ni siquiera existe la excusa de que una
reducción de esa tasa representaría una pérdida para el fisco, porque el 70% de
cero, es cero: la Argentina hoy no tiene buques, y una merma impositiva haría
que los tenga y, gracias a eso, permitiría empezar a recaudar.
Los anuncios recientes del
gobierno nacional vinieron acompañados, además, de la promesa de reglamentar la
Ley 27.419 y de restablecer las cláusulas vetadas, y que permitirían resolver
de raíz las asimetrías impositivas que traban el desarrollo de la marina mercante
y el financiamiento de la industria naval. Funcionarios de Transporte y de
Industria manifestaron su interés y apoyo, además, a un proyecto de diseño y
construcción de remolcadores de empuje propulsados a GNL en astilleros
argentinos.
Esta tecnología, que es el
estándar en la navegación fluvial en Europa por sus características económicas
y ecológicas, permitiría ahorros del orden del 70% en el costo del flete,
mejorando drásticamente la competitividad de los productores argentinos y
brindándole al país, adicionalmente, la posibilidad de convertirse en proveedor
de este combustible no tradicional para el mercado naviero internacional.
Hay movidas estratégicas que
cambian la relación de fuerzas en el tablero. La conformación de una flota
mercante de bandera puede traccionar un círculo virtuoso impulsor de la
industria -poniendo en marcha las capacidades ociosas de la industria naval- y
del comercio internacional, poniendo al alcance de los productores locales una
herramienta valiosísima para la competitividad y el acceso a nuevos mercados.
La decisión política, esta vez, parece tomada, y es fundamental que se siga en
ese rumbo.
(Fuente: La Política online,
10/09/2020)
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