Hace
medio siglo, Alvin Toffler y Darcy Ribeiro ofrecían vaticinios sobre el
porvenir que hoy pueden ser útiles como lecciones
Santiago González
La Prensa, 01.08.2020
¿Qué no cambió en estos
últimos cincuenta años? Hace medio siglo teníamos la certeza de que el cambio
era inevitable, y el sentido común decía que el mundo marchaba hacia el
socialismo. Sobraban los indicios: la revolución cubana, la batalla de Argelia,
la descolonización africana, el Concilio Vaticano, la marcha sobre Washington,
las revueltas en los campus estadounidenses, el mayo francés, las guerrillas
urbanas y rurales. Lo argumentaban científicamente en los claustros las
ciencias sociales (esclavismo feudalismo capitalismo socialismo) y lo
divulgaban entre las masas los periodistas. It"s blowing in the wind,
cantaba Bob Dylan. Danzaba en el viento, era el espíritu de la época.
Pero no todos respiraban los
mismos vientos, no todos percibían el mismo zeitgeist. En 1970, hace cincuenta
años, Alvin Toffler, un graduado en letras inquieto por las cuestiones
sociales, publicaba El shock del futuro, una voluminosa colección de vaticinios
sobre la dirección del cambio, ordenada en seis secciones y veinte capítulos, y
confeccionada a partir de indicios recogidos metódica y laboriosamente durante
la década precedente. El mundo que preveía Toffler no se parecía demasiado a la
idea en cierto modo evolucionista de socialismo que flotaba en el ambiente, más
bien implicaba una transformación tan radical como la que había marcado el
pasaje de la sociedad agraria a la sociedad industrial.
Mientras la matriz de la
anticipada evolución hacia el socialismo pertenecía al orden de las ideas, del
pensamiento, de la ideología (combinaba una tradición filosófica que había
alcanzado su momento culminante en Hegel con una lectura de la historia como
lucha de clases), los pronósticos de Toffler nacían en una cuna más modesta: la
observación y registro del hervidero de innovaciones tecnológicas que advertía
a su alrededor, y la especulación más o menos audaz e inteligente sobre su
probable impacto en la vida social y cultural del mundo, incluidas por supuesto
las cuestiones relacionadas con la riqueza y el poder que desvelaban a los socialistas.
EL IMPERIO DE LA
TRANSITORIEDAD
No necesito decir que la
vasta marea de filósofos, ideólogos, políticos, publicistas, teólogos,
columnistas y cantautores que pronosticaban la marcha triunfal hacia la
sociedad sin clases se equivocó de cabo a rabo. Y que El shock del futuro, ese
libro de hace medio siglo, anticipó con admirable acierto los rasgos más
marcados de este mundo que hoy nos sobrecoge y angustia: el imperio de la
transitoriedad sobre la permanencia, de la ubicuidad sobre el arraigo, la
cultura del descarte, la personalidad desintegrada, la familia rota, los hijos
diseñados a pedido, las experiencias artificiales. El título del libro alude a
la previsible dificultad de la naturaleza humana para asimilar esos cambios.
No parece que Toffler
emprendiera su tarea con una idea preconcebida acerca del papel de la
tecnología en la dinámica social, sino que esa capacidad transformadora se le
hizo evidente en el curso de su minuciosa recopilación e interpretación de las
señales de cambio. Pero la teoría ya existía. Un par de años antes de la
aparición de El shock del futuro, el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro, tan
familiarizado como Toffler con las ideas marxistas, había creado incomodidad
entre los socialistas que lo reconocían como propio al proponer en su libro El
proceso civilizatorio que los cambios más drásticos observables en la historia
de la humanidad habían sido detonados no por la lucha de clases sino por las
revoluciones tecnológicas.
El libro de Ribeiro aportaba
el marco histórico y conceptual ausente en Toffler, pero era evidente que
miraba el mundo desde Brasil, y lo que veía atrasaba una década: parecía
escrito en el contexto de la guerra fría de los cincuenta. Ribeiro utilizaba el
término revolución termonuclear para describir su presente. En los Estados
Unidos, hacia mediados de los 60, Toffler ya había trabajado para IBM
(computadoras), Xerox (la interfaz gráfica de las computadoras) y ATT (las
comunicaciones entre computadoras), había metido la nariz en sus laboratorios. Tenía
el marco de referencia necesario para avizorar con razonable acierto la
revolución que se cernía en el horizonte, una deflagración masiva totalmente
ajena al poder atómico y de la que los extraordinarios avances en la
informática y las comunicaciones iban a ser apenas el detonante.
ACADEMIA BOBA
La academia no le llevó el
apunte a Toffler, lo amontonó con otros futurólogos del momento que hacían
fortunas vendiéndole sus horóscopos a las corporaciones y los medios. Su libro
no presentaba ningún marco teórico, no citaba los textos fundamentales de la
época, no consultaba a figuras de prestigio. Sus principales fuentes eran
ingenieros, sociólogos, psicólogos, empresarios, comerciantes, personas
comunes; sus citas remitían más a artículos periodísticos (¡de publicaciones
corporativas, para colmo!) que a los anaqueles universitarios. Que encabezara
la lista de los libros más vendidos en varios idiomas era, en todo caso, prueba
adicional de su insignificancia. "Considero lo que hago como una forma
enriquecida de periodismo -se defendía el autor-". "El problema con
los académicos de las ciencias sociales es que han sido entrenados para ignorar
la realidad".
El trabajo de Toffler
encontró justamente su público entre aquellos que debían lidiar con la
realidad, desde hombres y mujeres de a pie cuyo mundo cotidiano comenzaba a
volverse incierto y amenazante hasta políticos y hombres de negocios urgidos de
indicios sobre el rumbo de las cosas para reducir riesgos en la toma de
decisiones. Mijail Gorbachov y Ted Turner, por dar sendos ejemplos, admitieron
haber encontrado en el libro una fuente de inspiración, una brújula para
tiempos tormentosos. Tras la caída del muro de Berlín, cuando los ideólogos del
advenimiento socialista se vieron en apuros, los temas y problemas anticipados
por Toffler comenzaron a encontrar su lugar en el debate oficial de las
ciencias sociales. En cierto modo, Modernidad líquida de Zygmunt Bauman es la
traducción de El shock del futuro al lenguaje académico, treinta años después.
El libro de Ribeiro,
metódico, claro y rico en ideas, tuvo en cambio un destino principalmente
académico, y también aportó al debate político de la izquierda de los setenta.
Aclaremos que nunca se propuso hablar del futuro en el sentido en que lo hizo
Toffler; su obra se ofrece como un estudio antropológico sobre la evolución de
las civilizaciones. El marxismo no le había servido para explicar la dinámica
de la historia pero su cosmovisión seguía siendo marxista, y por lo tanto
teleológica, apuntada al futuro. Ribeiro consideraba que el punto omega de la
especie era la sociedad sin necesidades, sin clases y sin guerras, sin
distinción entre ciudad y campo, entre trabajo manual e intelectual, entre el
productor y el producto de su trabajo. Desde una perspectiva tan distinta, no
exenta de confianza y optimismo, compartía sin embargo con Toffler temores
similares acerca del futuro.
LA VIDA MISMA
¿Qué no cambió en estos
últimos cincuenta años? Cambió la comida, el trabajo, la vivienda; cambió la
manera de viajar, de leer, de ver películas; cambió la familia, el matrimonio,
la paternidad, la vejez; cambió la música, y la manera de escucharla; cambió la
televisión; cambió el almacén, la ferretería, la farmacia; cambió el dinero, la
manera de producir, la manera de consumir; cambió nuestra relación con el
médico, el sacerdote, el maestro; cambió el tiempo y cambió la distancia;
cambió el clima; cambió el barrio, cambió la gente, cambió nuestra relación con
la gente; cambió la plaza, cambió la avenida. Cambió la vida y también cambió
la muerte. Cambió el amor. ¿Qué no cambió?
"El cambio es la vida
misma", dice Toffler. "Pero el cambio desenfrenado, el cambio sin
guía ni orientación, el cambio acelerado que destruye las defensas físicas del
hombre y sus mecanismos de decisión, este cambio es el peor enemigo de la
vida".
En el último capítulo de un
libro que podía leerse como una oda a las mutaciones, el autor clava los
frenos. Habla del cambio como un cáncer, afirma que las instituciones y los
liderazgos tradicionales habían quedado obsoletos, y los cuestiona por
econocéntricos (sólo guiados por el beneficio financiero), cortoplacistas y
elitistas.
"Las fuerzas que nos
empujan al superindustrialismo no pueden ser canalizadas por estos métodos
fallidos de la era industrial", dice. Reclama en su lugar "una mayor
claridad en los objetivos importantes a largo plazo y una democratización de la
manera de establecerlos", "una formidable afirmación de democracia
popular", "un continuo plebiscito sobre el futuro".
De este modo, el futurólogo
preferido de las élites políticas y corporativas de hace cincuenta años les
cuestionaba su capacidad para definir los rumbos sociales y conducir las
transformaciones avizoradas, y reivindicaba esa facultad para la sociedad en su
conjunto: "Se consulta al elector sobre problemas concretos, nunca sobre
la configuración general del futuro preferible. En realidad, no existe ninguna
institución política a través de la cual el hombre corriente pueda expresar sus
ideas sobre cómo debería ser el futuro de largo plazo. Jamás se le pide que
piense acerca de esto, y en las raras ocasiones en que lo hace no encuentra una
manera organizada de lanzar sus ideas al palenque político. Aislado del futuro,
se convierte en un eunuco político".
En la vereda ideológica
opuesta, el antropólogo que llamaba la atención de los socialistas e introducía
sus ideas en las discusiones de la izquierda advertía también los peligros
implícitos en las nuevas realidades sociales, "posibilidades casi
absolutas en el plano del conocimiento y de la acción, tanto constructiva como
destructiva y constrictiva". Pero a diferencia de Toffler, Ribeiro
depositaba toda su confianza en unas élites deseablemente iluminadas y
virtuosas, y proponía "un sistema mundial de poder estructurado según principios
supranacionales" acompañado de "agencias internacionales de control
de los órganos de información de masas y de modelación de la opinión
pública".
Superada la atención de las
necesidades primarias, la mayor preocupación de las sociedades futuras, pensaba
Ribeiro, consistiría en "el empleo apropiado de su poder de compulsión
sobre las personalidades humanas y de conducción racional del proceso de
socialización", en "utilizar sus poderes casi absolutos de
programación de la reproducción biológica del hombre, de ordenamiento
intencional de la vida social, de conducción del proceso de conformación y
regulación de la personalidad humana y de intervención sistemática en los
cuerpos de valores que orientan la conducta personal". No se le escapaba que
tales facultades se prestaban al uso despótico, pero consideraba que ofrecían
grandes posibilidades de "liberar al hombre de todas las formas de miedo y
opresión".
SUPERINDUSTRIALISMO
Todo cambió, efectivamente,
desde que Toffler y Ribeiro pusieran por escrito sus vaticinios. Pero el mundo
no marchó hacia el venturoso paraíso del socialismo, como auguraba el vuelo de
las cornejas y soñaba Ribeiro, sino que evolucionó más bien hacia ese
superindustrialismo que con tanta precisión avizoró Toffler. Y tampoco esas
transformaciones se vieron acompañadas por una renovación de liderazgos e
instituciones, tal como reclamaba el estadounidense; por el contrario,
especialmente desde la caída del Muro, esos liderazgos tradicionales
consolidaron y expandieron su poder, acentuaron su aislamiento respecto del
conjunto social, proclamaron su vocación supranacional y avanzaron hacia el
despotismo haciendo uso de los nuevos instrumentos tecnológicos, tal como temía
el brasileño.
La crisis desatada en el
mundo por la pandemia imaginaria del virus corona nos ha permitido ver en
tiempo real, por decirlo de algún modo, cómo esas élites
"econocéntricas" y "cortoplacistas" denunciadas por Toffler
han adquirido la capacidad de manipular a los gobiernos, la prensa y la opinión
pública, cómo han logrado mediante la metódica infusión de miedo obtener el
consentimiento sumiso de las masas, cómo aprovechan la ocasión para promover un
gobierno supranacional formalmente desligado del control ciudadano, desde el
cual se proponen, como anticipó Ribeiro, emplear los recursos provistos por la
tecnología para modelar, regular y controlar a discreción todos los aspectos de
la vida humana. La gobernanza global -tengámoslo presente- es el nuevo nombre
del totalitarismo.
No hace mucho escribí que el
proceso que se desenvuelve ante nuestros ojos en el escenario mundial conduce a
una sociedad globalizada, homogénea, atea y esclavista. La descripción le calza
perfectamente a una sociedad socialista como la que imaginaba Ribeiro, lo que
lleva a pensar que, si bien se mira, acertó en su pronóstico y el mundo marcha
efectivamente hacia el socialismo, aunque distinto de como él lo imaginaba.
Todo el sueño socialista del antropólogo dependía de la virtud de las élites
dirigentes, del "empleo apropiado" y la "conducción
racional". Pero en el juego del poder no hay ética ni virtud ni ciencia,
hay. poder y relaciones de poder. Y controles. Ribeiro ni siquiera se plantea
la cuestión de los controles, que desvelaba en cambio a Toffler.
En los controles está la
clave. Nuestros instrumentos de control -la democracia republicana sobre el
poder político, la economía de mercado sobre el poder económico- se muestran
impotentes para encauzar y gobernar los cambios inducidos por la revolución de
la informática y las comunicaciones.
Si la vida, la libertad y la
propiedad siguen siendo nuestros valores más preciados habría que perfeccionar
los instrumentos para defenderlos en un mundo que ha cambiado. Las tendencias
totalitarias de hoy, que danzan en el viento con los familiares trajes del
sentido común y el espíritu de la época para persuadirnos de su inevitabilidad,
no son las mismas del siglo pasado. Y si las del siglo pasado no triunfaron fue
porque hubo inteligencias que las reconocieron y voluntades que se les
opusieron.
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