que ordenando el Estado se evita el ajuste
fiscal
Por Mónica Filippi
Periódico Tribuna, 24/07/2023
La crisis
económica se profundiza. Muy alta inflación con caída en la producción, junto
con el Banco Central vendiendo dólares que no son propios, saldo de
exportaciones menos importaciones negativo en USD 1.700 millones mensuales,
masiva emisión de pesos, récord de Leliq y cepo cambiario en niveles extremos.
Más allá de todas las aristas que debe contemplar un plan para estabilizar la
economía, se sabe que lo central es eliminar el déficit fiscal. Esto lleva
recurrentemente a plantear como inevitable el “ajuste” fiscal.
No hacer nada
lleva inexorablemente a que la inflación haga el “ajuste”. Es decir, que un
fuerte aumento de precios licue gastos y deudas. También cabe la posibilidad de
tomar medidas explícitas, por ejemplo, manipular la movilidad previsional,
congelar salarios e inversiones, aumentar (o no reducir) impuestos. Ambas
estrategias permiten bajar transitoriamente el déficit financiero, a costa de
aumentar los déficits de gestión pública y el sesgo anti-productivo. El camino
alternativo es abordar un ordenamiento integral del Estado que permita el
equilibrio fiscal con un clima favorable para expandir la producción y mejorar
la situación social.
Para ilustrar la
diferencia entre ajuste y ordenamiento sirve observar la composición del gasto
público nacional. Un informe del Instituto de Desarrollo Social Argentino
(IDESA) puntualiza que en el año 2022 el gasto primario de la Nación ascendió a
20,3% del PBI y se distribuyó de la siguiente manera:
En funciones
estrictamente nacionales (seguridad social, universidades, obra pública
interprovincial y de funcionamiento) se gastó el 15% del PBI.
En subsidios
económicos (energía, transporte y otros) se gastó 2,8% del PBI.
En funciones
provinciales (salud, educación, vivienda, urbanismo y asistencia social) se
gastó 2,5% del PBI.
Estos datos
muestran que, si el Estado nacional se concentrara solamente en las funciones
que le corresponden, aparece un amplio espacio fiscal (5,3% del PBI) para
reducir el gasto público nacional. Cabe
tener en cuenta que los subsidios económicos deben tender a desaparecer junto
con el fortalecimiento de las tarifas sociales, que, como el resto de la
política social (salud, educación, vivienda, urbanismo) son responsabilidad de
las provincias –y sus municipios– por imperio del régimen federal adoptado por
la Constitución.
Este ordenamiento
funcional del Estado tiene que ir acompañado del ordenamiento tributario.
Tender a que el financiamiento de las provincias se centre en el IVA (que
absorba Ingresos Brutos y tasas municipales) y un impuesto al patrimonio (que
surja de unificar Bienes Personales, inmobiliario y automotor). Mientras que la
Nación se financie con un impuesto a los ingresos personales (aportes a la
seguridad social y ganancias de las personas humanas), ganancias de las
empresas, aduana y contribuciones patronales.
Este esquema
permite derogar la ley de coparticipación ya que la regla general pasa a ser
que cada jurisdicción se sostiene con sus propios impuestos. Para contemplar la
situación de las provincias más pobres del norte es necesario asignar
solidariamente recursos a un Fondo de Convergencia que les garantice el actual
nivel de financiamiento pero condicionado a un plan que active su desarrollo.
Este plan debería priorizar inversiones estratégicas en lugar de financiar la
expansión del empleo público improductivo y los gastos clientelares, como hoy
incentiva la coparticipación.
Si el próximo
gobierno prioriza estabilizar la economía en base a un plan de “ajuste” fiscal
las probabilidades de fracaso son altas. La razón es que el “ajuste” fiscal, al
pasar por alto que el Estado padece de severas deficiencias organizativas, mantiene
(en algunos casos aumenta) las barreras al desarrollo. Entre las más
importantes, la compleja e irracional conformación del sistema tributario, los
incentivos perversos que genera la coparticipación y las ineficiencias que
generan los solapamientos entre los tres niveles de gobierno. El “ajuste”
puede reducir el déficit, pero no remueve las trabas al desarrollo. Un planteo
más sensato es revisar integralmente la organización del Estado. El objetivo es
lograr equilibrio fiscal (paso imprescindible para eliminar la inflación) con
un entorno más favorable para la inversión, la generación de empleos de calidad
y el mejoramiento en la gestión de los servicios sociales a cargo del
Estado.
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