Por Vicente Massot
Prensa
Republicana, 28-10-20
Tratemos de
contestar la pregunta del millón de dólares. La que se hacen buena parte de los
argentinos en medio del tembladeral que pisamos desde hace meses. La misma que
está al tope de las preocupaciones de los políticos, las tertulias sociales,
los operadores de la City, y los analistas más consultados por los medios de
difusión. Cualquier lector atento sabe de sobra a qué nos referimos. Casi no
habría necesidad, pues, de plantearla de manera explícita. Hasta tal punto se
halla sobreentendida. ¿Cuando se desencadenará en toda su magnitud la crisis
que arrastramos? ¿En qué momento estallará la bomba de tiempo cuya cuenta
regresiva se inició hace rato?
Antes de meternos
en el corazón del problema es menester ponernos de acuerdo respecto de un
aspecto crucial del asunto tratado: las calamidades no siempre se manifiestan
con base en estallidos apocalípticos, guerras civiles sangrientas, pandemias
pavorosas o fenómenos hiperinflacionarios. Una situación puede ser terminal sin
necesidad de que, en paralelo, corran ríos de sangre. A lo que apunta el
comentario es a descartar la idea de que hemos llegado a unos topes
insoportables en términos de la decadencia que nos aqueja y que, en breve, todo
volará por los aires. Para adelantar la respuesta prometida: parte del tsunami
ya ocurrió y, en todo caso, lo que todavía no vimos fueron las consecuencias en
su conjunto. El buque timoneado por un indocumentado en la materia —que, para
colmo de males, carga con una soberbia insufrible— ya embistió al iceberg. Sólo
que la cuarentena obra como una suerte de espejismo que disimula la magnitud
del choque
Que casi la mitad
de los habitantes de nuestro país se encuentre por debajo de la línea de pobreza,
u orillando la misma, es una tragedia en sí misma. Otro tanto implican los
índices de marginalidad e indigencia, inéditos por su crudeza. Las cuatro mil
villas miseria existentes entre nosotros —eran mil hace 40 años— no hacen las
veces de campamentos bélicos cuyo propósito fuese desatar una guerra de clases.
Representan, en cambio, la profundidad de un inconcebible desastre social.
La bomba de
dispersión nuclear ya hizo blanco en la Argentina. Pero, a diferencia de los
artefactos de los arsenales de las grandes potencias, éste ha sido silencioso y
no ha requerido de una declaración de hostilidades ni de un portador para su
lanzamiento. Cuanto antes no demos cuenta de que uno de los aspectos más
peculiares de la presente catástrofe reside en la ausencia de cientos de miles
de muertos, de luchas sin cuento entre compatriotas o de un terror generalizado
acerca del futuro, en mejores condiciones estaremos de comprender lo que habrá
de sobrevenir.
El presente estado
de cosas no ha sido —por supuesto— responsabilidad exclusiva del kirchnerismo,
del macrismo o de alguna de las tantas administraciones que se han sucedido en
estas tierras desde mediados del siglo pasado a la fecha. Dicho lo cual y como
no se trata de historiar la decadencia sino de saber a qué atenernos en los
próximos meses —porque esta es una newsletter de coyuntura y no una ponencia de
carácter académico— se hace menester poner la lupa en el Frente de Todos, en
los equipos que gerencian la cosa pública y en los integrantes de la fórmula que
ganó las elecciones del mes de octubre último y —acto seguido— se hizo cargo de
la responsabilidad de gobernar. Poco importa saber a ciencia cierta de quién ha
sido la culpa del desaguisado: si de la herencia recibida, de la peste
planetaria o de la incapacidad del populismo nativo. Se trata de mirar hacia
adelante, no hacia atrás, con el afán de contestar la pregunta del millón.
Lo que primero nos
asalta es una duda: ¿tienen, acaso, Alberto Fernández y Cristina Kirchner cabal
conciencia de donde están parados? Por increíble que parezca existen motivos
para suponer que —si bien están contestes de que no se encuentran en el
paraíso— no terminan de darse cuenta de la extrema gravedad del contexto que
los rodea. En ningún momento, salvo unas declaraciones pérdidas del sábado,
debidas al jefe de gabinete, en las cuales advertía que nos daríamos un
“porrazo” (sic) de proporciones, el gobierno ha reconocido, en forma pública,
la emergencia social y económica que excede con creces el aspecto sanitario.
Una cosa es evitar el alarmismo y otra —ciertamente distinta— es perder noción
de la realidad.
Poner en tela de
juicio el derecho a la propiedad a través de la toma de campos fogoneadas por
integrantes del Poder Ejecutivo Nacional, no es la mejor forma de reconstruir
la confianza que el kirchnerismo ha perdido. La posición asumida por dos
ministros y dos secretarios de Estado en el caso Etchevehere —de inequívoco
respaldo a Juan Grabois y a los responsables del Proyecto Artigas— es jugar con
fuego al borde de un polvorín. Si los avances contra la propiedad se extienden
—y hay casos, de distinta gravedad, en doce provincias— tarde o temprano lo que
va a suceder será la reacción violenta de los propietarios de terrenos o campos
intrusados, en contra de los invasores.
En cualquier
momento se repetirá, en alguna estancia o granja de Entre Ríos o de Guernica,
de San Martín de los Andes o de Corrientes, de Salta o de Mendoza, un fenómeno
que ha ganado espacio en las villas y barrios carenciados, y no circunscripto
al Gran Buenos Aires: la justicia por mano propia, con base en el linchamiento
de los sospechosos de haber cometido un delito impune.
Al día de hoy se
contabilizan, a lo largo y ancho del país, quince hechos de esta naturaleza que
hacen recordar, salvando las diferencias, a Fuenteovejuna. Cuando el Estado es
un actor pasivo delante de la delincuencia y no ejerce, como corresponde a su
naturaleza, el monopolio de la violencia legítima, el vacío que ello genera
tiene como consecuencia la así llamada ley de Lynch. Nunca habían ocurrido
episodios reiterados de este tipo en distintos lugares de la geografía
nacional, en un mismo momento. Tampoco las tomas de tierras estaban a la orden
del día, como hoy. Son los efectos más visibles del estado de disgregación en
el que nos encontramos. Con la particularidad de que las autoridades, o no se
dan cabal cuenta de la seriedad de la situación, o son incapaces de reaccionar
y aguardan quese produzca un milagro.
La mención hecha
al milagro viene a cuento de la inoperancia o la desidia con que se mueven el
presidente y sus ministros. No sería de descartar que Alberto Fernández y
Martín Guzmán —sintiéndose desbordados pero, al propio tiempo, sabedores de que
si lo reconociesen durarían lo que un suspiro en su respectivos cargos— hayan
optado por huir hacia adelante, a la espera de que los dólares de la soja —que
comenzarían a entrar a las arcas públicas en marzo— los salvase del naufragio.
De lo contrario, no se explica esa tendencia tan marcada de atacar un cáncer
recurriendo a las aspirinas. Imaginar —siquiera fuese en sueños— que se podrá
contener al dólar con emisión de deuda atada al tipo de cambio, no resiste
análisis. Pero quien lo cree a pie juntillas es el mismo que pontifica que el
dólar blue carece de efectos en la economía real. Por momentos, el titular de
la cartera de Hacienda mide menos que un estudiante de finanzas de primer año;
y si lo que sostiene es parte de una estrategia comunicacional dirigida a
atemperar los ánimos y dar la impresión de que no hay motivos para preocuparse
demasiado, ciertamente lo que ha obrado es el efecto contrario.
Dando por sentado
que nos hemos llevado al iceberg por delante y que deberemos sufrir las
consecuencias, no es pecar de pesimista decir que hay flagelos de los cuales a
esta altura no podremos salvarnos —pobreza extrema e indigencia, recesión
creciente, alta inflación y, más temprano que tarde, una devaluación que
llevará el salario real al sótano— y otros que el gobierno sólo estará en
condiciones de evitar —enfrentamientos a mano armada, linchamientos,
confiscaciones, y deterioro del tinglado institucional— en tanto y en cuanto
reaccione a la brevedad, asuma la dimensión de la crisis y se halle dispuesto a
elaborar un plan de acción acorde con la gravedad del caso.
En nuestro horizonte
no se recorta la sombra de Venezuela básicamente por una razón: la inexistencia
de fuerzas armadas y de seguridad dispuestas a avalar un proceso dictatorial
del kirchnerismo, a expensas de la mayoría de los argentinos. Sí comienzan a
distinguirse los rasgos sombríos de la anarquía que —contra la noción común— no
se caracteriza por la ausencia del poder sino por su proliferación.
Si el que debe
mandar desfallece, ganan espacio en el escenario, y hasta pueden terminar
aduenandose de partes del mismo, los piqueteros y los mapuches, los chacareros
y los movimientos sociales, el Instituto Patria y los gobernadores, los
ladrones y los policias, los partidos opositores y los mercados, los
contribuyentes, los narcotraficantes y las fuerzas armadas. Los procesos
anárquicos se dan cuando los poderes formales y fácticos quedan librados a la
buena de Dios, hasta tanto aparezca el Leviathan y reestablezca el orden.
Todavía los dos Fernández no han perdido el control del espacio político. Pero
el tiempo se agota. La bomba ya explotó. En todo caso, lo que nadie sabe es si
algunas de las consecuencias nefastas que traerá aparejadas el estallido podrán
atemperarse.
Mucho bla bla. Resumir.
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