bajo el poncho
La Nación, 2 de agosto de
2020
Rechazar
la idea de contar con un plan económico, como ha dicho el Presidente, lleva a
esconder el diagnóstico y demorar las posibles soluciones
Exhibir las manos o
estrecharlas son gestos que, en todas las culturas, se utilizan para transmitir
confianza. Significa que no se tienen armas o que no se pretende utilizarlas.
El reverso de ese gesto es el imperioso "arriba las manos" del
asaltante o el "manos contra la pared" de la autoridad policial.
En la jerga rural argentina,
donde el gaucho honra la franqueza y la palabra sincera, se desconfía de quien
oculta algo bajo el poncho aunque sus manos estén a la vista. Quien retacea sus
intenciones pone a todos en guardia, con el ojo alerta y la diestra en el
facón.
La metáfora del saludo y la
imagen del poncho son útiles para comprender el alcance y la gravedad de
recientes definiciones del presidente Alberto Fernández al prestigioso diario
Financial Times, de Londres. Como Ortega y Gasset, que escribió su Rebelión de
las Masas con un Prólogo para Franceses y un Epílogo para Ingleses, esas
definiciones hechas al periodista británico, fueron un epílogo contradictorio
de aquel prólogo para franceses, apenas cinco meses antes.
El primer mandatario dijo al
interlocutor inglés (y retumbó en Wall Street y en Buenos Aires): "Francamente, no creo en los planes
económicos". Esta afirmación contradice lo dicho el pasado febrero, al
disertar en el Instituto de Estudios Políticos de París, cuando dijo tener un
plan económico, que no era público, pues "contarlo sería mostrar las
cartas" a los acreedores. Y agregó: "Estamos jugando al póker y no
con chicos". Claro está, si desde el prólogo a los franceses el Presidente
utilizó la alegoría del "arte del engaño", no es para asombro que en
el reciente epílogo a los ingleses desdijera lo dicho en el continente.
En la actual crisis
económica y social, donde la prioridad es crear fuentes de trabajo con empleo
genuino y reemplazar la emisión monetaria con ingresos fiscales regulares, la
negativa a adoptar un plan económico plurianual, consistente y con respaldo
político, equivale a no exhibir las manos cuando el mundo empresario necesita
verlas. Aun peor, a ocultar algo bajo el poncho.
Un plan económico devela
interrogantes indispensables para hacer viables las inversiones. De él surgirán
cuáles serán las pautas relativas al gasto público, su financiamiento, los
impuestos, la coparticipación, las tarifas, los subsidios, los salarios, las
jubilaciones, la política monetaria y cambiaria, la protección arancelaria, la
integración al mundo y tantos otros aspectos que deben definirse para recuperar
la actividad y el empleo, alentar la inversión y hacer sustentables las cuentas
del Estado, sin inflación, ni presión fiscal asfixiante, ni endeudamiento
insostenible.
Quien no hace públicas sus
intenciones cree ganar para sí espacios de libertad, con el objeto de poder
improvisar cualquier cosa en cualquier situación futura. Ese propósito se
intuye del resto de las declaraciones de Alberto Fernández, al caracterizarse
como "la persona más pragmática que existe" y que prefiere, en lugar
de planes, "fijar objetivos y trabajar para conseguirlos".
Fijar objetivos es muy
sencillo, basta recitar el Preámbulo de la Constitución. Con él estamos todos
de acuerdo, ¿o no? El problema es cómo se trabajará para conseguirlos, pues las
discrepancias están en los medios. Allí surgen los conflictos.
Si hubiera que definir en
qué consiste la improvisación como forma de gobernar, bastaría con recortar y guardar
esos párrafos presidenciales. Como no afirma que los desajustes serán
resueltos, ni cómo se hará, quedan flotando en la imaginación todas las
herramientas ya utilizadas en nuestro país: impuestos e impuestazos, golpes
inflacionarios, ahorros forzosos, creación de juntas, empresas testigo, IAPI,
expropiaciones y confiscaciones, cepos y corralitos, controles y prohibiciones.
En un país que no hubiera
decaído tanto como la Argentina, podría decirse que la garantía de que nada de
ello ocurrirá es la Constitución nacional. Pero todos sabemos que, desde 1922,
cuando la Corte Suprema abrió las compuertas de la intervención del Estado en
la economía ("Ercolano versus Lanteri de Renshaw"), ese tímido fallo
de emergencia permitió convalidar toda clase de desaguisados posteriores. Al
punto de que cualquier DNU puede ahora reescribir las normas más claras de la
Ley Fundamental.
Aunque no fuese la intención
verdadera de Alberto Fernández utilizar ninguna de esas medidas para resolver
"pragmáticamente" los problemas, cuando rechaza la idea de un plan
económico, dice mucho por omisión y nada queda descartado. Todas las
herramientas quedan bajo el poncho del Ejecutivo.
Como parroquianos en la
pulpería, si empresarios e inversores intuyen que hay un cuchillo bajo el
poncho, se miran entre sí, desconfiando. Detienen sus inversiones, protegen su
capital y discuten planes de contingencia. Algunos, con su pingo y su prenda,
se van del pago.
En realidad, las palabras de
febrero ante los franceses y las actuales, ante los ingleses, no deberían
sorprender a nadie. Un plan económico traduce, en palabras y en números, un
cúmulo de decisiones políticas previas, que afectan multitud de intereses
creados. No es una tarea científica, sino la culminación de un pensamiento de
largo plazo, fundado en valores, consensuado políticamente y plasmado en
números.
Lograr el equilibrio
macroeconómico de la Argentina, armonizando las cuentas públicas y creando
condiciones de competitividad al sector privado, exige pelearse con medio
mundo. Con sindicatos, con empresarios, con profesionales, con gobernadores y
con todos los que reciben subsidios económicos o reparten subsidios sociales.
Con la corporación política y sus mil ramificaciones, estamentos y escalafones.
Incluyendo estructuras de corrupción cuyo desmantelamiento implica enfrentarse
con mafias enquistadas en muchas esferas del poder.
Sin el consentimiento del
Instituto Patria, ningún equipo económico del Poder Ejecutivo se encuentra en
condiciones de elaborar un plan de corto y mediano plazo, por más que se
encuentre integrado por los más brillantes académicos de universidades locales
o con "doctores" de instituciones del exterior. No se trata de tener
credenciales para llenar correctamente una planilla de Excel, sino de quién da
las órdenes.
Y el kirchnerismo duro, pues
a este nos referimos, ha cimentado sus bases políticas a partir de acuerdos con
los sectores, corporaciones y factores de poder que reivindican derechos
adquiridos sobre todas las situaciones que deben alterarse para alcanzar un
equilibrio sustentable y lograr la competitividad indispensable para crecer.
Mientras esta situación
subsista, poco puede esperarse en términos de definiciones estructurales para
cambiar en serio la Argentina. La improvisación, la casuística y la
incertidumbre crean desconfianza y sin ella no hay solución duradera. Solo
pobreza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario