domingo, 21 de marzo de 2021

LA GUERRA QUE SE INTENTA ESCAMOTEAR


POR AGUSTÍN DE BEITIA

La Prensa, 21.03.2021

La guerra civil argentina

Por Nicolás Márquez

Grupo Unión. 303 páginas

 

"Un error y una mentira que no nos hemos tomado el trabajo de desenmascarar se han convertido poco a poco en la autoridad de lo verdadero", escribió Charles Murras en su célebre obra Mis ideas políticas. La sentencia, que tiene indudables resonancias en la Argentina, sirvió de impulso a Nicolás Márquez para volver a revisar nuestros trágicos años setenta, hasta el punto de que esa frase bien puede considerarse como la clave de lectura de su nuevo ensayo.

 

La mentira, en este caso, es la de una izquierda violenta que una vez derrotada posó de víctima y, envuelta en la bandera de los derechos humanos y arropada desde el exterior, terminó por erigirse en fiscal de lo ocurrido. Lo que al principio pudo parecer un mero cambio de acento discursivo, a la vuelta de los años hizo olvidar y prescribir los crímenes del terrorismo y hasta borrar la propia existencia de la guerra, ahora devenida en represión de disidentes. Y esto, pese a que los protagonistas reconocieron esa guerra, desde Santucho o Firmenich hasta Perón o Videla.

 

Márquez (Ramos Mejía, 1975), que ya había dedicado tres libros a este período histórico cuando se inició en la escritura, ajusta cuentas con esta versión de la historia falseada por la izquierda que hoy es tomada como canónica, y lo hace con un repaso de los hechos que expone y ridiculiza los grotescos mitos que construyeron los "dueños de la memoria".

 

Su crónica de la gestación, auge y ocaso del proceso revolucionario, o de su fase armada, para ser precisos, viene a recordar que primero fue el baño de sangre provocado por el terrorismo, y luego la reacción no menos violenta desde la derecha, que empezó en pleno gobierno democrático de Perón y se profundizó con el régimen militar.

 

Si la existencia de la guerra queda en evidencia, podría preguntarse en cambio si se justifica caracterizarla como una guerra civil, que es la tesis que plantea Márquez. En un sentido estricto parece que no. Cuando se habla de guerra civil está la idea de una movilización masiva, de toda la sociedad, en un sentido u otro, aunque fuera de modo indirecto. Para referirse a este conflicto otros hablan de enfrentamiento de cuadros, es decir, de oficiales sin soldados, lo que niega aquella masividad.

 

Sin embargo, aunque lo usual es llamarla guerra revolucionaria, no es la primera vez que se habla de guerra civil. Y es cierto que, aun cuando el enfrentamiento armado haya sido entre minorías, fue la expresión de un conflicto entre dos visiones antagónicas e irreconciliables que abarcaron a toda la sociedad (no exentas cada una de ellas de imposturas e incoherencias). Un antagonismo que tiene raíces profundas en nuestra historia y que perdura en el presente, aunque con identificaciones cambiadas.

 

El propio recuento de los hechos muestra aquella ambivalencia entre la expansión de la grupos armados y su falta de arraigo. Porque, mientras se refleja el crecimiento de cuadros e influencia, se asiste a la vez a su falta de inserción social, hasta el punto de que los guerrilleros fueron delatados por esa misma población simple a la que decían defender, como admitieron Enrique Gorriarán Merlo o Luis Mattini.

 

En todo caso, este nuevo recorrido por la espiral de violencia de aquellos años adquiere un sabor propio, picante, que le aporta el tono del autor.

Márquez se detiene en la confusión ideológica inicial, en el origen burgués de los protagonistas o en sus contradicciones, y su adjetivación provocadora resulta divertida. El autor ironiza sobre los eufemismos de la izquierda para esconder sus aberraciones. Es sarcástico con sus mentiras. Provocador, alega que la guerrilla también incursionó en el terrorismo de Estado por sus vínculos de Cuba, y tuvo un plan sistemático de apropiación de bebés, porque se quedaban con los hijos de sus camaradas muertos.

 

La figuras emblemáticas de la izquierda no quedan a salvo de esa crítica. Rodolfo Puiggrós es presentado como el que bregaba por una reforma agraria siendo terrateniente; Rodolfo Walsh, Gelman o Urondo, como criminales, y no como meros escritores con conciencia social; Eduardo Luis Duhalde, como el abogado del terror, y Gorriarán Merlo, como el "siempre lamentón", por su supuesto pesar al referirse a las víctimas provocadas.

Perón es objeto de los más cáusticos comentarios. Lanusse es "un progresista de cartón"; Néstor Kirchner, "el innoble" y similar descalificación merecen los radicales.

 

La crónica de los hechos, suficiente para recrear el dramatismo de aquellos años, sirve para demostrar cómo la dirigencia política -Balbín incluido- pedía aniquilar a los extremistas sin burocracias legales y cómo ya antes del golpe militar había 700 desaparecidos.

 

Ese recuento apretado, abrumador, se abre a un análisis más en detalle de algunos acontecimientos, como la falacia en la que se asienta la "noche de los lápices", por qué Montoneros insistió con el "entrismo" o el papel sinuoso de Horacio Verbitsky.

 

Márquez ensaya una lectura del pasado que tiene ecos en el presente. Un eco que deja al descubierto la rehabilitación de numerosos terroristas, aquellos en cuyas manos quedó la memoria y la escritura del pasado. Esa memoria de la que por estos días se volverá a hablar mucho y ejercitar poco.

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